Un árbol de Navidad en los apuntes de Akbar

Llévate mi abrigo, que en las montañas hace frío.

Después de haber metido la multicopista en el maletero del coche con ayuda del vecino y haberme marchado de casa, interrumpí la escritura. Salí a la calle y me dirigí al centro cultural del barrio. Allí caí en la cuenta de que era diciembre: el último del siglo.

En la plaza del barrio vi a un campesino holandés apilando árboles de Navidad y a niños eligiendo uno con la venia de sus madres. Los escaparates de las tiendas estaban adornados. Era la primera vez que me fijaba en esas cosas. Ese año, la Navidad era distinta para mí, para nosotros. Parecía como si fuese la primera que pasaba en Holanda. ¿Por qué me había resultado tan indiferente hasta entonces?

Compré un árbol, uno joven de color verde claro. Habitualmente, era mi mujer la que se encargaba de ese tipo de cosas. ¿Cómo se explicaba que en esa ocasión no sólo viese que se acercaba la Navidad, sino que incluso llevase un árbol a casa?

Al verme llegar con él, mi esposa exclamó sorprendida:

- ¡Pero cómo es posible! ¡Ismail ha comprado un árbol de Navidad!

¿Era casualidad?

Tal vez fuese porque estaba dando los últimos retoques a los apuntes y eso suponía un gran alivio para mí. Una vez había conseguido dar forma, prácticamente, al libro de Aga Akbar en lengua neerlandesa, quería incluir en él un árbol de Navidad. Uno adornado con luces de colores, angelitos, corazones y un par de campanillas doradas.

Las últimas semanas me había sentido tan cansado que necesitaba cambiar de aires. Otros años habíamos hecho las maletas y nos habíamos ido a Alemania, Bélgica, Inglaterra o Suecia a visitar a algún amigo. Pero esas Navidades quería pasarlas en Holanda. En busca de una casita de alquiler en un lugar de vacaciones, fuimos desfilando por distintas agencias de viaje, pero en todas partes nos hacían la misma pregunta, extrañados: «¡¿A estas alturas?!»

Cuando estudié la carrera de Física, leí muchos libros de matemáticas. Según las estadísticas, entre todas aquellas casitas ocupadas tenía que haber alguna vacía.

Y en efecto, así fue. Encontramos un chalet porque alguien había cancelado su reserva. Era demasiado caro y grande para nosotros, pero, por suerte, mi mujer sabe resolver muy bien ese tipo de pormenores. Llamó enseguida por teléfono a una amiga, que también le apetecía pasar las Navidades en algún sitio, en compañía de su hija, e hicieron todos los arreglos necesarios.

Cuando partimos, me llevé los papeles de mi padre con la esperanza de poder concluir el relato.

El cámping quedaba en algún lugar de Frisia, entre las ciudades de Drachten y Leeuwarden. Cuando llegamos, había una espesa niebla que nos impedía apreciar los alrededores y pasamos la tarde contemplando campos grisáceos.

Me pareció una buena idea celebrar la Navidad y el Año Nuevo con la amiga de mi esposa. Desde el principio reinó un ambiente festivo en el chalet. Nos pusimos a decorarlo para la ocasión. No habría hecho falta que hubiéramos llevado nuestro arbolito, pues la casa ya tenía uno incluido. Si yo me encargaba de la compra, las mujeres harían el resto y ya no me necesitarían. De ese modo, podría dedicar unas horas cada día a los apuntes. Quería acabar el libro antes de empezar el nuevo siglo.

- ¿Dónde estás? -gritó mi mujer.

- Aquí arriba.

- ¿Te apetece tomar un café con nosotras?

Bajé a reunirme con ellas.

- Acabo de mirar por la ventana de la habitación -dije-. Parece como si estuviéramos en una casita en las nubes. No se ve más que una bruma gris. Si esperamos a que se disipe para salir, estamos arreglados. ¿Habéis pensado algo?

