Días que pasan rápidamente
Sobrevolamos junto a Jomeini
el monte del Azafrán.
Alguna vez quisimos convertir la nación en un paraíso, pero no sabíamos, o tal vez preferíamos no saber, que ni el país, ni el pueblo, ni nosotros mismos estábamos preparados para ello. Teníamos prisa, éramos impacientes, deseábamos recuperar el tiempo perdido, adelantarnos a la historia, pero eso era imposible. En realidad, no nos merecíamos otra cosa que los clérigos. Los acontecimientos acaecidos en mi patria en los últimos ciento cincuenta años vaticinaban la llegada de un líder religioso, y la historia puso en escena a Jomeini. El sha tenía que dejarle sitio. El periódico más importante del país publicó con grandes letras el siguiente titular: «HA LLEGADO JOMEINI.»
Jamás un diario había utilizado letras de semejante calibre. Me senté a hojearlo en la mesa de trabajo de mi padre. Él comprendió enseguida que algo importante estaba sucediendo.
- El sha ya no está -le expliqué.
- ¿No?
Saqué el mapa.
- Se ha marchado a Egipto, luego a las Bahamas y de allí a Estados Unidos.
- ¿Egipto? ¿Las Bahamas? ¿Estados Unidos?
No alcanzaba a comprenderlo.
El problema estribaba en que no conseguía establecer una relación entre todos aquellos acontecimientos y la partida del sha.
- Y nunca más regresará -añadí.
- ¿Y eso por qué?
No entendía que, al seguir las pisadas del santo, había ayudado de hecho a expulsar al sha.
- Ahora Jomeini ocupa el trono.
Mi padre me miró con sorpresa.
- ¿Por qué me miras así? ¿No querías que se fuera el sha y viniese Jomeini?
- ¿Yo? ¡Si yo no he hecho nada!
- ¿Cómo que no has hecho nada? Has quitado el retrato del sha de la pared y has colgado el de Jomeini en su lugar. Has salido todos los días a la calle a manifestarte junto con miles de personas. Mírate en el espejo. Incluso te has dejado la misma barba que él.
- ¿Que quién?
- Tienes la misma barba larga y canosa que Jomeini.
Se contempló en el espejo y se pasó los dedos por la barba. Parecía como si hubiese descubierto algo extraño.
- ¿Dónde estaba antes ese tal Jomeini? -preguntó.
Era difícil de explicar en el lenguaje de gestos. Para poder hablarle de Jomeini, primero tenía que pasar revista al último siglo de la historia del país.
- Es un poco complicado -le dije-. El sha expulsó a Jomeini hace quince años y lo obligó a residir en el extranjero, muy lejos de aquí. Eran enemigos. Ahora él ha vuelto y ha echado al sha.
Era un embrollo. Le señalé una noticia en el periódico:
- Aquí dice que dentro de tres días Jomeini viajará al monte del Azafrán y visitará el pozo.
- ¿Para qué?
- Para saludar al santo.
- El pozo está vacío; el santo se ha marchado.
Eso tampoco podía explicárselo.
- No está vacío -le dije-. El santo ha vuelto. Está otra vez allí, leyendo su libro.
Un helicóptero de gran tamaño sobrevoló la muchedumbre que escalaba el monte del Azafrán, y miles de personas exclamaron al unísono:
- La ielahe ila alah! La ielahe ila alah!
A modo de respuesta, el helicóptero dio otra vuelta.
- ¡Salam bar, Jomeini! -gritaron todos al mismo tiempo.
Mi padre se abrió paso entre la gente y subió a un punto más elevado, en su afán por llegar lo más cerca posible del pozo. Yo lo seguí, dejándome ayudar por él en los lugares más difíciles.
El ambiente que reinaba allí me dejó impresionado. No me lo esperaba de mí mismo. El fervor religioso de la muchedumbre me hechizó. Si bien me mantenía callado cuando la multitud coreaba sus consignas, mi mente vociferaba como cualquier otro fiel: «La ielahe ila alah!»
