Damawand
Subamos al techo de la patria
y bañémonos.
Una noche, decenas de aviones iraquíes sobrevolaron Teherán y lo bombardearon por enésima vez. Fue el peor ataque de todos los que sufrimos.
Radio Bagdad informaba regularmente sobre la partida de bombarderos con destino a Teherán. El locutor incluso instaba a la población a que abandonase la ciudad, y doce millones de habitantes se aprestaban a la fuga. Unas veces los aviones llegaban, otras no. Sadam Husein no se cansaba de repetir ese juego. La gente ya no sabía a qué atenerse.
Si huían de sus casas con sus hijos, los aviones no aparecían. Pero si se quedaban, Bagdad lanzaba un ataque. Se trataba de una guerra psicológica. Cuando los bombarderos se presentaban, la noche se convertía en un infierno. Sobrevolaban el barrio produciendo un gran estrépito. Temblaba la casa, se caían las molduras de las paredes y las cacerolas de los estantes, el gato saltaba encima de la cama, los niños lloraban desconsolados, retumbaban las bombas y también la defensa antiaérea. Luego se oía la sirena que indicaba el fin del ataque, y, a continuación, las ambulancias y los coches de bomberos. Entonces todos se lanzaban a la calle para ver qué casas habían sido alcanzadas por las explosiones.
Pero aquella noche en que decenas de aviones bombardearon Teherán simultáneamente, provocando cientos de muertos y heridos, Jomeini aprovechó la ocasión para ordenar a sus servicios secretos que detuviesen a todos los dirigentes de la oposición de izquierdas. Durante años esos servicios se habían dedicado a inventariar sus escondrijos, y en cuanto los aviones iraquíes regresaron a Bagdad, la policía apresó a la mayoría de los líderes destacados del partido.
A la mañana siguiente, cuando me dirigía a la redacción, me topé en la calle con uno de mis compañeros:
- Tenemos que salir de aquí enseguida. Han arrestado a casi todos los dirigentes.
Aquello suponía el final del partido. Volví corriendo a mi apartamento para avisar a Safa, mi mujer, que se marchó a casa de su abuela, en Kermansha, con nuestra hija Nilúfar. Acto seguido, destruí toda la documentación que guardaba en casa. Después ya no quedaba otra cosa que hacer sino esperar.
Hasta ahora no he contado gran cosa sobre Safa, mi esposa. Eso se debe a que no he querido apartarme de los apuntes en escritura cuneiforme de mi padre. De lo contrario, además de referirme a Cascabelito, también tendría que haber escrito sobre la vida de mis otras hermanas y la trágica suerte de sus maridos.
Conocí a Safa en la universidad. Aunque ella simpatizaba con el partido, no estaba afiliada ni entraba en sus planes colaborar con él. De no habernos conocido, probablemente habría llevado una vida normal, pero por mi causa se vio envuelta en toda clase de actividades.
Hasta que estalló la revolución, nos citábamos a escondidas. Sabíamos que cada encuentro podía ser el último. Después pudimos vernos con mayor facilidad y poco a poco nos atrevimos a hablar del futuro.
El día siguiente al de la caída del sha le propuse matrimonio.
Aparte del funcionario del registro civil y de dos amigos nuestros que oficiaron de testigos, nadie más asistió al enlace. En aquellos tumultuosos e históricos días resultaba imposible organizar una boda. Por la noche nos reunimos en un bar con algunos camaradas y celebramos nuestra unión hasta altas horas de la madrugada.
Tres semanas después, llevé a Safa a la casa de mis padres.
- Os presento a mi esposa.
- ¿Tu esposa? -repuso Tine-. ¡Es muy bonita!
Mis hermanas, sorprendidas por el inesperado encuentro, la abrazaron. Mi padre se quedó observándola a una distancia prudencial. Él ya estaba más o menos al tanto. Alguna vez le había enseñado una foto de ella. En el matrimonio, lo que contaba para él era la salud, así que la escrutó de pies a cabeza. Safa no sólo gozaba de buena salud, sino que era vivaz y sociable. «Aprobada», fue lo que leí en sus ojos. Ella se acercó a él y lo abrazó. Y como conocía la historia de su primera mujer, le cogió la mano y se la llevó a la mejilla, diciéndole:
- ¿Lo ve? Estoy sana.