- No sé -contestó mi mujer-. Cuando hayamos deshecho el equipaje, quizá vayamos con las niñas a la ciudad. ¿Te apuntas?

- No, prefiero quedarme. En la guía del cámping he leído que a unos cinco o seis kilómetros a pie hay un pueblecito con un café. Creo que iré a dar una vuelta por allí.

Ellas decidieron coger el autobús a Leeuwarden, la capital de Frisia.

Me puse los zapatos de marcha, cogí el bloc de notas y me lancé a la búsqueda del café.

Aunque seguí las indicaciones mencionadas en la guía, me topé con un río, o un lago quizá, que me impedía continuar. De pronto, en medio de la niebla, surgió un transbordador, pilotado por un hombre barbudo de cierta edad que maniobraba para acercarlo al muelle.

- ¡Suba! -me dijo con un cerrado acento local.

- ¿Que suba? ¿Para ir adónde?

- Al otro lado.

- Yo estoy buscando un pueblecito donde hay un café.

- ¡Suba! -repitió el hombre.

- Tenía entendido que debía andar unos cinco o seis kilómetros -le dije tras embarcar.

- Sí, es posible -repuso-, pero no ha elegido un camino equivocado.

Después de unos minutos de travesía, la embarcación se detuvo en la otra orilla y el barquero me señaló unas lucecitas en la niebla.

Se trataba de un pueblecito tranquilo con dos hileras de casas viejas. En el centro, a un lado de una pequeña plaza, divisé un típico café tradicional holandés con un letrero de Heineken colgado sobre la puerta. Eché un vistazo al interior para ver si había alguien. Un hombre mayor atendía la barra; por lo demás, el establecimiento se hallaba vacío.

- ¿Está abierto? -pregunté alzando un poco la voz al entrar.

- ¡Por supuesto, adelante! -me respondió el hombre.

Me senté junto a la ventana para poder mirar hacia fuera.

- Un café, por favor.

Era un sitio tranquilo, ideal para escribir un rato.

- ¿Cómo lo quiere? -me preguntó el hombre.

- Solo. No, mejor póngale un poco de leche, por favor.

Con la multicopista en el maletero, emprendí la retirada. ¿Cómo desprenderse de un trasto así en una ciudad con un tráfico tan intenso como Teherán?

Si era cierto que corría peligro, no debía circular por la vía pública en mi propio coche.

Quería terminar las cosas como es debido. No como un miedica, sino como un combatiente que había llegado al final del camino. Dejar la máquina abandonada en una acera y salir pitando no era propio de alguien que está deseoso de luchar. Sin duda, la multicopista acabaría en alguna comisaría, lo que tendría cuando menos dos consecuencias: en primer lugar, se pondrían a buscar enseguida huellas dactilares en la superficie y, en segundo lugar, cualquier agente de los servicios secretos, en cuanto la descubriese así, tirada en la acera, sacaría inmediatamente la conclusión de que estábamos asustados, muertos de miedo, que lo habíamos tirado todo por la borda y que habíamos huido despavoridos.

Tenía sentimientos encontrados. En mi fuero interno me alegraba porque iba a librarme de la multicopista, pero al mismo tiempo no quería deshacerme de ella. Era como si mi vida estuviese ligada a esa máquina. Mientras estaba metida en el maletero del coche, era como un ancla para mí. Luego, cuando no la tuviese, ya no me quedaría ningún asidero. Ya no sería nada. Sobraría.

Decidí no tirarla.

Quién sabe si en algún momento volvería a ser de utilidad. Incluso era posible que recomenzáramos después de un tiempo. La devolvería al desguace donde había ido a recogerla, pero tenía que darme prisa.

Eran casi las cinco y media de la tarde y no sabía a qué hora cerraban. Mientras me dirigía hacia allí, reflexioné sobre lo que iba a decirles. O tal vez no les diría nada; me limitaría a arrastrar la multicopista hasta el cobertizo. Ya veríamos.