Jomeini sobrevolaba nuestras cabezas. Alcancé a verlo junto al piloto, saludando. Se me llenaron los ojos de lágrimas y aparté la cara para que no me viese mi padre. Seguí subiendo con entusiasmo tras él. Quería ver a Jomeini bajando del helicóptero y arrodillándose delante del pozo.
Sabía que se trataba de un momento importante en la historia del país. El helicóptero permanecía suspendido en el aire, tratando de aterrizar en un peñasco que tenía una leve inclinación. La maniobra no resultó nada fácil. El piloto realizó tres intentos, pero no se atrevía a posarse. En el cuarto intento, describió un semicírculo y tomó tierra con la cola dirigida hacia la masa. Miles de personas prorrumpieron al mismo tiempo:
- Josh amad! Josh amad! Yare imam josh amad! ¡Bienvenido! ¡Bienvenido sea el amigo del santo!
Siete escaladores barbudos, provistos de cuerdas y garfios, se encaramaron a la roca para ayudar al anciano líder a bajar hasta el pozo, pero él los rechazó: por respeto al santo, quería llegar allí por sus propios medios.
Pero ¿cómo iba a hacerlo? ¿Cómo lograría aquel hombre bajar por las rocas con sus babuchas de imán recién estrenadas? Era algo impensable.
Los hombres optaron por dar un rodeo. Tomaron posiciones alrededor de Jomeini y lo acompañaron paso a paso hacia abajo, aunque sin tocarlo. Tardó casi veinte minutos hasta que por fin posó el pie en el suelo donde se hallaba el pozo sagrado. En determinado momento trastabilló. Todo el mundo pensó que se caería, pero, para sorpresa de todos, logró mantener el equilibrio y se incorporó con total aplomo, lo que indujo a la masa a exclamar:
- Sale ala Mohamad! Yare imam josh amad!
Jomeini se enderezó el turbante negro, se estiró el cuello de la túnica, irguió la espalda -parecía prepararse para una entrevista con Dios- y guió sus pasos serenamente hacia el pozo. Yo pensé que echaría una ojeada al interior, pero no lo hizo. Dio media vuelta a la izquierda y se quedó mirando hacia La Meca. Permaneció en esa posición un instante -canturreando, quizá-, luego se arrodilló con dificultad y apoyó la frente en el suelo.
Aquel gesto revestía una profunda significación política y, al mismo tiempo, parecía una escena extraída de un cuento de hadas que estaba siendo representada ante nuestras miradas. Quienes hayan leído los relatos de las mil y una noches de Sherezade sabrán a qué me refiero.
En el pasado, el sha Reza Kan había estado allí para tapar el pozo, y ahora Jomeini acudía a rehabilitarlo. Un reino había desaparecido y comenzaba el régimen de los clérigos.
Jomeini se puso en pie y hurgó en un bolsillo. Buscaba sus gafas, pero no encontró las que necesitaba. Hurgó en otro bolsillo; tampoco. Las había dejado olvidadas en algún sitio.
Se puso las que tenía. Comprobó si lograba ver bien con ellas, pero no: no veía nada. Se las quitó y las guardó de nuevo. Con cautela, se acercó al pozo, se agachó y lanzó una mirada escrutadora.
Con toda probabilidad seguía sin ver nada, pues se incorporó rápidamente. Luego volvió a inclinarse. Su postura revelaba que estaba buscando al santo, pero que no lo encontraba. ¿O acaso sí lo encontró?
Lo saludó tres veces con la cabeza y empezó a hablar hacia el interior del pozo. El silencio era total. Todos sabían que estaba consultando al santo, que le hacía preguntas sobre cómo gobernar el país.
¿Cuánto tiempo duró aquello? No lo sé.