Eso era suficiente. No se me ocurre qué otra cosa podría haber escrito mi padre sobre aquel encuentro.
En una ocasión, Safa acompañó a mi familia a la aldea del Azafrán y pasó con ellos toda una semana. Supe que había estado muy a gusto, que había aprendido muy rápido nuestro lenguaje de gestos y que había discutido noches enteras con mi padre sobre el mundo.
- ¿Sobre el mundo? -le pregunté.
- Así es. Y nos hemos reído un montón.
- ¿Por qué?
- ¡Yo qué sé! Me equivocaba con los gestos y todos se reían a carcajadas.
Las circunstancias ya no me permitieron continuar visitando a mis padres.
Cascabelito vino un día a nuestra casa, cuando Safa se encontraba en los últimos meses del embarazo, pero, después de nuestra enésima mudanza por razones de seguridad, tampoco ella pudo seguir en contacto con nosotros.
Tras la detención de los dirigentes del partido, comenzó un período tenebroso. Aunque en principio mi mujer y mi hija iban a quedarse en Kermansha unas semanas a lo sumo, el destino decidió otra cosa. Fueron varios años. Cuando por fin pudieron volver a casa, todo había cambiado.
Safa tuvo que viajar a una dirección completamente distinta, donde todo era nuevo: desde la llave hasta el espejo, la tetera, el suelo y el techo. Incluso la tierra que pisaba.
Aterrizó en un avión de la KLM y yo la recibí con un ramo de tulipanes holandeses de color rojo, amarillo y naranja. Cogimos el tren hasta la estación más próxima a casa y seguimos en taxi.
- Nieuwgracht, veintiuno, por favor.
Pero ahora regresemos a Teherán.
Una semana después de las detenciones, aún desconocíamos el daño infligido al partido e ignorábamos cómo habría de continuar el Movimiento.
Mientras tanto, los servicios secretos estaban ocupados día y noche intentando doblegar a los dirigentes del partido. Los verdugos utilizaban toda clase de torturas para obligarlos a someterse a los clérigos. Los prisioneros estaban en celdas separadas, y no se les permitía dormir ni sentarse. Tenían que permanecer de pie cinco días y cinco noches. En cuanto veían que cerraban los ojos, les echaban un cubo de agua helada a la cara. No les daban nada de comer, salvo un tazón de sopa para mantenerlos con vida. Ni siquiera les permitían ir al baño; tenían que hacérselo encima, así, en la posición en la que estaban. Y para destruirlos todavía más, en las celdas sonaba ininterrumpidamente una casete con discursos de Jomeini. Los verdugos no iban a cejar hasta que los dirigentes estuviesen dispuestos a hincarse de rodillas por televisión ante el clérigo de la cárcel, reconocieran que eran espías de Rusia y, a continuación, pidieran perdón.
El régimen quería que la oposición comprendiese con quién se las estaba viendo.
El doctor Pur Bajlul volvía a figurar en la lista de detenidos. En la época del sha, ya había pasado varios años en prisión, y ahora lo habían apresado otra vez. Lo obligaron a arrastrarse ante el clérigo y decir: «La ielahe ila alah (…). Me he arrepentido y ahora soy su discípulo.»
Tenía que mostrar a millones de personas que no valía nada, que hasta entonces no había sido un ser humano, sino una bestia, y que quería ser humano, siempre y cuando el clérigo tuviese a bien concederle el perdón.
Me encontraba solo en casa y encendí el televisor para ver el informativo de la tarde. En la pantalla apareció un hombre mayor, pálido y de aspecto enfermizo. Su rostro me resultaba familiar, pero no conseguía reconocerlo. Durante unos segundos, la pantalla permaneció muda. Pretendían que aquella imagen penetrase en lo más profundo del alma de los telespectadores. Después de aquel siniestro silencio, una voz fría anunció que el espía y dentista Pur Bajlul hablaría de sus crímenes después de las noticias.