Al cabo de aproximadamente una hora llegué al desguace. En la pequeña oficina todavía había luz. Aparqué y bajé a comprobar si la verja estaba abierta, pero ya habían echado el cerrojo.

- ¿Hay alguien? -grité.

Nadie, por lo visto.

Me cercioré de si se podía entrar en el cobertizo por detrás. No. La única alternativa era dejar la máquina delante de la verja y partir.

En ese momento se apagó la luz del despacho. Me quedé esperando. De detrás de un montón de chatarra apareció alguien. No logré distinguir si se trataba del portero o de algún empleado de la oficina. Cuando se acercó, vi que era un hombre mayor con una especie de gorra de campesino en la cabeza, aparentemente el portero.

- Buenas tardes -le dije.

- Buenas tardes -contestó con acento afgano. Era uno de aquellos refugiados que habían entrado en el país a millares en los últimos años-. ¿Busca a alguien?

- No. Hace unos meses vine a recoger una multicopista del cobertizo. No sé si usted estará al tanto…

- Pues no.

- No importa. El caso es que ya no la necesito y quería devolverla, pero he visto que la verja está cerrada. La tengo en el maletero. Vengo de lejos, y me resulta un poco complicado llevármela de nuevo a casa, pues pesa mucho. ¿Me permitiría dejarla donde estaba? Le quedaría muy agradecido.

Se lo pensó un momento.

- ¿Quién le dio esa máquina?

- Fue un arreglo a través de varias personas. Me dijeron que fuese al cobertizo y que la cogiese sin más. Es una máquina que está más para el desguace que para otra cosa. Por eso he venido a devolverla.

- Está bien, vaya a buscarla. Pero ahora están todas las luces apagadas. Déjela aquí dentro y mañana yo me encargaré de llevarla al cobertizo.

- Se lo agradezco.

Abrí el maletero, saqué con dificultad la multicopista y la deposité en el suelo. Envuelta en la manta, la arrastré al interior y la dejé allí.

• • •

- ¿Otro café? -me preguntó el camarero.

- Sí, gracias. Estaba muy bueno.

- ¿Está escribiendo un diario de las vacaciones?

- No. Bueno, en realidad sí, es una especie de diario.

- ¿Lleva mucho tiempo en Holanda? Veo que escribe muy deprisa…

- Sí, es verdad, pero cometo muchos errores. Luego, en casa, me tocará corregirlos.

- Habla muy bien el neerlandés. ¿De dónde es?

- De Irán. De Persia.

- Ah, ya. Supongo que habrá advertido que tengo alfombrillas persas en las mesas. No son auténticas, pero son bonitas. El dibujo, los colores… No le molesto más. Me imagino que está hospedado en el cámping, con la familia.

- Así es.

La niebla se había disipado y la gente del pueblo había salido a pasear por la calle mayor luciendo su ropa de fiesta. Un grupo de hombres de la edad de mi padre entró en el café. Saludaron al dueño y se pusieron a hablar entre ellos en dialecto, a voz en grito. Su presencia le dio al local un toque de alegría.

El camarero me sirvió el segundo café y dijo:

- No creo que pueda seguir escribiendo con este…

- No se preocupe. No me molesta.

Como habíamos acordado, después de desprenderme de la multicopista tenía que dejar el coche en cualquier parte y largarme.

Esas cosas se hacen sin pensar que en algún momento pueden convertirse en realidad.

Pero debía acatar lo pactado, pues de lo contrario pondría en peligro a los demás. Disponía de mucha información sobre el partido y conocía a muchos camaradas, además de saber sus domicilios. Si la policía me detenía, me arrancaría todos esos datos, uno por uno. De modo que no podía vacilar. Tenía que deshacerme del coche.

Y cuando ya me hubiera librado de él, ¿qué debía hacer? ¿Qué otra cosa habíamos convenido?