¿Qué pudo haberle dicho al santo? Lo ignoro. En cualquier caso, debió de empezar la conversación pronunciando las siguientes palabras: «As salam mo aleik ya Mahdi ebne, Hasan ebne, Taji ebne, Kazem ebne, Musa ebne, Yafar ebne, Bager ebne, Husein ebne, Ali ebne, Abitaleb.»
Al cabo de un rato, Jomeini hizo un ademán en petición de ayuda. Los siete escaladores barbudos se precipitaron sobre él, lo alzaron en andas y lo llevaron de regreso al helicóptero La masa exclamó:
- Jodaya! Jodaya! Jomeini ra nejah dar!
Una nueva era de la historia nacional había comenzado.
¡Ah, cómo pasa el tiempo! De pequeño, en compañía de mi padre, se me antojaba que no se movía. Los días no avanzaban, las noches parecían interminables. Ahora veo que aquellos días pasaron como un relámpago.
Estoy aquí, en el pólder, mirando por la ventana. Tengo la sensación de que el tiempo se ha detenido y que he de quedarme sentado para siempre frente al ordenador. La experiencia me ayuda. Por fortuna, sé que todo llega a su fin.
Entretanto, Jomeini ya no está, ha muerto, como si nunca hubiera existido. Una noche se enfundó en su túnica, se durmió y nunca más despertó.
Los tiempos del pozo sagrado también han pasado. El santo desapareció. El pozo está vacío. Las palomas silvestres se meten en él para empollar sus huevos en los nichos, mientras las serpientes venenosas se esconden detrás de las rocas y aguardan allí pacientemente. En cuanto las palomas abandonan el nido un momento, entran y se comen los huevos. Cuando las aves regresan y descubren que sus nidos están vacíos, lloran sobrevolando el agujero.
También eso pasa.
Luego llega el invierno y en la cumbre del monte del Azafrán nieva sin parar. El pozo se cubre temporalmente con un grueso manto de nieve, y cuando llega la primavera y la nieve se derrite, la fosa se llena de agua. Entonces, las cabras monteses no apartan la vista de sus cabritos y los empujan con la cabeza para alejarlos del pozo, por miedo a que se caigan dentro.
La Unión Soviética tampoco existe ya. Quien ahora sube a la cima del monte del Azafrán con unos prismáticos ya no divisa ninguna bandera roja, ni a ningún aduanero a este lado de la frontera ni a ningún gendarme al otro. Ya no queda nada. Todos se han ido. Yo también.
Yo estoy aquí, pero ¿dónde está el santo? Tal vez él también resida en este pólder holandés.
A menudo veo a alguien a lo lejos, paseando por el dique con su perro. Me dirijo hacia él, pero nunca logro alcanzarlo, ni siquiera cuando acelero la marcha o echo a correr. Dejo que se vaya con su perro. Ambos necesitamos este pólder.
Al contrario de lo que sucede en el resto del mundo, aquí reina la tranquilidad. Pero basta encender el televisor para darse cuenta de que este silencio engaña.
A veces aparece en la pantalla Sadam Husein, y a continuación lo hace el presidente de Estados Unidos, pronunciando algunas palabras duras sobre él. Ahora todo el mundo sabe que bajo el mando de Jomeini estuvimos en guerra durante ocho años con Iraq, nuestro país vecino. En ambos lados perecieron miles de personas, y otros miles resultaron heridos. Fue una guerra por nada. Todo, debido a la estupidez y terquedad de dos líderes locos. Luego, Sadam invadió Kuwait, otro de sus vecinos. Los norteamericanos lo echaron de allí, y él se refugió en su cueva. Pero sale de ella una y otra vez.
Aunque no quiero hablar aquí de Sadam Husein, sí quisiera utilizarlo para seguir traduciendo los apuntes de mi padre.