Si bien el informativo fue relativamente breve, se me antojó el más largo que había visto en mi vida. Al cabo apareció el doctor. Yo no daba crédito a lo que veía. Del viejo dentista no quedaba nada. Había muerto. En las cuencas de sus ojos se había instalado el diablo. Dijo que era un espía y que había traicionado a su país. Que se había convertido en un seguidor de Jomeini y que éste era la sombra de Dios sobre la tierra. Luego renegó de su pasado, del partido y de sus camaradas, se arrodilló ante el imán de la prisión y se echó a llorar como un niño.
El partido se hizo trizas como una vasija de barro que cae al suelo. Cientos de camaradas fueron detenidos, muchos de ellos, ejecutados, y algunos cientos huyeron hacia las fronteras y lograron escapar.
Durante el régimen del sha se podía contar con el apoyo del pueblo, buscar refugio en casa de desconocidos, pero bajo los clérigos eso resultaba imposible.
El sha gobernaba en su propio nombre; en cambio, los imanes lo hacían en el nombre de Dios. Jomeini se presentó ante las cámaras de televisión para decir que el reino de Dios peligraba, y encomendó a sus seguidores que vigilasen a sus vecinos.
De repente el país, la patria, dejó de ser nuestra. Nadie se atrevía a hacer nada. Uno sentía que todo el mundo lo vigilaba tras las cortinas.
Después de la revolución me habría gustado aprovechar para salir de viaje con mi padre, coger juntos el tren hasta el confín meridional del país para ver los yacimientos petrolíferos, donde el gas flameaba bien alto en el aire y la tierra estaba teñida de color marrón oscuro. «¿Lo ves? ¿Lo hueles? Bajo nuestros pies, en las capas profundas de este suelo, hay mucho, muchísimo petróleo.»
Luego le habría enseñado los grandes buques que lo transportaban al extranjero. Pero no tuve esa oportunidad. Mi padre, que siempre contemplaba con admiración las llamas azules de los hornillos, nunca sabría de dónde procedía ese gas.
Me habría encantado llevarlo una vez a ese maravilloso desierto persa donde la arena resplandece como el oro bajo el sol, atravesarlo con él en camello y comer en pequeñas aldeas apartadas junto con sus habitantes. Un poco de leche de camella con pan seco, un cuenquito de dátiles y un sorbo de agua recogida con la palma de la mano de un manantial por el que manaba desde el corazón de la tierra.
Me habría apetecido dormir con él en la azotea de una posada del desierto, donde uno puede cubrirse con la manta azul oscuro del cielo, con sus millones de estrellas y su luna inolvidable.
Tampoco eso fue posible.
Anhelaba un poco de libertad para poder viajar con él a Ispahán y visitar las mezquitas que él conocía tan bien y de las que tanto hablaba. Quería llevarlo a la milenaria mezquita de Lotfolah y, aunque ya no rezaba habitualmente, arrodillarme a su lado y rezar con él y por él.
Sin embargo, lo que deseaba en lo más íntimo de mi corazón era escalar en su compañía el monte Damawand.
El Damawand es la montaña más elevada y de difícil acceso de toda Persia. Se la llama el techo del país. Ya no recuerdo si tiene 5.678 o 5.876 metros de altura. Posee unas características muy peculiares. Sus laderas están invariablemente cubiertas por un espeso manto de nieve y hielo, mientras que en la cumbre siempre hace calor. Una vez arriba, uno descubre que la cima tiene forma de cuenco: es un gran cráter caliente. Se trata de la boca de un antiguo volcán que en el pasado entró muchas veces en erupción. Si se apoya el oído en el suelo, aún se lo oye respirar.
