El final del camino
Ismail no sabe adónde lo lleva el camino.
El poeta holandés R. H. van den Hoofdakker tiene razón cuando habla de las montañas. Aunque ahora vivo en el pólder, sé que he dejado mi ser, y el de mi padre, en aquellas cumbres, del mismo modo en que lo han hecho tantos otros.
En esa postura, tal como
yacen, quizá parezca
una postura, quizá parezca
un permanecer, pero
mientras ellas se yerguen y se hunden
por doquier en derredor nuestro como
cuerpos de tierra durmientes;
la nieve se va derritiendo
en sus flancos y nieve nueva
vuelve a cubrirlos,
es como si nosotros sólo
hubiésemos podido dejar nuestro ser
invisible en este rebaño (…).
El Damawand había pasado a ser un recuerdo; uno de mis sueños se había realizado y eso me hacía sentir bien.
La excursión me ayudó a ordenar mis pensamientos. Decidí aceptar mi destino y opté por la patria. Fui con mi padre en coche a Teherán. Lo llevé a la estación de autobuses y le compré un billete.
- Mira, este autobús te llevará a nuestra ciudad. No tienes que hacer trasbordo. El conductor sabe adónde vas. No nos veremos durante algún tiempo. Buen viaje, y da recuerdos en casa.
- ¿Llamarás de vez en cuando? -gesticuló.
- De momento, no.
- ¿Tampoco pasarás a verme a la tienda?
- Tampoco.
Sólo entonces comprendió por qué había querido escalar con él el Damawand tan de repente. Me miró como si se tratara de nuestro último encuentro. Me desdije de mis palabras:
- No lo sé. Tal vez pase un día a verte.
Nos abrazamos y el autobús partió.
Había quedado en encontrarme con mi enlace dos días después. ¿Lo habrían detenido? ¿Estaría escondido? ¿Se habría refugiado? Confiaba en que acudiría a la cita.
Habíamos convenido un código secreto. Yo tenía que pasar una vez por semana por una escuela determinada y examinar la valla en la que los alumnos solían dibujar con tiza sus graffiti. Si en alguna parte descubría la palabra «Salam», significaba que todo iba bien y que podía reunirme con él en el lugar concertado. Si no la veía, debía buscarla en la pared de otra escuela. Si tampoco la habían dibujado allí, eso equivalía a peligro. Entonces tenía que esconderme de inmediato y, dos días más tarde, dirigirme a otro sitio para encontrarme con otro enlace.
Afortunadamente, hallé la palabra Salam escrita en la valla. Salam, que significa al mismo tiempo «recuerdos», «esperanza» y «salud».
Nos abrazamos.
- ¡Salam, camarada! Salam!
Era como recuperar a un amigo que salía de entre los escombros después de un terremoto.
Fuimos a una cafetería y allí me relató su historia. Los días del partido habían llegado a su fin. De la dirección no quedaba nada. El comité nacional había sido disuelto y sustituido por un pequeño comité central. Teníamos que operar en el más absoluto secreto. Debíamos demostrar a los imanes que el movimiento seguía vivo.
A la mañana siguiente supe cuál era mi nueva misión. Ya no disponíamos de imprenta. Me encomendaron publicar el boletín del partido en un formato más pequeño, pero debía arreglármelas yo solo.
¿Arreglármelas? No había nada que arreglar. Lo único que teníamos era una vieja multicopista, arrumbada en un desguace de las afueras de la ciudad.
Me encargaron que fuera a buscarla, la reparara y me pusiera manos a la obra.
¿Dónde se suponía que debía instalar aquella máquina?
En casa, en mi propia casa, usando a Safa y a la niña de tapadera.
Desde luego no era muy juicioso involucrarlas en aquel asunto, pero no tenía sentido resistirse, y protestar tampoco. ¿Ante quién iba a protestar? ¿Ante mí mismo?
Debía imprimir una tirada de tres mil ejemplares semanales y entregárselos a un nuevo enlace. En condiciones normales habría sido una tarea descabellada, pero aquélla no era una situación normal. Teníamos que luchar contra los clérigos con las manos desnudas.
Sin embargo, no era ésta la parte más difícil, pues, cuando llegan los tiempos duros, los militantes suelen darlo todo. Lo peor era tener que trabajar con una máquina tan vieja en mi propia casa. ¿Cómo iba a subir aquel pesadísimo armatoste a un cuarto piso sin ser visto? En el momento menos pensado, algún vecino saldría a preguntarme: «¿Qué es eso?»