Cuando Jomeini se convirtió en el líder absoluto del país, nuestro partido no supo qué actitud adoptar durante un tiempo. Desconfiábamos de él, convencidos de que tampoco toleraría el movimiento de izquierdas. Sabíamos que nos proscribiría en un momento que le resultara propicio. Aun así, quisimos aprovechar aquellos momentos de libertad provisional, y optamos por una existencia legal a medias.
El partido abrió unas oficinas en Teherán y un par de dirigentes se presentaron en público, mientras que el Movimiento mantenía ocultas a sus unidades operativas más importantes, una de las cuales era la imprenta, instalada en el local donde se reunía la redacción del órgano del partido, de la que yo formaba parte.
Ya no recuerdo la fecha exacta, pero fue el día en que se casaba la mayor de mis hermanas. Yo me disponía a partir en coche para asistir a la boda -sería alrededor de la una del mediodía-, cuando de repente aparecieron unos aviones de guerra sobrevolando con gran estrépito la ciudad. Volaban tan bajo que todo el mundo se tapó los oídos y se tumbó en el suelo de inmediato.
Sadam Husein estaba bombardeando el aeropuerto de Teherán, lo que dio comienzo a la guerra. No fui a la boda, sino que regresé rápidamente a la redacción.
Una noche los aviones iraquíes bombardeaban nuestras casas, y la siguiente nosotros bombardeábamos las suyas.
Al segundo o tercer año del inicio de la contienda, sonó una tarde el teléfono. Era Cascabelito.
- Escúchame, hermano. Tine no está nada bien.
- ¿Qué le ocurre?
- La ha alcanzado una bomba.
- ¿Alcanzado?
- Bueno, no del todo, pero…
- ¿Cuándo?
- La semana pasada, en una incursión de los aviones iraquíes. Creo que sería mejor que te dieras una vuelta por aquí.
¡Qué necio de mi parte! Era yo quien tendría que haber llamado. Sabía que habían atacado nuestra ciudad. Yo mismo había insertado la noticia en el periódico. Incluso había habido heridos. Sin embargo, los aviones habían bombardeado un polígono industrial que se hallaba lejos de casa. ¿Cómo era posible que hubiesen alcanzado a Tine?
Llegué a medianoche. Todo estaba a oscuras. Un ciclista que se apresuraba a abandonar la ciudad me previno:
- ¡Sadam Husein tiene intención de atacar esta noche! ¡Lo ha anunciado hace unas horas por la radio!
La gente había buscado refugio en la montaña. ¿Cómo haría para encontrar a mi familia? Apagué los faros y conduje en plena oscuridad rumbo a nuestra casa, con la esperanza de que me hubiesen dejado una nota. Cuando quise aparcar en el barrio, surgió una figura de entre los árboles.
Era mi padre. A oscuras resultaba imposible comunicarse. Se sentó a mi lado y empezó a gesticular:
- ¡Vámonos de aquí!
- ¿Dónde está Tine?
- La he llevado a cuestas a la montaña -consiguió explicarme.
Puse en marcha el coche y partimos. Cuando llegamos a la montaña, escondí el automóvil detrás de un peñasco, encendí la luz interior y pregunté con gestos:
- ¿Qué le ha ocurrido a Tine?
- Había ido a visitar a tu hermana Marzi, que está encinta. Acababan de salir al patio y de pronto un avión sobrevoló la casa y soltó una bomba.
- ¿Dónde? ¿Encima de ellas?
- No, sobre una fábrica de tractores que hay al lado, pero derrumbó un muro de la casa. Tine, pensando que la bomba les caía encima, tiró a tu hermana al suelo y se tumbó encima de ella para protegerla. Cuando el avión se alejó, Marzi se levantó, pero Tine no.
- ¿Estaba herida?
- No… Bueno, sí…, le sangraba el brazo izquierdo, y al ver que no abría los ojos, la llevaron al hospital. Fui a visitarla. Tenía los ojos abiertos, pero no me reconocía. La habían atado a la cama con unas correas.
