Mujer
Suponemos que en esta parte Aga Akbar
ha escrito acerca de sus amigos.
También sobre su mujer.
Todos los pájaros habían empezado a construir su nido, menos Aga Akbar. Para él no había ninguna mujer disponible.
Los otros hombres fuertes que, como él, se habían construido una casa de piedra ya tenían hijos, pero la de Akbar seguía vacía.
De manera que empezó a frecuentar prostitutas, afición ésta que se veía facilitada por los numerosos contactos que tenía a causa de su trabajo de reparador de alfombras.
Al cumplir los doce años, Kazem Kan lo había llevado al taller de un viejo amigo suyo que vivía en una aldea próxima. Usa Jolam, o Jolam el Diestro, fabricaba tinturas naturales utilizando flores y raíces de toda clase de plantas que crecían en el monte del Azafrán. Gentes de los rincones más remotos del país acudían a él en busca de los colores originales para fabricar sus tapices.
No obstante, el verdadero oficio de Usa Jolam era reparador de alfombras antiguas. Siempre había piezas muy valiosas que habían sufrido algún daño y que si no se restauraban a tiempo acababan por deshilacharse del todo. Pero éste no es un trabajo que se encomiende a cualquiera, pues si el reparador no conoce bien su oficio, en el dibujo original queda para siempre una marca, como una herida reciente. Sin embargo, aunque Usa Jolam se contaba entre los mejores del país, ya estaba viejo. La vista había empezado a fallarle y ya no podía trabajar.
Kazem Kan sabía que Akbar nunca sería un buen campesino. No tenía madera de labrador, y tampoco lo veía pastoreando en el monte con un rebaño de ovejas. Necesitaba hacer algo con las manos, o con las manos y la cabeza. Por eso lo llevó a casa de su amigo.
- ¡Salam aleikum, Usa! Aquí te traigo al muchacho del que te he hablado. ¡Eh, Akbar, ven a saludar a Usa!
El anciano hurgó en el bolsillo y sacó una hebra de color púrpura procedente de una alfombra vieja.
- Ten, toma esta hebra y ve a cortar unas flores del mismo color.
De ese modo, Aga Akbar dio el primer paso en su carrera, en el oficio que ejercería hasta el fin de sus días.
Durante tres años acudió a diario al taller de Usa. Iba por la mañana temprano y volvía a casa al anochecer. Hasta que un día el anciano falleció. Sin embargo, Akbar ya había acumulado suficientes conocimientos sobre la reparación de alfombras y la elaboración de tinturas.
Si bien nadie podía ocupar el vacío que dejaba Usa, Akbar gozaba ya de cierta reputación en la comarca. Los aldeanos lo apreciaban, confiaban en él, y preferían que entrara él en sus casas, en vez de un extraño. Así pues, recorría las aldeas una a una montado en su caballo, y de esa época datan sus contactos con las prostitutas.
Kazem Kan era muy selectivo a la hora de elegir una esposa para su sobrino. No quería que fuese tuerta ni una campesina que tejiera alfombras. Buscaba para él una mujer fuerte, con la cabeza bien puesta, organizada, que comprendiera para quién debía traer hijos al mundo.
- No quiero para él una mujer cualquiera -decía-. Esperaré. Le encontraré una buena esposa. No se morirá por seguir soltero unos años más.
Sin embargo, los otros hombres de la familia le objetaban:
- No lo compares contigo, Kazem Kan. Tú tienes mujer en todos los rincones del monte del Azafrán, pero el muchacho no, y si no dejas que se case, acabará por mal camino.
- Yo quiero que se case, pero no con una sorda, una coja o una tullida.
Desgraciadamente, no había en el monte del Azafrán ninguna joven fuerte, sana e inteligente que quisiera a Akbar por marido. Y así fue cómo buscó y encontró el calor de las prostitutas.
- ¡Eh, Akbar! Ven, entra. Ven a mirar mi alfombra. ¿Podrías arreglármela? Pasa, siéntate un momento aquí conmigo. Se te ve cansado. Deben de dolerte los brazos, y también la espalda. ¿Te apetece un té? No me mires así. Deja que me siente a tu lado. Dame la mano. ¿A que está calentita?
Para saber algo más sobre las relaciones que mantenía Akbar con las prostitutas, había que recurrir a Seyed Shoya, su amigo de la adolescencia.