En invierno es peligroso escalar el Damawand; la mejor estación es la primavera, cuando amainan los vendavales y el hielo todavía no se ha derretido. En esa época se ven alpinistas por todas partes, trepando por las laderas. En cuanto superan la enorme masa de nieve, comienzan a entonar canciones de amor: «To jofti jol daraye mo beiayom. Jole alaam dar amad kei miaye (…). Me dijiste que vendrías cuando se abriera la primera flor. Todas las flores se han marchitado. ¿Cuándo vendrás por fin?»
Después de ver en televisión las imágenes de doctor Pur Bajlul, evalué mi propia situación. ¿Vendrían también a detenerme a mí? ¿Acabaría en la cárcel como él? ¿Tendría que arrastrarme de rodillas ante el clérigo para implorarle perdón? Ignoraba hasta qué punto corría peligro. Sólo sabía una cosa: que no quería abandonar el país. En aquellos tiempos difíciles quizá tuviésemos que asumir la dirección del partido.
Pero antes debía dejar la casa y esconderme unos días para no caer en manos de los servicios secretos. Luego regresaría para ver qué había quedado del partido y buscaría a los camaradas que encontrara disponibles para intentar salvar lo que aún pudiera salvarse. La consigna, por lo tanto, era huir. Pero ¿adónde?
Se me ocurrió de repente: el Damawand.
Aunque estaba siendo un invierno muy crudo, aún existía una pequeña posibilidad de ver cumplido uno de mis sueños. Bajé al sótano a buscar mi equipo de escalada, un par de botas de montaña e indumentaria adecuada para mi padre.
- ¿Te vienes conmigo? -le propuse a mi padre en la tienda, para su sorpresa.
- ¿Adónde?
- A escalar la montaña más alta del país.
- ¿Ahora mismo?
- Sí. Tengo unos días libres, y Safa ha ido a ver a su abuela, así que he pensado que tal vez tú y yo…
- ¿Y qué le digo a Tine?
- Que te marchas conmigo unos días.
¿No estaba mi padre muy mayor para una excursión tan difícil? Aunque tenía experiencia, no conocía en absoluto las técnicas de escalada. ¿No estaba cometiendo un acto de irresponsabilidad? ¿No le afectaría la altura del Damawand? Ya lo veríamos. No quería detenerme a reflexionar sobre esas cosas. Tal vez no lográramos llegar a la cima, pero eso no importaba. Deseaba estar a solas con él; quizá fuera la última vez. Existía la posibilidad de que me arrestasen, de modo que no debía dejar pasar la ocasión. Viva la libertad envuelta en inseguridad. Si resultaba que, a partir de determinada altitud, mi padre no podía continuar, nos volveríamos y punto.
En ese caso, podríamos coger el tren e ir a los yacimientos de petróleo. O atravesar el desierto en camello hasta llegar a Kawire Lut. «Ya se verá», pensé mientras nos encaminábamos al Damawand.
Si conducía toda la noche, llegaríamos al café Safar antes del amanecer, un pequeño local donde se reunían a desayunar los alpinistas antes de emprender la ascensión en pequeños grupos.
Yo ya había subido tres veces al Damawand, aunque nunca en invierno, por lo que temía que el café estuviera cerrado y no encontráramos a ningún escalador.
Divisé a lo lejos las luces encendidas del Safar y recobré la esperanza. Mi padre guardaba silencio. Ascender una montaña porque sí carecía de sentido para él.
Había que tener un objetivo. Uno sube para luego continuar el camino hacia otro sitio. O para encontrarse con alguien al otro lado. O para después bajar a un pueblo donde lo espera una mujer. ¿Qué diablos íbamos a hacer en aquella nieve congelada?
Le expliqué que nuestra meta era llegar a la cima.
- Pero te advierto que es un ascenso duro. A propósito, ¿has escalado alguna vez con cuerdas?
- Sólo una vez -respondió mi padre-. Tú mismo me enseñaste.
Tenía razón. Lo había olvidado. En mis años de estudiante había intentado trepar con él la pared más difícil del monte del Azafrán.
