Una mujer con sombrero

No son los autobuses ni las escuelas

los que han encandilado a Akbar.

Hay algo más.

Estoy nuevamente en el desván y hace calor. Tanto, que casi resulta inaguantable. Estoy leyendo. Bueno, no, no puede decirse que lea; paso revista a las palabras y frases del cuaderno con la punta del lápiz. Luego lo introduzco todo, o al menos las partes del texto que he comprendido, en el ordenador. Es una labor ardua, pues me veo obligado a basar mi historia en los pensamientos imprecisos e ininteligibles de otro. Suelo enfrascarme en la tarea hasta que el dolor de cabeza me impide continuar.

El desván es mi estudio; paso allí casi toda la jornada. Mi pequeña hija va a la escuela y mi mujer trabaja en Lelystad, la capital de la provincia. Cuando ella llega a casa, yo salgo para acudir a mi curso nocturno de Literatura Neerlandesa en la Universidad de Utrecht.

El dolor de cabeza me ataca a menudo, pues no sé cómo sigue la historia. Varias veces me he propuesto abandonar y no dedicarle más tiempo, pero al final siempre la retomo.

Oigo a los niños jugando en el recreo. Ríen y gritan:

- ¡No! ¡No lo hagas!

Me asomo a la ventana. La maestra está mojándolos con el chorro de agua de una manguera, y ellos la mojan a su vez, hasta dejarla hecha una sopa. Ella corre, ríe y se quita los zapatos. Los niños la persiguen. Ella corre, ríe y se quita la blusa.

Hace calor; todo el mundo está sentado al resguardo de alguna sombrilla o bajo un árbol en el jardín. Por todas partes se ven caravanas aparcadas; la gente acaba de regresar de las vacaciones.

Este año no he salido fuera. He preferido dedicar al libro el período de descanso veraniego, deseoso de que cobre forma antes de que comience el año lectivo. Mi mujer y mi hija han pasado unas semanas en casa de unos amigos en Alemania.

Aunque nadie lo hace, debido al calor, yo salgo un momento a correr. Basta de ordenadores y de apuntes de Aga Akbar.

Voy corriendo, alejándome del relato, aunque en realidad me aproximo a él. Corro por un sendero que antes se encontraba en el fondo del mar. Al cabo de un rato llego al malecón. A lo lejos, los veleros permanecen inmóviles, mientras yo sigo corriendo hasta el final del dique. Siento cómo las gotas de sudor deslizan por mis sienes, y el dolor de cabeza desaparece. Ya sé cómo sigue la historia.

Veo las noticias sentado en el sofá. El príncipe Claus, consorte de la reina de Holanda, pronuncia un discurso en un desfile de moda. De pronto, inesperadamente, se desanuda la corbata y la lanza al aire. La televisión lo retransmite a cámara lenta. La corbata sube hacia arriba primero, y luego revolotea despacio hasta caer al suelo.

El príncipe Claus tiene razón: la era de las corbatas se ha acabado, como puede apreciarse en las tiendas de ropa: siempre hay liquidaciones, siempre hay ofertas a mitad de precio, y luego a mitad de la mitad, y al final puedes adquirir una hermosa corbata de seda verde por un florín.

Hace unos meses me compré una corbata de ésas con ocasión de una fiesta de estudiantes y, con ella puesta, me dirigí a la universidad. Nada más entrar en la sala, me la tapé con la mano y fui corriendo a los lavabos. Todos llevaban ropa de diario: tejanos, camisetas… Yo era el único con chaqueta y corbata.

Era la primera vez desde que era adulto que me ponía corbata, aunque la segunda que me la quitaba a hurtadillas y la escondía en el bolsillo. La primera vez fue en mi infancia, cuando acabábamos de mudarnos.

Un buen día, mi padre llegó del trabajo a casa con dos corbatas. La más pequeña, de color verde hierba, era para mí, y la otra, de un rojo chillón, para él.

Me anudó la mía al cuello y luego se acercó al espejo para ajustarse la suya.

- ¿Por qué nos ponemos corbata? -gesticulé.

- Quiero llevarte a la ciudad.

- ¿Y por qué tengo que llevar corbata?

- En la ciudad todos los hombres la llevan.

Tine no estaba en casa. Había ido con mis hermanas a visitar a una conocida que acababa de instalarse en la ciudad, igual que nosotros. Mi padre me dijo que no le comentara nada a ella sobre las corbatas. Yo había aprendido ya en la cuna a no delatar sus secretos.