Además, la multicopista resultó ser muy ruidosa. Lo que más me preocupaba era cómo decírselo a mi mujer cuando regresara a casa.
Estaba librando una lucha interior. Debía escoger, o mejor dicho: no tenía alternativa. Opté por el movimiento, dejando de ese modo en la estacada a mi familia.
Puse fin a mis vacilaciones. Llamé a mi esposa y le dije que no podríamos vernos durante un tiempo prolongado.
Las mujeres siempre me han sorprendido. Pensé que ella replicaría, que me espetaría que eso era imposible, que quería regresar a casa y que yo no debía involucrar a todo el mundo en mis sueños demenciales: «No, quiero volver a casa.»
Sin embargo, no lo dijo. Sentí que lloraba. ¿Por quién? ¿Por sí misma? ¿Por nuestra hija? Tenía derecho a una vida normal. Yo sabía que también lloraba por mí, porque ella era la única testigo de mis sueños.
Mi esposa era una mujer normal que amaba la vida y que deseaba vivir tranquila, pero yo no podía ofrecerle esa tranquilidad.
Más adelante sí, cuando se trasladó a Holanda, pero para eso tuvo que pagar un precio muy alto: no poder regresar a su hogar.
Cogí el coche y salí de la ciudad a buscar la multicopista. Llegué al desguace al cabo de una hora, más o menos. Había mucha gente rebuscando piezas entre la chatarra. No necesitaba anunciarme, podía ir directamente a un cobertizo que había al fondo. Empujé la puerta. Dentro estaba oscuro. Prendí una cerilla y luego encendí la luz.
La multicopista estaba en un rincón, cubierta de una gruesa capa de polvo y aceite de máquina. La envolví en una vieja manta que había llevado a tal efecto. Como era demasiado pesada para cargarla solo, la arrastré hasta el coche.
¿Qué estábamos haciendo? Lo que yo hacía, lo que hacíamos, no tenía nada que ver con la resistencia. Era una acción suicida. En cualquier momento podían detenerme los agentes de los servicios secretos: «¡Arriba las manos!»
Me acordé de don Quijote, que luchaba con su lanza contra los molinos de viento. Yo lo hacía con mi máquina de imprimir.
Cuando llegué al coche, le pedí ayuda a un joven que pasaba por allí. Entre los dos levantamos la máquina y la colocamos en el maletero. Luego lo cerré y fui andando hasta un salón de té de las afueras. No podía llevar la multicopista a casa a plena luz del día.
Por la noche, cuando todos habían regresado a sus casas, me eché el trasto a la espalda y subí las escaleras, peldaño tras peldaño, hasta llegar a mi apartamento. Estaba corriendo un gran riesgo. Temía que alguna de las puertas se abriese, pero nadie pareció percatarse.
Una vez en el dormitorio, dejé que la máquina se deslizara lentamente por mi espalda hasta la cama. Cuando fui a incorporarme, me resultó imposible. No podía moverme. Tuve que permanecer unos quince minutos agachado, de rodillas en el suelo, hasta que pasó el dolor.
Aún conservo ese dolor de espalda. A veces, cuando voy a levantarme después de haber pasado mucho tiempo frente al ordenador, lo noto. Tengo que andar un tanto encorvado al principio e ir enderezándome poco a poco.
Instalé el aparato en el armario empotrado e intenté aislarlo para que el ruido que producía no llegara al exterior. Pero fue en vano. La máquina hacía temblar el armario y el sonido reverberaba por toda la habitación.
El asunto no funcionaba. Aquel armatoste no era adecuado para imprimir tantos boletines. Para una escuela rural apartada que no necesitara más que veinte o treinta copias a la semana, quizá sirviera.
Una y otra vez se atascaba alguna hoja entre los dientecillos, y el disco escupía tinta hacia los cuatro costados. El cliché se rompía sin cesar, lo que me obligaba a reescribirlo a máquina continuamente.
Todo eso podía soportarlo, pero el ruido no. Los vecinos debían de preguntarse al oírlo: «¿Qué está haciendo ese buen hombre?»