Antes de abrir la puerta del café, oí murmullos en el interior. Para mi gran sorpresa, estaba lleno de gente, como en un día de primavera.
- Ven, pasa -gesticulé aliviado-. Siéntate.
No quedaba una sola silla libre.
¿Quiénes eran todas aquellas personas? ¿Cómo se explicaba que en aquel invierno tan riguroso todos quisiesen escalar la montaña al mismo tiempo? ¿Serían todos militantes de nuestra organización, deseosos de escapar unos días de la realidad?
Había tan buen ambiente que uno se olvidaba de la guerra y los imanes. Era como si hubiese cerrado los ojos un momento y, al abrirlos, me encontrase en otro sitio, o incluso en otro país.
Olía a té recién hecho, pan fresco y dátiles.
Por lo general, la gente subía a la montaña en grupos; nadie lo hacía en solitario. Quienes llegaban solos buscaban unirse a otros en ese café, y éstos los acogían sin vacilación.
Deposité el macuto en el suelo y me presenté. Anuncié a todo el mundo que tenía la intención de escalar junto con mi padre, que era sordomudo, y que preferíamos sumarnos a un grupo experimentado.
Aquel café tan cálido en medio de la nieve congelada fue una sorpresa para mi padre. Se le veía contento. Todos se acercaron a saludarlo y desearle buena suerte, y él sintió que todos aquellos jóvenes, hombres y mujeres, eran amigos suyos.
Un grupo desocupó enseguida dos sillas para nosotros. Mi padre se sentó y yo fui a buscar el desayuno: tortilla, dátiles, mantequilla, pan recién hecho, té y azúcar. Todas las cosas que se necesitaban para una expedición de ese tipo.
Antes de que saliera el sol, partimos del café en distintos grupos, caminando en fila india, a corta distancia unos de otros. Todos sabíamos que en aquel frío dependíamos de la ayuda del compañero.
Según dictaba la tradición, a los mil metros de altitud los escaladores se colocaban uno al lado de otro en la oscuridad para contemplar la salida del sol. Mi padre estaba junto a mí. No comprendía por qué todos miraban el cielo a lo lejos.
De repente, el sol lanzó en la penumbra su primera flecha dorada, luego la segunda, después la tercera y, a continuación, todo un haz de luz. Envuelto en llamas, como una enorme corona de oro, el sol emergió desde el otro lado de la cima del Damawand. Deslumbrado, mi padre me miró primero a mí, luego al sol y seguidamente a la montaña, que se alzaba de pronto a nuestros pies como una gigantesca masa de nieve.
En cuanto el Damawand nos mostró su arcaica belleza, todos entonamos la famosa canción:
¡Damawand majestuoso!
Antiguo orgullo persa, haznos tan robustos como tú.
Préstanos algo de tu fuerza.
Ayúdanos a no someternos en tiempos difíciles, como
nunca te has sometido tú.
Enséñanos a confiar en nosotros mismos, como tú confías
en ti mismo.
¡Tú eres la esperanza!
¡Tú eres el orgullo hecho montaña!
El Damawand es un monte que hay que vivir en carne propia, escalar en carne propia. El trayecto a través de la nieve milenaria; el frío tan peculiar que se siente en la piel; el aroma y el color de la boca del antiguo volcán; la gruesa capa de hielo: todo eso debe olerlo, verlo y vivirlo uno mismo.
Continuamos ascendiendo en silencio. Intercalando algunas pausas, sería posible alcanzar hacia el mediodía una altura de cuatro mil setecientos metros. Allí pernoctaríamos y repondríamos fuerzas, para acometer a la mañana siguiente la parte más compleja.
Pero antes de llegar a ese punto, tuvimos que trepar con garfios y cuerdas un par de paredes de hielo muy difíciles. Por suerte nos habíamos unido a un grupo de escaladores experimentados, que nos ayudaban en todo momento. Mi padre escalaba como una vieja cabra montés, suscitando las risas de los montañeros, que disfrutaban contemplando su anacrónico modo de escalar. Cuando llegamos a la cima, él ya no dependía de mí. Ni siquiera tenía tiempo de sentarse conmigo, pues todos querían que se sumara a sus conversaciones alrededor de las hogueras.
