Mossadeq

Aga Akbar no escribió nada

sobre un período muy importante

de la historia del país.

Acudo a otra persona para pedirle información

al respecto.

Ayer estuve hojeando la primera parte del libro y observé que faltaba un período fundamental de la vida política de mi país.

Es natural que, si Aga Akbar no sabía nada de política, no escribiese sobre el tema.

Aunque prefiero no hablar de eso en este libro, a veces resulta inevitable. Al menos tendré que relatar los acontecimientos más significativos, pues los cambios más importantes que se produjeron en la vida de Akbar no fueron sino consecuencia de las transformaciones radicales que sufrió la situación política del país.

La mudanza de mi padre a la ciudad, por ejemplo, tuvo su origen en un terremoto político: la ayuda ofrecida por Estados Unidos al sha para que ascendiera al trono.

Quería contar algo acerca de Mossadeq, pero ¿dónde encontrar los datos necesarios?

Seguro que en la biblioteca de la universidad los hallaría a montones; sin embargo, yo no buscaba un enfoque puramente histórico, pues eso implicaría apartarme demasiado de los apuntes; prefería esbozar un claro retrato de él mediante un par de simples líneas, pero ¿cómo?

Se me ocurrió una idea: llamar a Igor.

- Buenos días, Igor. Soy Ismail.

- Buenos días, Ismail. ¿Qué se te ofrece a estas horas de la mañana?

- ¿A estas horas? No es tan temprano. ¿No sueles levantarte a las seis y media? No me digas que aún estás en la cama…

- Pues sí. Por lo general ya suelo estar levantado, pero hoy no es el caso, muchacho. La verdad es que no me apetece nada coger el periódico, ni el bolígrafo, ni el papel. Debe de ser la edad… Bueno, dime qué se te ofrece.

- Nada fuera de lo común. Sólo una pregunta, pero no hace falta que me la contestes enseguida; ya me pasaré por tu casa un poco más tarde. Quisiera saber algo sobre Mossadeq.

- ¿Mossadaq? ¿Qué? ¿Quién diablos es ése?

- No es Mossadaq… Su nombre es Mossadeq. Seguro que alguna vez has leído algo acerca de él, aquel viejo persa que fue primer ministro tras la caída de Reza Kan Pahlevi…

Igor es un viejo periodista amigo mío. Antes vivía en Amsterdam, a orillas de un canal, pero como ya no le quedaba sitio para un solo libro ni disco más, vendió la casa tras jubilarse, después de pensárselo un par de años, y se trasladó a la tranquilidad del pólder.

Lo conocí el mismo día en que se mudó. Hacía calor y yo había salido a correr. Justo después del nuevo cementerio, se erguía frente al dique una casa aislada con magníficas vistas al mar. Era hermosa, pero se notaba que llevaba un tiempo deshabitada. En la acera vi aparcado un camión enorme y a un hombre mayor con sombrero dando indicaciones sobre los lugares de la casa a donde había que llevar las cajas repletas de libros.

- ¡Tenga cuidado! ¡Ahí van mis carpetas! -le advirtió secamente a un operario. Y luego, casi desgañitándose, gritó-. ¡Ay, Dios mío! ¡Me van a destrozar todos los libros!…

Me detuve a curiosear un momento, fascinado por aquel hombre con tantos libros y sombrero.

- ¿Y tú que estás mirando? -me dijo-. ¡Ven a echarme una mano con esta caja!

Me acerqué y lo ayudé a cargar una gran caja con siete gatos que maullaban al unísono. A partir de ese día nos hicimos amigos.

Igor vive solo con sus siete gatos. A lo largo de casi cincuenta años ha ido recortando todas las mañanas, siempre con las mismas tijeras, un sinnúmero de artículos, que guarda clasificados y archivados en cientos de carpetas.

Sin duda tendría alguna relativa a Mossadeq, pero la cuestión era si existía alguna probabilidad de encontrarla entre tantas.

Fui a su casa. Él no suele bajar a abrir, sino que se asoma a la ventana para ver quién es y tira de una cuerda larga.