Seyed era ciego de nacimiento, pero poseía un oído excelente. Percibía los sonidos como un perro y siempre contestaba de mala manera a todo el mundo. Los hombres no se metían con él, pues sabían que se enteraba de todo lo que hacían.
Seyed Shoya conocía por su nombre de pila a todas las prostitutas que vivían en el monte del Azafrán y sabía qué aldeanos las frecuentaban. Los reconocía inmediatamente por sus pisadas:
- ¡Eh! ¿Por qué pasas de largo con tanto sigilo? ¿Acaso querías eludirme? ¿Por qué, si puede saberse? ¿Es que has vuelto a hacer alguna maldad con esa cosa que llevas dentro de la bragueta? ¡Anda, ven, dame la mano! No temas, que no voy a chivarme.
Al caer la tarde, solía recostarse contra el árbol centenario que había a la vera del camino, y cuando las muchachas volvían de la fuente con los cántaros llenos de agua, reconocía por las pisadas a la que le gustaba:
- Salam aleikum, luna mía. Déjame ayudarte con el cubo.
Ellas se reían de él, y él se mofaba de ellas.
- ¡Largo de aquí! -les decía-. Con esas nalgas de elefante que tienes, será mejor que no te sientes en el suelo, no vayas a hacer un hoyo en la tierra.
Nunca tenía dinero, ni falta que le hacía, pues Akbar pagaba por él.
Los que no temían sus respuestas destempladas le lanzaban pullas al respecto:
- Eres un parásito. Le chupas el dinero a Akbar.
Pero era demasiado arrogante para molestarse por esos comentarios.
Había otra persona que compartía sus secretos con ellos dos: Yafar, el Hombre Araña.
Yafar era un muchacho minusválido que apenas podía mantenerse en pie, por lo que se veía obligado a desplazarse a gatas a todas partes. Extremadamente delgado y de cabeza pequeña, cuando se le veía arrastrarse por las calles con sus piernas y brazos nervudos, parecía una araña. Sin embargo, no le habían puesto el mote por esa razón, sino porque trepaba a los árboles como una araña de verdad. Se le veía en sitios inaccesibles para las personas normales. Por ejemplo, colgado de una rama, gateando por el mausoleo de la mezquita o apostado en la ventana de los baños públicos para espiar a las mujeres.
Lo que no veía el ciego Seyed, lo veía Yafar. Y éste, al ser amigo de aquél, también lo era de Akbar. Los tres componían un trío muy unido y emprendedor.
Incluso cuando iban a visitar a alguna prostituta al monte del Azafrán, lo hacían juntos. A menudo se les veía subir la ladera, Yafar a cuestas de Seyed, y éste agarrado del brazo de Akbar.
La presencia de Yafar era absolutamente indispensable, pues entendía mucho de prostitutas. Nunca entraban enseguida y a la vez, ni hacían nada sin que Yafar diera primero el visto bueno. Éste a menudo prevenía a Akbar gesticulando con el dedo índice:
- ¡Hazme caso! ¡No vayas sin mí! De lo contrario, se te pegará alguna enfermedad y ya no podrás orinar del dolor.
Así hacían las cosas, y todo solía salir bien.
Hasta que un buen día, Yafar, que se había subido al tejado del retrete, oyó algo inusual. Pegó el oído para escuchar y al instante comprendió lo que pasaba. Sin perder un segundo, fue a donde estaba Seyed y le dijo:
- ¡Eh, Seyed, te necesito!
- ¿Qué ocurre? ¿Qué quieres?
- El tonto ese está llorando en el retrete.
- Pero ¿qué dices? ¿Quién está llorando?
- Akbar; el muy necio no puede orinar.
Se acercaron a la puerta.
- ¿Lo oyes? Está llorando.
- ¡Demonios, es verdad! Pero a lo mejor llora por otra cosa.
- ¡No, hombre, no! Nadie se pone a llorar en el retrete, si no es por eso.
- Espera. Déjame pensar un poco.
- No hay mucho que pensar. Está clarísimo. Tenemos que verle el pito, y rápido. Así lo sabré enseguida.
Esperaron escondidos a que Akbar saliera del retrete.
- ¡Ven aquí! -gesticuló Yafar.