- Ismail, necesitamos un intérprete. ¿Te unes a nosotros? -me pidió alguien.
No me sentía muy bien. La altura me producía mareos. Hubiese preferido echarme a dormir, pero no podía dar la espalda olímpicamente a esos millones de perlas colgadas en el cielo y meterme en el saco. Además, quería aprovechar el silencio para reflexionar sobre cómo debía actuar en el futuro, con el partido diezmado. ¿Qué pasaría cuando regresase a Teherán? «El partido ha sido decapitado, pero nosotros aún estamos con vida. Hemos perdido, pero no hemos desaparecido.» Lo primero, sin embargo, era llegar a la cima del Damawand.
Fue una noche breve y fría. Ya antes de la salida del sol, todos habían salido de sus sacos de dormir. Yo no era capaz de comer ni de beber nada; mi cuerpo se resistía.
En plena oscuridad, reemprendimos la escalada en pequeños grupos.
M i padre empezó a preocuparme. A medida que ascendíamos, el aire iba enrareciéndose cada vez más. En cuanto notara que él ya no podía seguir la marcha, lo llevaría de regreso a la tienda médica.
Pero el destino decidió otra cosa. Al cabo de un rato sentí que me flaqueaban las fuerzas. Ya no podía encargarme de mi padre.
- ¿Alguien puede vigilar a mi padre? -pregunté con dificultad.
- No necesita que nadie lo vigile -oí que contestaba uno de los escaladores-. Mejor cuida de ti mismo.
A determinada altura, mi cabeza se vació.
Mi padre, el partido, la organización clandestina, los clérigos; todos se borraron de mi memoria. La vez anterior, la escalada no me había planteado problemas, pero en esos instantes me sentía terriblemente débil. Mantenía los ojos fijos en las botas de la persona que marchaba delante de mí, intentando seguir sus pasos.
Llegó un momento en que ya no podía sostenerme en pie, pero una voz en mi interior me decía que debía seguir, que no debía perder de vista aquellas botas. «¡Continúa, Continúa, continúa!»
El Damawand me tenía en sus garras. Se había convertido en un coloso gigantesco y yo, en un gorrión, un pequeño y frágil gorrión en su mano. ¿Cuánto faltaba? ¿Cuántos pasos me quedaban aún por dar? No sabía nada. El mundo se había detenido y yo debía seguir escalando y escalando. Un paso y otro y otro más.
De pronto se produjo el silencio y durante un momento no oí nada; luego, sólo sonidos vagos, palabras melodiosas.
Me costó mucha energía caer en la cuenta de que los alpinistas estaban cantando. Reconocí un aroma, un aroma familiar, el del viejo volcán. Después, dejé de percibir las voces y se hizo de noche, noche cerrada. Me desplomé.
En cuanto puse el pie en el borde de la boca del antiguo volcán, me desvanecí. Nuestros compañeros de escalada comprendieron de inmediato que tenían que socorrerme. Tardé un rato en abrir de nuevo los ojos y en darme cuenta de dónde estaba. Alguien me ayudó a incorporarme y me sostuvo. Mi padre.
Me apoyé en un peñasco en el que la gente solía plantar banderas y sacar fotos. Guardo aquí, en una balda de la biblioteca, una instantánea de aquel día, en la que no se aprecia que nos encontramos en una cima a 5.876 metros de altitud. Parece como si estuviéramos posando junto a una roca cualquiera. La mirada de mi padre tiene una expresión llena de orgullo, y yo salgo con los ojos cerrados.
Quien observa la foto sin conocer la historia que hay detrás, advierte algo curioso. Se nota que yo estoy muy enfermo, mientras que mi padre irradia alegría. Allí, junto a aquel peñasco, yo intentaba mantener los ojos abiertos y mirar a mi padre, hechizado por la cumbre de la montaña.