- ¿Sabes que en las tiendas venden porteros automáticos? Son mucho más prácticos que esa cuerda tuya -le grité desde la calle. Siempre que iba a visitarlo le repetía lo mismo.

- ¡Calla, muchacho! Adelante, pasa…

Nada más entrar, los siete gatos se te echan encima.

- ¿No te encuentras bien? ¿De verdad estás en la cama o…?

- Cuando uno lleva cincuenta años levantándose todos los días a las seis y media, sigue haciéndolo aunque se vaya a morir. Pasa, pasa. No estoy enfermo ni en cama. Estoy viejo nada más; eso es todo. Así que quieres saber algo sobre Mossadeq… ¿A qué viene ese interés tan repentino por ese hombre?

Quise explicarle para qué necesitaba la información, pero él continuó hablando, como de costumbre. Además, todavía no le había comentado nada de los apuntes. Tenía que decírselo, pero no me atrevía.

- Como ya sabes, mi adicción a los periódicos me viene de lejos -siguió-. Cuando tenía unos diez años, leí algo sobre un político de tu país que lloró al ser destituido… Pero esa anécdota tú debes de conocerla mejor que yo Lo que yo sé de ese hombre es que quiso nacionalizar la compañía petrolífera anglo-iraní, lo cual, dicho sea de paso, en aquel momento me pareció una iniciativa muy acertada. Sírvete café, muchacho. Allí en la mesa te he dejado una taza muy bonita. Creo que es oriental. La compré en un mercadillo…, no, en la fiesta de la reina en Amsterdam. El café sabe distinto en esa taza. Ese tal Mossadeq… No sé mucho de él. Estoy seguro de que tengo una carpeta, pero no logro encontrarla; creo que no era del agrado de sha, y lo metió en la cárcel. No sé si lloraba a menudo, quizá sólo lo hiciese una vez. Por aquel entonces no había televisión, pero en los cines, antes de proyectar la película, ponían un informativo con noticias de todo el mundo. El llanto de Mossadeq supuso un gran alivio para mí: por fin un político expresaba sus emociones en público. Durante muchos años, tuvimos en Holanda un presidente de gobierno muy respetado, llamado Drees, al que nunca se le veía reír; y llorar, ya ni te cuento, imagínate. Tal vez lo hiciera alguna vez en su casa, pero, claro, ahí la televisión no entraba. En Holanda no es habitual que un hombre muestre sus emociones en público; tiene que saber contener las lágrimas… ¿A que sabe distinto el café en esa taza? Coge una galleta, la lata está en… ya no sé dónde la he puesto. Siempre la escondo en alguna parte, por los gatos. Se ponen a jugar con ella y me rompen todas las galletas. Es posible que la haya metido allí, detrás de las carpetas… Llorar un poco en un funeral, sí, eso se puede hacer. Yo lloro cuando me apetece. No sé si me viene por parte de madre o de Mossadeq, no sabría decirlo… El sha dejó vivir a Mossadeq, lo cual fue todo un gesto de buena voluntad. Entonces yo no le tenía ninguna simpatía al sha, pues era amigo de nuestro príncipe Bernardo. Sabes quién es, ¿verdad? El marido de la anterior reina, el padre de Beatriz, de quien lo único que se sabe es que casi todos sus amigos eran unos impresentables. Mis análisis son a menudo resultado de mis emociones y sentimientos, y éstos me indican que el sha era el malo impresentable y Mossadeq, el bueno. ¿Dónde habré puesto esa lata de galletas?

Aunque eso fue todo lo que Igor supo decirme sobre Mossadeq, me indicó dónde, más o menos, podría localizar los recortes correspondientes.