Fuimos andando al centro de la ciudad, más concretamente a una alameda de cuya existencia yo no tenía noticia, y nos detuvimos en una plaza cuadrada con muchas lucecitas de colores. Había muchos hombres, y también mujeres, todas sin velo. Allí todo era distinto: las personas, los coches, los muchachos que voceaban: «¡Últimas noticias! ¡Últimas noticias!», con un fardo de periódicos bajo el brazo…

En cada esquina se veían hombres con gramófonos que vendían discos, y en el aire flotaba la voz cautivadora de una cantante persa.

¿Quién sería la intérprete? ¿Cuál sería la canción que había puesto aquella tarde el vendedor de discos? Ya no recuerdo la letra y, lamentablemente, no tengo a ningún compatriota a mano para preguntarle. Cierro los ojos y aguzo el oído. No, en mi recuerdo no resuena ninguna letra, ninguna palabra, aunque sí una vieja melodía, «baradán, baradán, baradán…», que se corresponde más o menos con la siguiente canción:

Be rahi didam barge jazan,

oftade ze bidade zaman.

Ei barge paizi,

az man to chera bojrizi (…).

Por el camino vi que el viento

se llevaba una hoja de otoño

que se había caído.

Dime, hoja de otoño,

¿por qué te alejas de mí?

También había vendedores de nueces nuevas y helados, y hombres con corbata. Casi todos llevaban un periódico bajo el brazo o lo hojeaban a la luz de una farola. De pronto, mi querido padre, que no sabía leer una palabra, se sacó de la manga un viejo diario doblado, se lo puso bajo el brazo derecho y echó a andar por la alameda como todos los demás. Lo seguí, preguntándome qué estaría tramando, pero no hizo nada de particular. Se paseó por el perímetro de la plaza y se plantó al lado de una farola. Luego desplegó el periódico, lo sostuvo a la luz de la bombilla y fingió leer. Por un momento pensé que le había dado otro ataque de locura, que tenía razón Kazem Kan: «Está loco, está chalado.»

Al cabo de un rato se puso de nuevo el diario bajo el brazo y echó a andar.

¿Cómo podía yo imaginar que mi querido padre estaba perdidamente enamorado?

Creo que, en su lugar, también yo me habría chiflado por alguna de aquellas mujeres.

Las que nosotros conocíamos eran distintas a las de la alameda. Yo siempre las había visto trabajando, tejiendo alfombras, preparando la comida, rezando, pariendo, llorando, enfermando, acogiendo a algún lobo en su seno… Por primera vez veía mujeres paseándose con zapatos de tacón alto.

De pronto los ojos de mi padre resplandecieron cuando vio entrar en la alameda desde un callejón lateral a una joven con sombrero. Se acercó a ella y, señalándome con el periódico, le explicó con gestos:

- Mi hijo. Habla, oye y lee el periódico.

- ¡Qué muchacho tan listo! ¿Cómo te llamas? -me preguntó la mujer, inclinándose un poco hacia mí.

- Ismail -le contesté con desconfianza.

¿Sabía mi padre en verdad lo que significaba el amor? ¿Era consciente de su condición de enamorado? Quiero decir, ¿sabía que había entrado en el mundo del amor? Ese ferviente deseo orientado a otra persona: el querer estar con ella, cogerle la mano, olerle el pelo, poseerla…, ¿era capaz él de relacionarlo con el amor?

Es necesario haber leído, hablado o escuchado hablar alguna vez del tema. De lo contrario, difícilmente puede saber uno qué le está pasando.

Existe un antiguo libro persa que relata los viajes del ulema Nasredin. Con el fin de comprender el sentido de la vida, Nasredin se lanza a recorrer el mundo a pie. Al llegar a la puerta de Hamadan, se encuentra con una multitud de hombres, mujeres, niños, camellos, burros, caballos, cabras y gallinas; todos siguiendo a un joven. El muchacho llora, baila y balbucea algo ininteligible, se deja caer y se reincorpora, llora otra vez, ríe, corre y se echa tierra en la cabeza.

Nasredin detiene a un anciano y le pregunta:

- Hermano, cuéntame, ¿qué le pasa a ese muchacho?

- Es el amor, que se ha apoderado de él. Todo el mundo ha acudido a verlo para enterarse de cómo es el amor.

Todas las tardes acompañaba a mi padre a la alameda, donde se citaba con la mujer. Nos sentábamos los tres en un banco en la oscuridad, yo me colocaba entre ellos y traducía lo que se decían.

¿Quién era aquella mujer? ¿Cómo se habían conocido? No lo sabía.