Mientras conducía en la oscuridad, se me ocurrió que podía dejarlo detrás de la casa de mi padre. No, mejor no. Era probable que permaneciese allí durante meses, por lo que no resultaba un lugar adecuado. ¿Detrás de la tienda entonces? Allí había un pequeño solar por donde no pasaba nadie. Incluso parecería natural que un automóvil estuviese allí un tiempo prolongado. Durante la guerra era frecuente ver en el mismo sitio coches averiados para los que era imposible conseguir piezas de recambio.

Di media vuelta y tomé la carretera que conducía a nuestra ciudad. Llegaría allí pasada la medianoche, una hora muy buena. Mi padre ya habría vuelto a casa y las calles estarían desiertas.

Era casi la una menos cuarto cuando llegué a nuestra calle. Un perro que husmeaba entre la basura se esfumó en la oscuridad al oír el ruido de mi coche. En la casa de mis padres, las cortinas estaban echadas, como siempre, pero había luz. ¿Es que aún no se habían acostado? En la cortina se dibujó la figura de Tine. «Está despierta -me dije-. ¿Habrá ocurrido algo?» Sentí el impulso de entrar, pero la casa se me antojó un coto vedado. Lo que ocurría detrás de aquellas cortinas ya no tenía nada que ver conmigo, aunque pensé que igual podía pasar un momento, saludar a todos y marcharme.

Aparqué, pero, cuando iba a bajarme, vislumbré tras las cortinas la sombra de mi padre con los brazos en alto.

Era mejor no saber lo que estaba pasando. Tenía que irme de allí. Mi objetivo era otro. Arranqué y seguí mi camino.

Yo estaba habituado a ver siempre alguna luz encendida en la tienda de mi padre. Pero aquella vez todo estaba apagado. Reduje la velocidad, pasé por delante de la puerta y torcí a la derecha para dirigirme a la parte trasera. Me detuve y apagué el motor, por miedo a despertar a los vecinos. Bajé del coche y lo empujé hasta el árbol añoso. De pronto percibí una tenue luz en el ventanuco del almacén, donde una vez habíamos dado cobijo a Yamila.

Pensé que se trataba de un error de apreciación, que me había engañado la vista.

Cogí todos los papeles del coche y cerré la puerta con llave. ¿Qué hacer con los documentos y la llave? Lo más probable era que no me hiciesen falta durante mucho tiempo. O tal vez nunca más. Metí la llave entre los papeles y me acerqué al ventanuco con la intención de echarlo todo dentro por una rendija del marco.

Al día siguiente, en cuanto mi padre viese el coche detrás de la tienda, comprendería lo que pasaba. También acabaría encontrando la documentación y la llave en el almacén.

Pude deslizar fácilmente los papeles por la ranura, pero la llave se negaba. Como el marco era viejo, quité un trocito de madera podrida con la punta de la llave y la empujé hacia dentro. Cuando cayó al suelo, vi una sombra que se movía en el interior. Antes de que ocurriese algo grave, le susurré:

- No te asustes. Todo está en orden. No pasa nada.

¿Quién podría ser? ¿Cascabelito? ¿Amigos suyos? ¿Estaría mi padre al corriente? No entendía nada, ni falta que hacía. Yo ya era un extraño en aquel lugar y mi objetivo era desaparecer, alejarme de allí.

Ya había abandonado mi casa y me había deshecho de la multicopista y del coche. Ahora me tocaba a mí. Nunca había imaginado que alguna vez llegaría ese día. No podía ir al centro, pues podrían detenerme en cualquier momento. Tenía que salir de la ciudad.

Después de casi una hora de marcha, dejé atrás los edificios y aparecieron ante mi vista las montañas y la cumbre del monte del Azafrán. Me sentía como una manzana que ha caído de la rama: nadie podía devolverla a su sitio. Debía tomar el camino que me llevaría hasta el otro lado de la cordillera. ¿Abandonar el país? En ningún momento se me había pasado por la imaginación.

