Tierra nueva
Ismail duda que pueda verter
al papel la historia de su padre.
Tras mucho vacilar, coge la pluma.
Soy corredor de café y vivo en el número 37 de Lauriergracht. No acostumbro a escribir novelas ni cosa parecida, y la verdad es que me ha costado mucho decidirme a encargar unas resmas de papel suplementarias e iniciar esta obra que, tú, caro lector, tienes a la vista y debes leer, tanto si te dedicas al negocio del café como a cualquier otra cosa. Y aún te diré más: no sólo nunca he escrito nada que se parezca a una novela, sino que ni siquiera me gustan esas lecturas, pues por algo soy un hombre de negocios. Hace años que me pregunto para qué sirven esos libros, y no salgo de mi asombro al ver la impudicia con que un poeta o un novelista se saca de la manga un suceso que no sólo no ha ocurrido jamás, sino que, muchas veces, ni siquiera podría haber ocurrido. Si en el ejercicio de mi profesión -soy corredor de café, con domicilio en el 37 de Lauriergracht- le dijera a un principal -un principal es un vendedor de café al por mayor- tan sólo la milésima parte de las falsedades que constituyen el fundamento de poemas y novelas, se iría corriendo a Busselinck y Waterman. (También son negociantes de café, pero, como comprenderás, no voy a darte su dirección.) Quedamos, pues, en que yo no escribo novelas ni cuento patrañas de ninguna clase.
La verdad es que siempre me ha llamado la atención el hecho de que quienes se dedican a semejantes invenciones suelen acabar mal. Tengo ahora cuarenta y tres años y llevo veinte frecuentando la Bolsa, así que bien puedo dar un paso al frente si se pide a un hombre con experiencia en el oficio. ¡Cuántas casas no habré visto caer! Y si me pongo a analizar los motivos de su caída, compruebo que en la mayoría de los casos se debe a la mala inclinación que se les imprimió desde un principio.
Nada, lo que yo digo: verdad y sentido común. Y a eso me atengo. Excepción hecha de las Sagradas Escrituras, naturalmente.
¡Tonterías!
Nada tengo en contra de los versos. Está bien colocar las palabras en filas de orden cerrado, mientras no se falte a la verdad. «¡Qué aire lo mueve! / Ya son las nueve…» Me parece correcto, si es cierto lo del aire y no es menos cierto que es ésa la hora. Pero si son las ocho y cuarto, ya no hay manera de aconsonantar: «¡Qué aire lo mueve! / Ya son las ocho y cuarto.» El versificador se ve constreñido a decir una hora, aunque no sea la exacta, so pena de no rimar. O bien ha de hacer que rime el tiempo meteorológico con la hora verdadera. En cualquier caso hay un tiempo falso, sea el atmosférico o el del reloj.
¡Falso, falso, todo ridículamente falso!
¿Y eso de la virtud recompensada? ¡Vamos, hombre! Llevo diecisiete años dedicado a la compra-venta de café -agencia en el 37 de Lauriergracht-, y puedo decir con razón que he visto cosas, pero si hay algo que no puedo sufrir es ver mi adorada y querida verdad tergiversada. ¡Recompensar la virtud! Si así fuera, ¿no sería convertirla en un artículo de comercio más? Cosa semejante no se da en este mundo, y está bien que así sea, porque ¿qué mérito habría entonces en ser virtuoso, si tuviera una compensación? ¿A qué viene, pues, que la gente repita constantemente semejante engaño?
¡Bah, todo es una engañifa, de cabo a rabo!
Yo también soy virtuoso, pero ¿acaso pido un premio por eso? Mi amor a la verdad me basta para probar que lo soy. Y hago votos, amigo lector, para convencerte de ello, pues no tengo otra disculpa para escribir este libro. Como sabes, soy corredor de café, Lauriergracht, 37. Ya ves, pues, lector, cómo el hecho de que estas páginas estén escritas y tú puedas leerlas se debe a mi inquebrantable amor a la verdad y a mi celo por los negocios.
¡Lector! He copiado las páginas precedentes de Max Havelaar, la famosa novela-panfleto del escritor romántico holandés Multatuli. Lo que relata el corredor de café guarda cierta semejanza con mi propia historia. Multatuli escribe acerca del comerciante Droogstoppel, que vive en Lauriergracht, 37, de Amsterdam. Y éste cuenta a su vez -en contra de su voluntad- la historia de Havelaar. Así pues, el libro trata tanto del uno como del otro.
En la novela, Droogstoppel recibe un paquete con apuntes de Max Havelaar que debe utilizar para escribir un libro.
Pues bien, hace un par de meses me entregaron a mí uno que contenía las notas de mi padre. Nunca he escrito un libro, pero desearía intentarlo ahora. Porque, siempre y cuando lo consiga, quisiera que algún día los apuntes de mi padre pudieran leerse.
«¡Todo mentiras! -dice Droogstoppel-. ¡Todo sandeces y mentiras!»
Confieso que he aplicado el mismo método de trabajo. Yo no soy corredor ni en mi vida he tenido nada que ver con el café. Soy un extranjero que lleva residiendo unos años en Holanda.