En el trabajo, mi pobre padre tenía siempre la cabeza en otra parte. Cosía números equivocados en las alfombras, lo que provocaba un caos en el almacén y en la contabilidad. Un día vino un empleado a nuestra casa para prevenir a Tine:

- No sé qué le ocurre, pero, si sigue así, acabarán despidiéndolo.

Siguió así y lo despidieron.

También en casa se le notaba ausente; se pasaba las horas muertas mirando por la ventana o buscaba algún rincón tranquilo donde sentarse a escribir en su cuaderno. Tine avisó a los parientes:

- ¡Auxilio! ¡Akbar ha sucumbido!

Los persas no necesitan haber vivido el amor en sus propias carnes. En sus cuentos y mitos, incluso en el libro sagrado, el amor está por todas partes. Como cualquier persa, Tine debía de conocer la historia de Sheij y Tarsa.

Sheij, el viejo líder sufí, se dirige a La Meca acompañado por miles de seguidores. En el zoco de una de las ciudades extranjeras por las que pasan conoce a una hermosa tarsa, una cristiana, y se enamora perdidamente de ella. No podía haberle ocurrido nada peor: ¡ir de camino a La Meca y enamorarse de una cristiana! Sheij se olvida de La Meca y, descalzo, va en busca de la muchacha.

En todo el mundo musulmán resonó el mismo estribillo: «¡Sheij ha sucumbido!»

Mi padre y yo, luciendo nuestras respectivas corbatas, estábamos sentados con la mujer en un banco de la alameda, cuando de pronto vi a lo lejos a dos de nuestros caballos. ¡Pero eso era imposible! ¿Cómo podían estar allí los caballos que habíamos dejado en la aldea del Azafrán? Enseguida reconocí nuestro carro, luego oí la voz de mi tía mayor, y a continuación las de las otras mujeres y sus maridos.

Se detuvieron a poca distancia de nosotros bajo la luz de una farola. Mi tía mayor se bajó y fue directamente hacia mi padre. Alargando la mano, lo cogió por la corbata y lo arrastró hasta el carro como si fuera una vaca.

Mientras las otras lo sujetaban, los hombres le quitaron la corbata roja y la tiraron al suelo. Entonces mi tía mayor se acercó a mí, me agarró de la oreja derecha y, arrastrándome a mí también, me espetó:

- ¡Bien hecho! ¡Muy bien hecho, muchacho! ¡Qué bien has cuidado de tu padre!

Los caballos se pusieron en marcha.

Oí que mi padre lloraba, aunque no alcanzaba a verlo bien, pues se había acurrucado detrás de las tías y se tapaba la cara con las manos.

Volví la cabeza para ver si la mujer seguía allí. Estaba plantada a la luz de la farola, sujetándose el sombrero como si soplase un fuerte viento, mientras observaba cómo nos alejábamos.

Al día siguiente, las tías y sus maridos cargaron todas nuestras pertenencias en el carro y nos llevaron a otra ciudad, Seneyán. No sé cómo lo habían hecho, pero ya estaba todo arreglado: nos dieron una casa y mi padre empezó a trabajar en una fábrica textil.

Su trabajo consistía en pasearse continuamente por una larga fila de telares industriales y anudar todos los hilos que se soltasen. No podía distraerse ni un segundo.

A partir de ese momento, casi no lo veía, pues salía de casa antes de amanecer y regresaba por la noche. Cuando llegaba, Tine le servía la cena. Él comía en silencio, se quedaba un rato a la mesa, sentaba a las niñas en su regazo, tomaba un té y luego se tumbaba a dormir.

Siempre durmiendo: ésa es la imagen que tengo de él en aquella época.

Recuerdo que a veces ni se molestaba en quitarse la ropa de trabajo. Decía que sólo quería descansar un rato, pero solía quedarse tan profundamente dormido que ya no lo despertábamos.

- Cubre a tu padre con una manta.

Esa frase de Tine también la he conservado. Yo sabía que tenía que taparlo con una manta, pero no lo hacía por iniciativa propia, sino sólo porque ella me lo pedía. Quizá por eso recuerde sus palabras tan bien, hasta el día de hoy.

La mujer del sombrero había aparecido para dividir en dos partes la vida de mi padre. Supuso el final de una etapa y anunció el inicio otra. Por lo demás, no tenía nada que ver con nosotros, ni nosotros con ella. Llegó, cumplió su misión y se marchó.

En un tiempo Aga Akbar había sido un reparador de alfombras respetado por todos, que galopaba de un pueblo a otro montado en su caballo, con la espalda bien erguida. Tenía el pelo negro y su dentadura resplandecía incluso en la oscuridad. Luego le salieron canas y se le agrió el semblante. Y debía trabajar, trabajar y nada más que trabajar.