Akbar comprendió de inmediato lo que pasaba. Quiso escapar, pero Yafar, que era muy listo, saltó como una araña hacia él, lo agarró por el pie y lo hizo rodar por tierra. Seyed también se precipitó sobre él y lo sujetó por el cuello, espetándole:
- ¡No te escapes, cabrón! Ven con nosotros.
Entre los dos lo arrastraron hasta el establo.
- ¡Sujétalo bien! -exclamó Yafar, mientras trepaba a un poste y encendía una lámpara de aceite. Seguidamente, le bajó los pantalones y le estudió el miembro-. ¡Ya puedes soltar a este imbécil! Está enfermo.
A la mañana siguiente, bien temprano, partieron los tres a la ciudad en busca de un médico.
Unos meses después, cuando Akbar ya se había curado, Yafar y Seyed tuvieron una conversación a solas. Akbar había empezado a distanciarse de ellos, y sabían por qué. Como amigos suyos que eran, consideraron que debían poner a su tío al corriente. Una tarde, Yafar se subió a la espalda de Seyed con una linterna en la mano y se encaminaron juntos hacia la casa de Kazem Kan.
- ¡Buenas tardes! -saludó Seyed-. ¿Podemos pasar un momento?
- ¡Pasad, pasad! Estáis en vuestra casa. Tomad asiento. ¿Queréis un té?
- No, gracias. Tenemos que irnos antes de que llegue Akbar. En realidad, hemos venido a contarle algo. Somos sus mejores amigos, pero hay ciertas cosas que no debemos callar. Hemos venido a decirle que nos preocupa su salud.
- ¿Cómo es eso?
- Usted ya sabe que solemos salir los tres por ahí, y a veces pasan cosas, aunque luego todo suele arreglarse. Pero en esta ocasión es distinto: a Akbar se le ha ido la mano.
- ¿Qué quieres decir? ¿Qué ha hecho?
- Yo no veo, pero tengo dos buenos oídos. Y Yafar lo ve todo muy bien. En realidad, mejor que se lo cuente él, pues es quien lo ha visto.
- Cuéntame, Yafar. ¿Qué has visto?
- ¿Cómo decirlo? Akbar suele ir a menudo, por no decir casi todas las noches, a dormir a casa de una prostituta. Creo que… está enamorado de ella. Tal vez eso no sea grave. Ella es joven y… muy amable, y estoy convencido de que ella lo quiere bien. Sin embargo, creemos que esto ha ido demasiado lejos. ¿Verdad, Seyed? Eso es todo. Esa mujer no tiene nada de malo. Es joven y está sana, pero nos ha parecido que debíamos contárselo. ¿Verdad, Seyed?
- Así es -subrayó-. Sí, sí, eso es todo. Y ahora vámonos, antes de que vuelva Akbar.
Kazem Kan sabía que el tiempo apremiaba y que debía hacer algo por su sobrino. De lo contrario, llegaría un momento en que nadie querría entregarle a su hija. Hubo de reconocer que no había logrado encontrar en ninguna parte a la esposa ideal para él, y decidió poner el asunto en manos de las mujeres de la familia.
Éstas se pusieron manos a la obra y se lanzaron a la búsqueda, pero al poco tiempo decayó su entusiasmo. Ninguna de las jóvenes con las que hablaron parecía encajar en la familia. Una por ser hija de un mendigo, otra por tener hermanos ladrones, la tercera por carecer de senos y la cuarta por ser tan tímida que ni siquiera se había dejado ver.
Desgraciadamente, tampoco ellas fueron capaces de encontrarle una esposa a Akbar.
Sólo les quedaba una puerta a la que llamar: la de Zeineb Jatun, la vieja celestina del monte del Azafrán. Ella siempre tenía un par de muchachas disponibles.
Sin duda, Zeineb encontraría una compañera idónea para Akbar. Era adicta al opio, y con llevarle un rollo del que fumaba Kazem Kan, todo se arreglaría.
Zeineb Jatun vivía en una casita a las afueras del pueblo, al pie de la montaña. La mayoría de sus clientes eran hombres solteros en busca de esposa.
- Zeineb Jatun, ¿conoces alguna muchacha para mí? ¿Una joven buena que me dé hijos sanos?
- No, no tengo ninguna para ti, ni buena ni mala. Te conozco. Les pegas a las mujeres; recuerdo lo que le hiciste a tu última esposa. Lárgate y pídele a tu madre que te busque una.