Me llamo Ismail, Ismail Majmud Jazanviye Jorasani. No vivo en Lauriergracht, 37, sino en Nieuwgracht, 21, en medio de un pólder, en tierra joven que Holanda le ha ganado al mar.
Estoy sentado en el desván, detrás de mi escritorio, y miro por la ventana hacia el exterior. Todo es nuevo, la tierra todavía huele a pescado, los árboles son jóvenes, los nidos de los pájaros están hechos con ramas nuevas, no hay palabras viejas, ni viejas historias de amor ni odios por viejas disputas.
Pero en los papeles de mi padre todo es antiguo: las montañas, el pozo, la cueva, la escritura cuneiforme…, hasta los ferrocarriles; y eso me impide coger la pluma. Tengo la impresión de que en este suelo nuevo no se pueden escribir novelas.
Dirijo la mirada hacia el dique y veo el mar. El mar sí es viejo. No es el mar entero, sino tan sólo un pedazo que los holandeses han encerrado detrás del malecón. Del mismo modo estoy recluido yo, un fragmento de la antigua cultura persa obligado a quedarse aquí, tras el dique.
Ese trozo de mar podrá ayudarme.
La ciudad es nueva, pero por todas partes se ven restos de una presencia humana inmemorial: justo lo que necesito.
Holanda ha creado esta tierra, este paisaje, y yo también podré crear algo nuevo con la escritura cuneiforme de mi padre.
En este pólder viven algunos poetas que conozco. Nos reunimos una vez al mes en un café que han abierto hace poco y nos leemos nuestras obras.
A continuación, figuran algunos poemas publicados en la antología Flevoland.
Annemarie escribió:
Cubriendo este paisaje
respira el viento como un padre,
acaricia las olas a veces
y apuntala las voces de la tierra…
Y estos versos son de Tineke:
Ha venido el hombre con sus máquinas.
Allí donde las olas y el viento
habían jugado su potente juego,
han domesticado la marea,
dándole un rostro al fondo del mar…
Y ahora un poema de Margryt:
No hay lengua. No hay historias viejas en las que
apoyarse. Espacio que resulta infinito a la vista.
Un mapa con el trazado del ferrocarril, y puentes
que no comunican nada con nada. No hay palabras
que indiquen que aquí hallaremos domicilio seguro.
Escribo mi relato en la lengua de los holandeses, es decir, en la de los siguientes poetas y escritores ya desaparecidos: la autora anónima del drama religioso Mariquita de Nimega, Carel van Mander, Alfred Hegenscheidt, Willem van Hildegaersberch, Agathan Marius Courier, Dubekart, Anthonie van der Woordt, Caspar van Baerle o Barlaeus, Dirck Raphaëlsz Camphuysen, Louis Couperus y Eduard Douwes Dekker.
Lo hago porque es la ley del exilio.
Empiezo, pues:
Todos los ciegos del pueblo tenían un hijo varón. ¿Casualidad? No lo sé. Supongo que la naturaleza lo había dispuesto así.
Aquellos niños eran los ojos de sus respectivos padres. Cuando el pequeño hacía sus primeros intentos de gatear, el padre ciego lo agarraba por el hombro con la mano izquierda y le enseñaba a guiarlo. El niño no tardaba en percatarse de que era una prolongación de su progenitor.
Los hijos de los sordomudos estaban en una posición todavía más difícil, pues tenían que ser la boca, el entendimiento y la memoria de sus padres. La familia y toda la aldea se esforzaba por enseñarles el lenguaje de los adultos. Hasta el imán dedicaba parte de su tiempo para que aprendieran el libro sagrado antes de lo habitual. Tenían poco contacto con los niños de su edad, pues se codeaban con los hombres. Estaban obligados a cumplir toda clase de compromisos en nombre de sus familias y a asistir a festejos y funerales.
En un recoveco escondido de mi memoria veo a un crío gateando. De pronto, aparece una mano que le sujeta la cabecita por detrás y la vuelve cuidadosamente, un poco a la derecha primero y luego hacia arriba. Después oigo, pronunciadas en persa, las palabras:
- Neja kon, neja kon, anya neja kon. Mira, mira, mira allí.
El niño eleva la vista hacia una boca, un hombre, un padre que le sonríe.
Otra escena archivada como una imagen en blanco y negro en las catacumbas de mi mente: estoy de rodillas en una alfombra debajo de un viejo almendro, leyendo un libro, y surge la mano de un anciano indicándome una estrofa en particular. No alcanzo a ver de qué poema se trata, pero de golpe huele a opio y acude a mi memoria el siguiente poema de amor del poeta medieval Hafiz:
Jarche sad rud ast az chesh mam rawan.
Yade rude zende karan yadbad…
De mis ojos fluyen lágrimas de añoranza.
¡Bienaventurado el río que fluye junto a tu casa!…
Y ya no recuerdo mucho más.
En el siguiente capítulo veremos la preparación de un carromato. Nos mudamos. Tendría yo siete u ocho años, pero conservo vívidas las imágenes. Aún veo cómo Tine, mi madre, sale corriendo en busca de Kazem Kan, gritando:
- ¡Tío, ayúdame! ¡Akbar se ha vuelto loco!
Después oigo el ruido de los cascos del caballo de Kazem Kan en el empedrado de nuestro patio.
- ¿Dónde está Akbar?