Estuve horas sentado en cuclillas, rebuscando datos entre sus carpetas. He aquí lo que encontré:

Mossadeq: de 1921 a 1925, ministro de Justicia, Hacienda y Economía, sucesivamente. En 1944 resultó elegido diputado al Parlamento. En 1950 fundó el Frente Nacional. En 1951 fue nombrado primer ministro y, acto seguido, nacionalizó la compañía petrolífera anglo-iraní, lo que originó un conflicto con Gran Bretaña. En 1952 fue obligado a dimitir, pero tres meses después, tras una revuelta, fue restituido al cargo. Apoyándose cada vez más, al parecer, en las fuerzas de izquierda, puso coto al poder del sha, el hijo de Reza Kan, que se vio forzado a abandonar el país. Sin embargo, regresó con la ayuda de Estados Unidos, derrocó al gobierno nacional y detuvo a Mossadeq.

Cuando Churchill se enteró de que lo habían condenado a arresto domiciliario de por vida, alzó la copa y dijo: «Estaba loco. Era un hombre peligroso.»

Mossadeq no era peligroso en absoluto, sino el orgullo del país.

Sus seguidores fueron arrestados a millares, a muchos de ellos los ejecutaron y cientos huyeron. La mayoría militaban en el partido de izquierdas del país, de tendencia prosoviética, que estaba en contra del sha y se oponía terminantemente a la llegada de los estadounidenses.

Confiados en el gran número de adeptos con que contaban, pensaban que pronto conquistarían el poder. Incluso se permitían estar descontentos con la política de Mossadeq, pues en su opinión hacía demasiadas concesiones al imperialismo; y por ese motivo no pudieron apoyarlo a tiempo cuando el sha regresó. Tras la caída de Mossadeq, el partido se desintegró.

Muchos de los que lograron escapar huyeron hacia el monte del Azafrán, con la esperanza de llegar a la frontera soviética. Pero la cosa no fue fácil, pues los gendarmes los perseguían por las montañas con jeeps de fabricación estadounidense. Hambrientos y desesperados, muchos de ellos consiguieron refugio en las casas de los aldeanos.

Probablemente mi padre nunca entendió nada del comunismo, pero sí sabía lo que era un fugitivo.

Un día en que lo acompañé a la aldea del Azafrán, me llevó por la tarde a nuestros almendrales. De pronto, me puso un trozo de pan en la mano, se escabulló entre los árboles y se escondió detrás de un tronco.

- ¿Qué haces? -le pregunté.

- Ven, dame el pan -gesticuló él.

- ¿Qué intentas decirme?

Me arrebató el pan de la mano y echó a correr en dirección a las montañas.

- Antes muchos hombres entraban furtivamente en nuestros campos cuando oscurecía -me explicó-. Yo les daba pan y huían al monte.

Un año después del arresto de Mossadeq se oyó por toda la zona el silbido prolongado de un tren. La máquina se detuvo a la altura de la aldea, algo que nunca había ocurrido.

¿A qué venía aquello?

Azúcar. Terrones de azúcar de Estados Unidos metidos en sacos en los que ponía la palabra «SUGAR».

La antigua palabra persa gand debió cederle el sitio a sugar. Ése fue el primer vocablo inglés que llegó al monte del Azafrán. A continuación, apareció otro: cigarette. Y así se esfumaron paulatinamente las pipas tradicionales.

El término milenario kadjoda, «alcalde», desapareció, y en su lugar se introdujo otro: bajshdar.

El bajshdar era un individuo con corbata que se paseaba por el pueblo en un jeep.

Un buen día, el bajshdar, secundado por el imán local y en presencia de los ancianos del pueblo, se subió a un taburete y colgó en la pared de la mezquita un gran retrato del sha.

Y así fue cómo un buen día el hijo de Reza Kan se convirtió en sha de Persia.

En la escuela no nos enseñaron nada de Mossadeq, pero sí todo sobre el sha. Aprendimos que era hijo de Reza Kan y que éste, a su vez, era hijo de un sha anterior, y éste, de otro anterior a él, y así sucesivamente, retrocediendo dos mil quinientos años en la historia hasta remontarnos a Ciro, el primer rey persa, cuya carta fue cincelada en caracteres cuneiformes en la cueva del monte del Azafrán y que comienza así: «Me llamo Ciro. Soy rey de reyes.»