- ¿Por qué no me invitas a pasar? ¿Qué me dices de este medio rollo de opio amarillo que te he traído?
- Pasa. Sería bueno que sonrieses de vez en cuando, y que te afeitases. Con esa barba y esos horribles dientes amarillentos es imposible que te encuentre una mujer.
Otras veces llamaba a su puerta alguna madre anciana.
- Zeineb Jatun, estoy vieja y aún no tengo nietos. Si te esmeras en proporcionarle una mujer a mi hijo, te regalaré un hermoso velo, uno de verdad, de La Meca.
- Sí, la gente me promete el oro y el moro, pero en cuanto consigo esposas para sus hijos, desaparece. Ve a buscar ese velo, así me darás tiempo para pensar. Aunque no creas que será fácil. Las mujeres difícilmente se casan con hombres a los que se les cae la baba sin cesar. Pero ya pensaré en alguna para él. Anda, date prisa, no vaya a ser que me muera esta misma noche y mañana tengan que enterrarme envuelta en mi velo viejo y raído. Ve a buscarlo; yo te esperaré.
En contra de la voluntad de los varones de la familia, las mujeres metieron un rollo de opio en el bolso de la tía de más edad, se pusieron el velo y se encaminaron a la casa de Zeineb Jatun.
A los hombres les parecía impropio pedirle a esa celestina que les consiguiera una esposa. Y, si bien era cierto que buscaban eso, en realidad lo que querían era un vástago: un Ismail que pudiera cargar con el peso de Akbar.
Pero, como preferían que ese Ismail no fuese el hijo de una prostituta, tuvieron que resignarse a que sus mujeres fueran a consultar a Zeineb.
Entre risitas nerviosas, las tías de Aga Akbar golpearon la puerta de Zeineb Jatun.
- ¡Bienvenidas! Pasad y tomad asiento.
Todavía en el pasillo, la tía mayor deslizó con torpeza el rollo de opio en la mano de la casamentera.
- Yo no entiendo de estas cosas. Es de parte de Kazem Kan -dijo, y añadió impaciente-: Seamos breves, Zeineb Jatun. Buscamos una buena chica, una joven juiciosa para nuestro Akbar. Eso es todo. ¿Tienes algo para nosotras o no?
Las demás se echaron a reír. Les divertía la impaciencia de la tía.
- ¿Si tengo una chica para vosotras? -dijo la experta anciana-. Aunque deba explorar toda la montaña, algo encontraré. Si no le consiguiese una mujer a Aga Akbar, ¿a quién se la conseguiría? Sentaos. Primero tomaremos un té. -Acercó una bandeja con vasos y una tetera, y continuó-: Dejadme pensar un momento. Una buena muchacha, sensata… Sí, creo que conozco a alguien. Es hermosa, pero…
La tía no la dejó terminar.
- ¡Nada de peros! -le soltó-. A mí no me vengas con una mujer a medias. Quiero para mi sobrino una mujer entera, completa.
- ¡Alá, Alá! ¿Por qué no me dejas acabar la frase? Alá se enfada cuando hablamos así de sus criaturas. La joven a la que me refiero está sana como una manzana y es hermosa, sólo que tiene una pierna más corta que la otra.
- Eso no importa, con tal de que pueda andar -le contestaron.
- ¿Que si puede andar? ¡Pero si salta como una gacela! De todos modos, no puedo preguntarle a Alá por qué le dio una pierna más corta que otra. Tal vez exista algún motivo. Ahora que lo pienso, hay una muchacha que…, pero es un poco sorda.
- No, no queremos una sorda para Akbar -dijo la tía.
- No es sorda del todo, sólo un poco. Es buena, y bonita, además; confiad en mí. Ahora que lo pienso, es incluso mejor que la primera. Creo que Aga Akbar necesita una mujer que ande bien, que tenga los pies firmes sobre la tierra. El hecho de que sea sorda, tampoco es un problema tan grave. A Akbar no le interesa hablar con ella.
- Puede que a él no, pero a los hijos que tengan sí.
- ¡Dios me libre! ¡Las cosas que hay que oír! ¿Cómo podéis hablar así, teniendo un sordomudo en casa? Alá se enfadará. Escoged a esta mujer. Tiene una cara muy linda, bonitos brazos y un cuello del color de la leche, nalgas firmes y muslos anchos. Aceptadla. Alá se pondrá contento con vuestra elección.