¿Cómo iba a dejar a mi padre, a mi madre, a mis hermanas? Ni siquiera me había despedido de mi mujer y mi hija. No, al menos tenía que llamar a Safa y comunicarle que me iba unos meses, tal vez menos, o tal vez más.

Volví al centro en busca de un teléfono público y marqué el número de la abuela de mi mujer. Safa comprendería enseguida que era yo. ¿Quién si no yo llamaría a esas horas de la noche? No tardó mucho en responder.

- Hola, soy yo -le dije apresuradamente-. ¿Cómo estás? ¿Y Nilúfar? Oye, no tengo muchas monedas. Quería decirte que debo desaparecer durante un tiempo.

- ¿Desaparecer? -me preguntó medio dormida-. ¿Por qué? ¿Adónde irás?

- Todavía no lo sé. Pero es necesario. En cuanto encuentre un sitio seguro te llamaré. Dale recuerdos a tu abuela. Un beso.

- Vale. Suerte.

La realidad era dura. No podíamos seguir hablando; ella lo sabía. Había que suprimir las emociones. Un militante no podía realizar llamadas telefónicas largas. Había que transmitir brevemente el mensaje y colgar enseguida.

Siempre pensé que algún día mi mujer me diría: «No podemos seguir así. Ya sé que cuando nos conocimos tú ya habías elegido tu camino. Fue culpa mía. Debí darme cuenta de que sería víctima de tus sueños.»

Sin embargo, nunca pronunció esas palabras. Y yo constaté con sorpresa que se alegraba de que me fuese. Por intuición, debió de comprender que, también para su propia tranquilidad, existía sólo un camino: el que llevaba al monte del Azafrán.

Al salir de la cabina telefónica, vi gente en la calle y caí en la cuenta de que era viernes.

Mi padre solía ir a la casa de baños antes del amanecer, como todos los fieles, y luego a la mezquita para asistir a la oración de los viernes. Era un ritual que había practicado a lo largo de toda su vida. De niño, yo siempre lo acompañaba. Él me despertaba de madrugada y me daba la bolsa de los baños. Se ponía en marcha y yo lo seguía, adormilado.

Miré el reloj. Faltaba media hora para que saliera el sol. Si me daba prisa, lo encontraría en algún punto entre los baños y la mezquita. Me dirigí a la mezquita. Ya no era arriesgado caminar deprisa, o aun corriendo, por la ciudad en penumbra, pues todo el mundo pensaría que me apresuraba para llegar a tiempo al rezo.

Entré en la mezquita junto con los demás. Miré por la ventana hacia el interior de la sala de oración para ver si estaba allí mi padre. No estaba. Di media vuelta y me dirigí a la casa de baños.

¿Justo aquella mañana no había acudido a rezar? ¿Habría ocurrido de verdad algo grave en casa que le impedía acudir a la mezquita?

Al salir de un callejón, me pareció ver su figura. Reconocí su manera de andar, sin levantar del todo los pies, sino más bien arrastrándolos por el suelo, algo que se había agravado con el paso del tiempo.

Me aposté en un rincón. Mi padre pasó a mi lado, absorto en sus pensamientos. Fui detrás de él y le di una palmada suave en la espalda. Se giró.

Salam -gesticulé.

Me miró con sorpresa.

- ¿Qué haces aquí? ¿Has estado en la tienda?

- He de hablar contigo. ¿Tienes un momento? He venido a despedirme.

- ¿Cómo?

- Me marcho.

- ¿Adónde?

- Al monte del Azafrán. Y luego al otro lado.

- ¿Al otro lado?

Guardó silencio. Sabía a qué me refería. En sus años mozos había visto a muchos hombres y mujeres atravesando a hurtadillas los almendrales en la oscuridad para ir al otro lado. Gente que pasaba por casa a pedir algo de comer. Personas a las que los gendarmes detenían y se llevaban en un jeep.