Hojeo su cuaderno con la esperanza de recuperar más datos de aquella época. Las páginas no están numeradas; las numero yo a lápiz en el ángulo inferior derecho. En la ciento treinta y cuatro descubro una serie de pequeños dibujos que parecen representar lunas: una nueva, una creciente, una media luna, una menguante, una llena y, de pronto, una oscura y otra roja.

Del primer período de su vida le había quedado una costumbre muy especial: dondequiera que estuviese y cualesquiera que fuesen las circunstancias, las noches de luna llena nunca salía de casa. Cuando todos dormían, apoyaba la escalera contra la pared, subía a la azotea y se instalaba allí a mirar la luna, canturreando.

¿Canturreando?

¿Qué podía canturrear, si no se sabía ninguna melodía ni letra, ni conocía ningún canto del eternamente enamorado poeta medieval Baba Taher, ni había oído hablar de los poemas amorosos del famoso líder sufí?

Aquella luna llena se la había llevado consigo de Ispahán. La noche de Ispahán estaba repleta de estrellas y la luna colgaba como una lámpara celestial por encima de las mezquitas encantadas.

Si uno se encuentra en la plaza de Nagshe Yahan en una noche clara y extiende los brazos, puede poner la luna en la palma de su mano. Los antiguos poetas persas siempre la atrapaban de ese modo en sus versos.

A Aga Akbar también lo cautivaba aquel cielo. En sus noches solitarias subía a hurtadillas al tejado de la mezquita de Yome, se sentaba en el suelo, se rodeaba las rodillas con los brazos y se quedaba mirando la oscuridad. La noche lo unía con lo inexplicable, con Alá y con el amor. Tal vez la mejor manera de describirlo sea citando los siguientes pareados de un antiguo poema épico:

Az neistan chon mara bobidré an

az nafiram mardo zan nalidé an.

Sitie jaham shárhe shárhe az feraj

ta beju yam sharhe dárde esh tiyaj…

Todo persa conoce este poema, o al menos estos cuatro versos, que se cantan cuando se está enamorado.

Si bien Akbar nunca pudo oír la letra, canturreaba esa canción.

Trata de una caña que es cortada del cañaveral para fabricar una flauta. La caña se queja así:

Desde el preciso instante en que me cortaron,

todos me tocan y comparten conmigo sus nostalgias, sus anhelos.

Yo también busco un corazón que el anhelo haya quebrado,

para compartir con él mi propia nostalgia.

Un buen día pedí prestado un proyector de películas. Al caer la noche, cuando salió la luna llena y mi padre se disponía a trepar hasta la azotea por la escalera de mano, lo agarré de la manga y le dije:

- ¡Ven aquí! Voy a enseñarte algo.

Él se resistió; quería ir a ver su luna.

- Escúchame, no hace falta que subas al tejado. Te tengo preparada una luna en el cuarto de estar.

No entendió.

- La luna -le indiqué por medio de gestos-. La he metido en ese aparato. Para ti. ¡Ven a mirar!

Mi padre esbozó la típica sonrisa que exhibía cuando no entendía lo que intentaba explicarle. Le acerqué una silla y corrí las cortinas.

- ¡Siéntate! -gesticulé antes de apagar la luz.

Él vaciló un momento y luego se sentó, con la mirada fija en la pantalla.

Encendí el proyector. Primero aparecieron unas palabras en inglés, seguidas bruscamente de una luna nueva. No se percibía aún ninguna reacción por parte de mi padre, que continuaba observando en silencio. De forma sucesiva fueron surgiendo en la pantalla una luna creciente, una media luna y una luna llena. Mi padre se volvió y me buscó con la mirada, detrás del aparato.

Ésa no era la luna de Ispahán, sino la de Estados Unidos, inalcanzable y con un fondo de color azul oscuro. A continuación, la pantalla mostró el Apollo XI.

¿Era capaz mi padre de entender la relación existente entre la luna y el Apollo XI?

Unos minutos después, el cohete alunizaba y, por primera vez en la historia, el hombre ponía el pie en la superficie lunar. Apagué el proyector y la luna desapareció. Mi padre permaneció sentado en la silla, con las manos apoyadas en las piernas, como si estuviese rezando. No encendí la luz; dejé que siguiera un momento más así. Me quedé mirándolo, mirando a mi querido y anciano padre. Sólo apreciaba su sombra y su cabellera gris, centelleante en la oscuridad.