¿Cuánto tiempo podía tener encendida la radio o el aspirador para evitar que el estruendo de la máquina se filtrara por las paredes? Imprimí varios cientos de ejemplares y salí al pasillo para ver si alguien había notado algo. Todos los días me escondía detrás de las cortinas para espiar cuándo se iba el vecino y a qué hora partía la vecina con sus dos hijos a casa de su madre para hacerle la visita diaria. En cuanto se marchaban, me abalanzaba sobre el armario y empezaba a imprimir como un descosido, para recuperar el retraso.
Habíamos evitado adrede todo contacto con los vecinos, pero, aun así, era posible que se preguntaran dónde estaba mi mujer. «Ya no la vemos», o «¿A qué se dedicará el vecino? Está muchas veces solo».
Durante las horas de luz corría las cortinas y no le decía a nadie que estaba en casa. A veces me pasaba días sin salir de casa.
Cuando los vecinos no estaban, hacía funcionar la máquina con electricidad, y por la noche a mano. Encendía la lámpara y me quedaba imprimiendo hasta la madrugada. Luego entregaba los boletines al enlace y recibía un nuevo encargo.
También la búsqueda de papel y tinta era una operación peligrosa. A causa de la guerra, no se encontraban por ninguna parte. Los clérigos los habían confiscado. Sólo podían adquirirse en las tiendas anejas a las mezquitas, previa autorización del imán del barrio y bajo supervisión de un par de hombres barbudos. En esos establecimientos también se vendían los principales víveres, como arroz, azúcar, té y aceite.
Yo compraba papel y tinta en el mercado negro, donde en ocasiones se pagaba hasta diez veces su precio habitual.
Los dos primeros meses, mi trabajo resultó satisfactorio y pude entregar a tiempo los boletines. Sin embargo, el miedo se me fue metiendo poco a poco en los huesos. Empecé a dormir mal. Tenía pesadillas y me despertaba con jaqueca.
Estábamos dándonos de cabezazos contra el sólido muro de los clérigos para mostrarles que aún vivíamos y que no los temíamos. Pero yo sí tenía miedo; no a que me mataran, sino a que me torturaran hasta que estuviese dispuesto a dejarme subyugar.
La realidad me demostró que nuestra resistencia no surtía efecto. Dejé de creer en lo que hacía, y eso me asustó.
Con todo, seguí insistiendo, pero la realidad era más dura que yo. Cuando salía de casa, en lo más íntimo de mi corazón no quería regresar. Incluso no me habría importado sufrir un accidente con el coche y dar con mi cuerpo en el hospital.
Me esforzaba, imprimía los boletines y los entregaba siempre en el plazo previsto. Sin embargo, un buen día dejé de funcionar, al igual que la multicopista. No podía más.
Expuse el problema a mi enlace, pero no pareció entenderme. Sentí que me despreciaba, que creía que mi única intención era salvar el pellejo. Le dije que nuestro método de oponer resistencia no daba resultado, que debíamos aceptar que habíamos perdido la batalla contra los clérigos, que era mejor ahorrar fuerzas para el futuro.
Yo mismo era un buen ejemplo. Creía en el partido y estaba dispuesto a sacrificarme. Pero eso no funcionaba.
Él me aseguró que transmitiría mis consejos al comité central.
Una semana después, me contestaron lo que ya me esperaba. No estaban de acuerdo conmigo. Si no deseaba seguir colaborando, podía dejarlo y pasar a la reserva, con lo que quedarían interrumpidos todos mis contactos con el partido.
¿Interrumpir los contactos? Yo no quería eso. No podía optar por una vida segura mientras mis camaradas continuaban luchando contra los clérigos. ¿Cómo podría sentarme a la mesa por la tarde con mi mujer y mi hija y oír por televisión cómo un imán anunciaba: «La policía ha detenido a los últimos enemigos de Dios. En su guarida han encontrado una multicopista y…»?
Era demasiado tarde para llevar una vida burguesa normal. Mis compañeros tenían razón; debíamos enfrentarnos a los clérigos que ponían de rodillas a nuestro pueblo. Decir que no, gritar que no. Aunque nadie nos oyera. Ya llegaría el momento en que lo hiciesen.
Una vez transmitida mi opinión, me sentí mejor y volví a ponerme manos a la obra.
Un mes y medio después, cuando llegué por enésima vez al lugar convenido para entregar los boletines, mi enlace no apareció. Se suponía que debía esperarme junto a la cabina telefónica que había detrás del zoco principal de Teherán, donde los tenderos cargaban y descargaban sus mercancías.