Al día siguiente, las mujeres fueron a conocer a la futura esposa de Akbar, que vivía en una aldea vecina. La visita fue breve. Zeineb Jatun tenía razón: era hermosa, aunque se la veía un poco enferma.
- ¿Enferma? -dijo la celestina-. Puede ser. Tal vez un ligero resfriado. Quizá…, ya se sabe, las mujeres… Pero enferma, no. Para el día de la boda, ya se habrá puesto buena.
Así hechizó a las mujeres con sus palabras y, satisfecha, se despidió de ellas.
Una semana después, al atardecer, los hombres acompañaron al novio desde los baños hasta su casa.
Vestido con su traje, Aga Akbar tenía un aspecto sano y vigoroso. El ciego Seyed Shoya iba a caballo para oficiar de testigo, con Yafar, el Hombre Araña, sentado delante de él y sujetando las riendas. Así ascendieron la colina hasta la casa, a la que poco después las mujeres llevarían a la novia, con una reata de siete mulas.
Todo el mundo esperaba fuera, oteando a lo lejos para ver llegar el cortejo.
Las siete mulas no tardaron en aparecer. Las mujeres lanzaron grititos festivos y los músicos del pueblo comenzaron a tocar. Aga Akbar ayudó a su prometida a apearse de su montura, la llevó del brazo hasta el patio, cumpliendo la tradición, entraron en la habitación nupcial y cerró la puerta.
Nadie sabe a ciencia cierta lo que sucedió allí. Nadie, excepto una anciana que se había escondido detrás de las cortinas para poder dar fe de que todo había salido bien, de que el matrimonio se había consumado.
En cuanto el novio y su prometida desaparecieron en el interior, todos abandonaron el patio. Los ancianos se reunieron a fumar hasta que llegó la mujer y anunció:
- Ya está. Lo ha hecho.
Los hombres exclamaron a coro:
- Alaho masale aala Mohamad wa aale Mohamad (…). Saludemos a Mahoma, el profeta, y a sus deudos.
A Ismail, en su condición de hijo de Akbar, le relataron más detalles de aquella historia. Para entonces ya habían fallecido algunos parientes mayores, entre ellos Kazem Kan. Un día en que Ismail se dirigía a la aldea, su tía, entrada en años, lo invitó a entrar en su casa.
¿Qué edad tendría entonces? ¿Quince años? ¿Dieciséis? Por aquella época solía ir a visitar el lugar en que había nacido su padre, y pasaba todo el verano en la casa de campo de la familia. Quería saber más sobre el pasado de su progenitor.
- Ismail, hijo mío -dijo la tía-, dame la mano. Pasa, pasa, hijo mío, adelante.
Aunque sus ojos ya no veían, lo miraba fijamente, y expresó su admiración por el muchacho pronunciando las palabras divinas:
- Fa tabarek alah ahsan al jalegi. Cuando Dios creó al hombre, se enamoró de su propia obra. Dios dijo: «Fa ta ba rekalah ahsanal jalegin. Mirad, mirad qué hermosa criatura he creado: el hombre.»
Ismail no era un hijo más de la familia, sino el hijo que la familia había esperado tanto tiempo. Rezaban por él, para que algún día fuese lo bastante grande y sano para brindar apoyo a su padre. Era para todos un regalo del cielo. El primogénito de Akbar. Exactamente lo que todos deseaban. No podía ser otra cosa que la voluntad de Dios.
La tía condujo a su sobrino hasta el patio.
- Antes de morirme, debo contarte algo sobre la boda de tu padre. Ven, sentémonos allí. He extendido una alfombra debajo de mi viejo nogal.
Recostada contra el tronco, continuó:
- Te diré cómo fue todo. Metí un rollo de opio amarillo en el bolso y fui con las otras mujeres a ver a la alcahueta para conseguirle una esposa a tu padre. Fue un error. No debí hacerlo.
- ¿Por qué?
- En realidad, no hicimos bien nuestro trabajo, la tarea que nos habían encomendado. Por eso Dios nos castigó.
- ¿Cómo que las castigó?