- ¿Cuándo te vas? -gesticuló.

- Ahora mismo, antes de que salga el sol.

- ¡Pero si no llevas nada! Espera, voy a comprarte algo de pan -me indicó, tras lo cual se dirigió a la tahona, que abría bien temprano los viernes por la mañana.

¿Era consciente mi padre del significado de mi huida? No esperaba que tuviera una reacción tan serena. Quizá iba a comprar pan para poder pensar por el camino.

Regresó con una barra recién hecha en la mano. La dobló como si fuese un periódico, la envolvió en su pañuelo y me la dio.

- Toma, te hará falta.

• • •

Caminamos juntos hacia las afueras de la ciudad, en dirección a las montañas.

A la luz de una farola, le expuse brevemente los hechos. Que habían detenido a mis compañeros y que me cogerían también a mí si no desaparecía. Le conté que había dejado el coche detrás de la tienda, bajo el árbol, y que había echado los papeles y la llave por el ventanuco. Lo miré a los ojos para ver si estaba al corriente de la presencia de una persona en el almacén. No detecté nada.

Quise preguntárselo, pero no lo hice. Si él hubiera sabido algo y lo hubiera considerado necesario, me lo habría dicho. Por otra parte, quizá fuese un asunto de Cascabelito, y en ese caso no era necesario decirle nada.

Estaba a punto de salir el sol, y mi padre iba a faltar por primera vez a la oración.

- ¿No vas ir a la mezquita?

- No -gesticuló.

Era obvio que sabía el motivo de mi partida.

Llegamos al cementerio, a donde a esas horas tempranas acudían las madres con sus alfombrillas bajo el brazo a rezar por sus hijos asesinados.

Por aquella época, muchos hombres y mujeres jóvenes contrarios a los imanes morían ejecutados. Al principio no permitían que las familias enterraran los cadáveres de sus hijos en el cementerio, pero después sí, aunque estaba prohibido visitar las sepulturas de los muertos. Por eso, las madres lo hacían los viernes de madrugada al amparo de la oscuridad.

Con paso vacilante, nos acercamos a la tumba de mi primo y amigo Yawad, recientemente asesinado. Me hinqué de rodillas junto a la lápida, cogí un guijarro y di con él unos golpecitos contra la losa para despertarlo.

- Adiós, Yawad. Me voy.

Cuando el sol apareció por encima del monte del Azafrán, mi padre se quitó el abrigo largo que llevaba.

- Toma. Al otro lado del monte del Azafrán hace frío.

- No, quédatelo tú, que si no cogerás un resfriado.

No me hizo caso.

Ese abrigo, ese viejo abrigo negro, sigue colgado en mi armario hasta el día de hoy.

Mi padre señaló las montañas y comenzó a gesticular:

- Conoces el camino. Hasta la cumbre del monte del Azafrán no tendrás problemas. Cuando llegues al otro lado, aprieta el paso, pues allí no da el sol por la tarde, y al anochecer sopla un viento fuerte. Aunque te canses, no te detengas, sigue andando. No lo olvides. Evita siempre las vías del ferrocarril, para que no puedan descubrirte los gendarmes. Una vez arriba, toma el otro camino, el de las cabras monteses. Así nadie podrá verte, ni siquiera con prismáticos.

Quise decirle que no estaría mucho tiempo fuera, que regresaría pronto, pero no lo hice. Quise mirarlo a los ojos, pero no me dio ocasión. Bajó la vista a mis zapatos y gesticuló.

- Aunque no son los más adecuados, te servirán.

Quise abrazarlo, pero se escabulló. Señalando la cumbre del monte del Azafrán, me indicó:

- ¡Vete ya!

Me puse en marcha. Mientras ascendía, volvía la cabeza una y otra vez para mirar hacia abajo, hacia la puerta del cementerio, donde estaba mi padre.