Cuando lo veía, estacionaba en un lugar reservado para camiones, bajaba del coche y abría el maletero como un comerciante más. Él se acercaba con una carretilla y se llevaba las cajas.
Pero esa vez no se había presentado. Di una vuelta en coche para mirar por el aparcamiento. Nada, ni rastro de él.
El día anterior todo parecía estar en orden. Había visto la palabra Salam escrita en la valla. Si había pasado algo, debía de haber sido al final de la tarde.
Aún no había motivos para dejarse llevar por el pánico. No tenía más que volver al mismo sitio una hora más tarde. Sólo en caso de que entonces no estuviera, habría ocurrido algo.
Aparqué y fui a sentarme a un salón de té. El tiempo pasaba con una lentitud exasperante. Di un paseo por el parque, pero no aguanté más que un cuarto de hora. Entré en el zoco e intenté interesarme por las vitrinas de los joyeros. En vano. El minutero de mi reloj se negaba a moverse. Me dirigí a otro salón de té, me tomé unas cuantas infusiones y leí los diarios atrasados.
Por fin llegó la hora. Salí del establecimiento, subí al coche y volví a la cabina telefónica para ver si había llegado mi enlace. No estaba. Pasé de largo, di media vuelta y regresé de nuevo. Nadie.
Tenía que abandonar de inmediato el lugar y dirigirme al sitio acordado para los casos de urgencia. Si no lo habían detenido, estaría allí.
Salí de la ciudad y me encaminé hacia una venta, donde mi enlace debía esperarme junto a la ventana. En cuanto me viese, se levantaría y subiría a mi coche. Pasé lentamente por delante de la fachada principal. No había nadie junto a la ventana. Dejé la venta atrás, di media vuelta y volví a mirar.
¿Se podía calificar de angustia lo que sentí? De momento no. Era una sensación extraña, indeterminada, como quien nota en la espalda una carga muy pesada que le impide enderezarse, aunque la carga ya no está.
Sentía miedo, sí, pero la angustia aún no tenía posibilidades de invadirme. Algo malo había pasado. O la policía estaba pisándole los talones a mi enlace, o ya lo había apresado.
¿Qué hacer?
Me largué de allí inmediatamente, pues, cuando la policía arrestaba a alguien, lo conducía a la sala de torturas y lo martirizaba el tiempo que fuera necesario hasta que delatase a todos sus contactos.
Aún quedaba un asomo de esperanza. Tenía que esperar hasta el día siguiente y personarme, a modo de última cita, en casa de otro camarada, donde una mujer desconocida para mí se encargaría de restablecer mi contacto con el partido.
Por motivos de seguridad, esa noche me estaba prohibido regresar a casa. Dejé el coche en un aparcamiento y pernocté en un hotel. Si al día siguiente tampoco aparecía el último enlace, eso suponía el final del camino.
La cita era en pleno centro de la ciudad, junto a un parvulario. A las once y media tendría que haber un coche ante la puerta, con una mujer al volante leyendo un periódico. En caso de avistarlo, yo debía aparcar el mío un poco más adelante, desandar el camino a pie y apostarme en la acera hasta que se abriese el portón de la escuela y los padres se llevasen a sus retoños. Yo tenía que aguardar un momento allí y luego preguntarle a la mujer: «Señora, ¿usted también está esperando a alguien por casualidad?» Si ella respondía: «Sí, casualmente también estoy esperando a alguien», debía subirme a su automóvil, ella arrancaría y nos marcharíamos de allí.
Pasé por delante de la escuela. Había algunos coches estacionados. En uno de ellos incluso había una mujer al volante, pero no leía ningún diario. Aparqué y volví andando hasta la acera, donde los padres aguardaban a que saliesen sus hijos. Observé a la mujer. Parecía más un ama de casa que una persona metida en política. «No es ella -pensé-. ¿O sí lo es? Quizá no saque el periódico hasta que no se haya ido todo el mundo.» El portón de la escuela se abrió y los padres entraron. Me asusté al ver que la mujer se apeaba y entraba en el edificio como los demás. Cinco minutos después ya no quedaba un solo coche.
Transcurridos otros cinco minutos, salió el conserje y cerró la verja de hierro.
Me negaba a creerlo, pero el partido se había desmoronado. Los clérigos nos habían cogido. Me encontraba al final del camino.