Él contemplaba con sorpresa una ondulante franja azul en la lejanía, pero yo ya no tenía fuerzas para explicarle que se trataba del Caspio, el mar que nos separaba de la desaparecida Unión Soviética. Divisaba en el horizonte una vaga raya de color verde oscuro, sin saber que se trataba del mayor bosque de Persia.
Intenté darle a entender por señas que se asomara detrás de la roca para ver las cadenas montañosas que se extendían hasta el fin del mundo. Pero no lo conseguí. Me dormí y todo quedó sumido en el silencio.
Debieron de llevarme rápidamente abajo, de lo contrario tal vez nunca habría despertado.
Cuando abrí los ojos, me encontraba tumbado en el suelo. Alguien me ayudó a ponerme en pie. Me habían trasladado a la tienda médica, pero no me hacía falta ninguna asistencia especial. El flujo natural de oxígeno bastó. Mi cuerpo empezó otra vez a funcionar con normalidad.
Cuando descendimos a los cuatro mil metros, ya pude seguir por mis propios medios, con mi padre a mi lado, vigilándome.
- ¿Qué tal arriba? -gesticulé.
Sonrió. Noté que estaba preocupado por mí. Lo cogí por la cintura, le besé la frente y le dije:
- Estoy bien. Más adelante ya podré andar como si nada.
- ¡Qué padre el tuyo! -me dijeron todos-. Hemos disfrutado mucho de su compañía.
Teníamos que continuar para no quedarnos fríos. A mí me costaba incluso mantenerme de pie, pues no había probado bocado desde la madrugada anterior y andaba justo de fuerzas. Después de unas cinco horas de marcha, vislumbramos una cabaña de pastores donde siempre había té recién hecho para los alpinistas y donde por poco dinero vendían pan, leche y mantequilla.
Cuando llegáramos al pie de la montaña, todos se quedarían una hora descansando en el café Safar, y luego se marcharían a sus casas. Yo no tenía fuerzas para conducir.
Pero, entre escaladores, nunca se deja a nadie abandonado a su suerte, y ellos se ocuparon de todo. Yo pernoctaría con mi padre en la cabaña del pastor hasta que me hubiese recuperado.
Nos despedimos con un abrazo. Todos le estrecharon la mano a mi padre, sacaron una última foto y partieron.
La noche que pasamos con el viejo pastor resultó inolvidable. Fue como si mi padre supiese que yo nunca volvería a gozar de tanta tranquilidad.
Al anochecer, el pastor conversó con mi padre utilizando todos los gestos imaginables. Luego, dirigiéndose a mí, dijo:
- Sé cómo puedes recobrar tus energías. Te darás un buen baño. Y Akbar también.
- ¿Cómo? ¿Aquí?
- Los pastores tenemos un baño mágico. En realidad está reservado para nosotros, pero tú eres un buen muchacho; le guardas respeto a tu padre. Vamos, el Damawand siempre devuelve lo que ha tomado.
Tras unos quince minutos de marcha por la nieve congelada, el hombre alzó su lámpara de aceite.
- Por aquí. Entrad.
Lo seguimos a través de una abertura entre las rocas y nos adentramos unos cien metros en la cueva, guiados por la tenue luz del farol. Allí percibí el olor del viejo volcán.
- ¡Un momento! -nos dijo, colocando la lámpara en un punto elevado-. Ahora, venid a ver.
Di un paso, me incliné hacia delante y vi un hueco, un baño natural, humeante.
- Mete la mano -me incitó el pastor.
Introduje la mano en el agua.
- Está caliente… agradablemente caliente.
- Pues daos un buen baño. Dentro de una hora, más o menos, volveré a recogeros.
El pastor se marchó. La luz amarilla de la lámpara le confería a la cueva un color mágico. Mi padre me ayudó a sumergirme en el agua y luego, con cuidado, también él se metió.
Me hubiese quedado allí hasta el final de los tiempos.