- ¿Por qué?
- El médico temía que empezara a chillar y a darse golpes en la cabeza si la soltaba. Se comportaba de un modo extraño. Supongo que era por el avión. El médico venía todos los días a pincharla para que durmiera. Hace cinco días volví al hospital. Estaba sentado a su lado en una silla, cuando de pronto vi que todo el mundo echaba a correr. Tine abrió los ojos y comenzó a gritar. Yo no sabía qué pasaba. Le desaté las correas, cargué con ella y salí de la habitación. En el pasillo me topé con el médico. Cuando vio a Tine chillando en mi espalda, le puso otra inyección enseguida. Yo le pregunté con gestos qué debía hacer. «Llévala a casa», me contestó, y me dio una caja de pastillas. Fuera, todo el mundo huía despavorido. Eché a correr con Tine a cuestas.
- ¿Y luego?
- Sigo sin entenderlo. La herida ya se le ha curado, pero no ha vuelto a despertar. Está demacrada. Supongo que es por el avión, ¿no crees?
Puse en marcha el coche y nos dirigimos al establo de un campesino que había dado cobijo a mi familia temporalmente. Nada más llegar, salió a nuestro encuentro Cascabelito.
- ¡Nos has encontrado! -dijo contenta, sosteniendo en alto una lámpara de aceite.
La besé, y ella me guió hacia el interior del establo.
A la luz de la lámpara me costó reconocer a Tine. Examiné su herida. Tenía buen aspecto. No entendía por qué estaba tan maltrecha. ¿Habría sido una bomba química?
- Aquí está su medicina -gesticuló mi padre, entregándome una gran caja de pastillas semivacía.
Estudié el contenido.
- Es Valium, del fuerte. ¿Cuántas pastillas le das?
- Cuatro o cinco al día.
¿Sería que el Valium la debilitaba?
- Ten, guárdalo en el bolsillo por ahora. De momento no le daremos más.
- ¿No es bueno?
- No lo sé. Vamos, ayúdame a cargarla hasta el coche.
- ¿La llevamos al hospital?
- A la aldea del Azafrán. Necesita descansar en un lugar tranquilo, lejos de los aviones. Me quedaré unos días con vosotros. Si no mejora, me la llevaré a Teherán.
Llegamos a la aldea al amanecer, y fuimos a la casa que mi padre había construido en la época de Reza Kan. Tine y mis hermanas solían pasar en ella los veranos, pero yo no la había pisado en los últimos años.
- Cascabelito, prepárale una sopa a Tine. Yo haré té. Y tú, papá, ¿podrías ir a comprar pan? Tengo mucha hambre. ¿Tú no, Cascabelito?
Mi hermana pequeña, la mejor hermana del mundo, la más bonita, la más buena, me demostró a través de sus alegres movimientos que la esperanza, el buen ánimo y la salud se acercaban a nuestra casa. Cogió una cesta y acompañó a mi padre a comprar verdura.
Tine yacía como muerta en la cama. Sin embargo, tuve el pálpito de que el regocijo de Cascabelito, la luz en las pupilas de mi padre y aun el canto de los pájaros que entraba por la ventana indicaban que Tine abriría los ojos. Y que ya no chillaría, y nos miraría tranquila.
De pronto apareció un conejillo blanco. Nunca habíamos visto ninguno, pero justo en ese momento se presentó uno delante de la puerta, dio unos cuantos saltitos alegres y se esfumó.
Yo estaba convencido de que todo se arreglaría.
Al día siguiente, cuando la estufa echaba llamas azules y estaba lista la sopa, mi padre gesticuló:
- ¡Mirad! ¡Tine está intentando abrir los ojos!
Me quedé cinco días más. Días que olían a sopa, leche, pan recién horneado y fuego de leña.
Cuidamos de Tine y paseamos por las colinas, riéndonos de los graciosos brincos de un conejito blanco.
También esos días pasaron.