A partir de ese momento, ya no supe qué hacer.
¿Había caído en la trampa? ¿Estaban vigilándome los policías? ¿Me habían perseguido para encontrar a los demás?
Tanto si había caído en la trampa como si no, debía entrar en acción. El primer paso era desprenderme cuanto antes de las cajas que llevaba en el maletero. Luego ya vería.
Corrí hacia el coche y me largué de allí. Era curioso. A pesar de que la policía podía estar vigilándome, se me había ido el miedo. Mi única preocupación era deshacerme de las cajas.
Luego tendría que sacar de casa la multicopista. Miré por el retrovisor para ver si me seguían. Me interné por unas callejuelas y di media vuelta para controlar los automóviles que circulaban detrás de mí. No me pareció ver ninguno sospechoso. Cogí la autopista y aceleré. Tomé una salida cualquiera y esperé un rato. Podía sacar los boletines del maletero con toda tranquilidad. Pero ¿dónde tirarlos? ¿A un contenedor de basura? Imposible. Lo que había hecho poniendo en peligro mi vida no debía acabar en un contenedor.
Vi un puente. Un río me pareció un buen sitio. Fui hasta allí, me detuve debajo y esperé a que no pasara nadie. Sin perder un segundo, abrí el maletero, cogí las cajas y las lancé una por una al agua.
Me quedé unos instantes mirando cómo se alejaban flotando, arrastradas por la corriente. ¿Dónde desembocaba aquel río? En un gran lago de agua salada, cerca de la ciudad sagrada de Qom.
El tiempo era oro. Fui a casa. Si a mi enlace lo habían detenido la víspera, no podía perder ni un segundo. Sólo los grandes héroes conseguían mantener la boca cerrada más de uno o dos días en la sala de torturas de los clérigos. Algunos morían allí por negarse a revelar nombres.
La consigna era clara: había que recogerlo todo y largarse.
Primero la máquina y luego el coche.
En los alrededores de mi casa no se veía nada sospechoso. Ningún vehículo extraño.
Aparqué, esperé un momento delante de la puerta y subí corriendo las escaleras. Era difícil aceptar que la impresión de boletines se había acabado. Metí la documentación y la tinta en una bolsa y bajé todo al coche. Dejé abierta la puerta del maletero y volví al apartamento.
Abrí el armario, saqué la máquina a rastras, la envolví en una manta y la tumbé encima de la cama.
Si me la cargaba a la espalda desde esa posición, ya no podría enderezarme. Temía quedarme bloqueado y no poder moverme a causa del dolor. Debía pensar en otra cosa.
Coloqué la mesa junto a la cama, me subí a ésta y luego puse la multicopista sobre la mesa. Así tenía que resultar.
En alguna parte había leído que una mujer francesa había levantado el camión que había atropellado a su hijo para sacar a éste de debajo de las ruedas. Me agaché y me cargué la multicopista a la espalda. Me llevó un rato llegar a la puerta y salir a la escalera. Ya no me importaba que alguien me viese. Con una mano sujetando la máquina y la otra en la barandilla, empecé a bajar cuidadosamente los peldaños.
De pronto, oí que se abría la puerta de un apartamento y pisadas de hombre, pero no me inmuté.
- ¿Qué hace, vecino?
- Cargando este trasto, como puede ver -le contesté con total serenidad.
- ¿Qué es?
- ¿Le importaría ayudarme? Si no, me temo que luego no podré ponerme derecho.
Me senté en un escalón y apoyé la máquina en el suelo.
- Tendría que haberme llamado para que le echase una mano -me dijo.
- No quería molestarlo; además no sabía si estaba en casa.
Entre los dos seguimos bajando la multicopista.
- Pesa bastante, ¿no? -se quejó-. ¿Para qué diablos sirve?
- Chatarra, pura chatarra -le respondí con la mayor naturalidad posible-. Cosas de segunda mano… ¿Cómo decirlo? -continué-. Un hobby. Reparaciones, máquinas viejas. En fin, ya sabe. Las cosas se han puesto muy caras y hay que buscarse la vida, pero en estos apartamentos tan reducidos… Ya me entiende. Gracias por ayudarme. Ya estamos, he dejado el maletero abierto. Lo dicho, gracias otra vez.
Colocamos la multicopista en el coche, y el vecino volvió a su casa mientras yo cerraba la portezuela y me ponía en marcha.