- Porque nos olvidamos de que el propio Dios se ocupaba de Akbar. Queríamos casarlo por todos los medios. Actuamos como si no creyésemos en Dios, como si no confiásemos en Él, como si hubiese abandonado a tu padre a su suerte. Por eso nos castigó.
- Tía, no la entiendo.
- Las mujeres llevaron a la novia con siete mulas desde la aldea de Saruj hasta la casa de tu padre. Yo uní sus manos y los conduje al dormitorio. Era yo quien debía esconderse en aquella habitación detrás de la cortina.
- ¿Detrás de la cortina?
- Así se hacía antiguamente. Debía observarlos a hurtadillas y ver qué pasaba. Ver si la mujer… Hijo, mejor déjalo. ¡Ojalá se hubiese ocultado otra en mi lugar! Yo los escuchaba y me di cuenta de que la cosa no iba bien. No entendía qué ocurría, pero tuve el presentimiento de que Dios no estaba conforme. Tu padre se acostó con ella. Era un hombre fuerte, de espaldas anchas. Yo lo oía a él, pero a la novia no: ni un movimiento, ni una palabra, ni un suspiro, ni un lamento, ni un grito de dolor, nada. Con todo, lo hicieron. Me escabullí sigilosamente y fui a donde estaban reunidos los hombres para comunicarle a Kazem Kan que lo habían consumado. Todos lanzaron gritos de alegría, fumaron y comieron. Los festejos duraron siete días, pero ignorábamos que Dios no estaba contento con nuestros actos. Y eso fue culpa mía. Como tía mayor, tendría que haber sabido, tendría que haber mantenido los ojos abiertos y ser paciente. Tendría que haberle dicho a todo el mundo que no debíamos precipitarnos.
- ¿Por qué?
- Estaba inquieta. La novia no había hecho ningún movimiento. Tenía que haberse mostrado de algún modo. Asomarse un instante a la ventana, esbozar una sonrisa, correr la cortina, pero no, nada. No hizo nada.
- ¿Por qué me cuenta usted todo esto? ¿Está hablando de mi madre?
- No, hijo, no. Espera. La séptima noche, tu padre volvió a acostarse con su mujer, y yo me retiré a mi habitación, aunque debía quedarme cerca de ellos hasta la séptima noche. Estaba a punto de dormirme, cuando oí unos pasos fuertes que se acercaban a mi cuarto. Era Akbar. Balbució algo que no alcancé a entender, pero comprendí que algo grave pasaba. Me levanté de la cama y llevé a tu padre al patio, iluminado por el resplandor de la luna. Le pregunté qué ocurría, y me explicó mediante señas: «Fría. La novia está fría.» Fui corriendo a su habitación y sostuve la lámpara de aceite cerca de su cara. Estaba fría como el mármol, hijo mío. Estaba muerta.
- ¿Muerta? -preguntó Ismail-. ¿O sea, que mi madre no fue la primera mujer de mi padre?
- No.
- ¿Por qué nunca me lo ha dicho nadie?
- Yo estoy diciéndotelo ahora, hijo. No tenía sentido que te lo contásemos antes.
Años después, una tarde en que Ismail volvía a casa desde la capital, le dijo a su padre:
- Ven, hay algo que quiero enseñarte.
Sacó de la bolsa la foto de una joven y se la tendió.
- ¿Quién es? -preguntó Akbar por señas.
- No se lo digas a nadie todavía -contestó Ismail-. Tal vez algún día me case con ella.
Akbar examinó atentamente el retrato y gesticuló, con una sonrisa:
- Es guapa. Pero ten mucho cuidado. Obsérvala. Escucha sus pulmones para ver si funcionan bien. Si respira bien. Ya sabes que yo no oigo nada. Pero tú sí, tú tienes buenos oídos. La respiración es muy importante.
- No tienes por qué preocuparte. La he escuchado, y respira como es debido.
- ¿Y el pecho? ¿El pecho no le duele?
- No, nada en absoluto. Ningún dolor.
- ¿Y los brazos?
- Estupendos.
Su padre sonrió.
- Fíjate también en el vientre.
Esa noche, Akbar le contó por primera vez a Ismail algunas cosas sobre su primera mujer. Que tenía muchos dolores. Que padecía una enfermedad en el tórax, o en el interior del pecho, en los pulmones. Seguía sin saberlo a ciencia cierta.
- Ha de tener los senos bien calientes. Fríos no. No, no han de estar fríos.