Cascabelito

Hablaremos de Mariane.

También conoceremos a Cascabelito.

Y llamaremos a la puerta del doctor Pur Bajlul.

En otro momento me referiré al sitio al que fue mi padre, a lo que hizo en la montaña y a la persona con quien durmió durante el par de meses que estuvo ausente, porque no quiero dar rienda suelta a la fantasía. Intento limitarme a los acontecimientos realmente demostrables, los que yo mismo presencié y las cosas descritas en el cuaderno. En este capítulo no iré detrás de mi padre. Dejaré que se marche solo, que haga lo que quiera, que duerma con quien desee y que se recupere un poco, pues le esperan tiempos difíciles. Por eso lo dejaré tranquilo; abordaré otro asunto hasta que él regrese.

El verano ha quedado atrás, pero después de unos días vuelve a hacer mucho calor. A unos diez kilómetros de mi casa hay un pequeño lago. Cojo la bicicleta y me dirijo allí para nadar y escribir en silencio.

Durante el verano lo he hecho a menudo. Primero nado un poco, luego extiendo una alfombrilla y me siento a escribir.

La primera vez fui con Mariane, a quien conocí hace dos años en la tertulia literaria. Ella vivía en Amsterdam, en la casa de una amiga que estaba de vacaciones. Ya la había visto antes en aquellas veladas, pero no sabía que venía al pólder ex profeso desde Amsterdam para asistir a ellas. Solía recitar poemas de renombrados poetas fallecidos, y gracias a ella conocí a los maestros de la poesía holandesa, especialmente a Jakobus Cornelis Bloem, a quien descubrí a través del siguiente poema:

In memoriam

Caen las hojas en los canales amarillos;

vuelven el otoño y el tiempo otoñal a la Tierra,

donde languidecen los oscuros corazones

de los vivos. Él ya nunca lo verá.

Cuánto había adorado todo esto: las calles

en penumbra, la niebla y la dicha plena,

cuando al caer la tarde los desiertos y húmedos

adoquines resultan tan ajenos y tan vastos.

Él había nacido para las cosas silenciosas

con las que vivimos - aunque no el mismo tiempo -,

de las que suspiramos la esencia en nuestro cantar

hasta que nos hundimos, y con nosotros, el canto.

Fue un otoño como ahora: los otoños vuelven,

pero no los corazones, tras su breve estancia;

allí esperábamos, con un cruel anhelo humano,

en la habitación sin aliento en la que él yacía.

Y por siempre me quedó esto grabado:

cuánto más silenciosa es la muerte que el sueño;

que la vida es un milagro cotidiano

y cada despertar, una resurrección.

Mas ahora me encuentro de nuevo en la estación

bendita, donde las hojas caídas se asemejan

a la tenue luz solar de una marea muerta,

pensando: ¿cuánto tiempo más viviré esta quimera?

¿Qué nos queda de la pérdida prolongada

que es la vida? ¿Qué cosas que aún pueda desear?

Para él y para mí un otoño, que morir no puede:

sol, niebla y silencio, y así por siempre jamás.

He incluido en mi libro este poema por los deseos no expresados de mi padre, pues Mariane me dijo que J. C. Bloem era el poeta del deseo y se definía a sí mismo como «la irrealización divina».

Mariane también escribía versos, aunque yo no lo supe hasta aquella tarde en que estaba solo y fui al café de las tertulias. Aunque ese día no había reunión, la encontré allí tomando algo. Tenía la misma edad que yo, y aún no había charlado con ella a solas.

- ¡Dichosos los ojos! -me saludó con efusividad.

Entablamos conversación, y desde aquella tarde somos amigos. No sé si la palabra «amigos» es la adecuada, pero da igual. Un día me dijo que conocía un pequeño lago y me preguntó si me apetecía acompañarla.

Yo no sabía nadar, pero ella me aseguró que no era difícil.

- ¡Incluso es una obligación que aprendas! -insistió.

La acompañé. El lago se encontraba en un paraje tranquilo. No había nadie, sólo Mariane y yo.

Durante una semana entera, fuimos todos los días en bicicleta al lago, donde Mariane me enseñó a nadar. El último día fue al centro del lago, extendió los brazos al máximo y exclamó:

- ¡Ven!

Comencé a bracear y luché hasta llegar allí.

Me aferré a ella. Luego ella se aferró a mí.

• • •

Extendí de nuevo la estera en la orilla, bajo los árboles, con la intención de sentarme a escribir, pero hacía bochorno y me dije que sería mejor nadar primero un rato. Me zambullí en el agua con el propósito de atravesar el lago. Ya lo había hecho varias veces solo. Comencé a nadar tranquilamente, pero cuando todavía no me había alejado ni cien metros de la orilla, sentí que no podía seguir. Presa del pánico, di media vuelta para emprender el regreso. Aunque braceaba con todas mis fuerzas, tenía la impresión de que no avanzaba. El miedo se había adueñado de mí. Miré alrededor con desesperación, pero no había nadie. Ya no sabía nadar. Pedí auxilio a gritos una y otra vez; mi vida había llegado a su fin. Daba manotazos en el agua mientras me hundía. Entonces toqué fondo un momento con la punta del pie. Una brazada más, otra más fuerte, y por fin llegué a la zona donde no cubría.

Salí del agua, me arrodillé en la estera, apoyé la frente en el suelo y me eché a llorar. No sabía por qué ni por quién.

Recogí mis cosas y regresé a casa.

Aunque soy fuerte, y por lo general nada miedoso, aquel día, por primera vez, sentí pánico hasta en lo más profundo de mi ser. ¿Fue por el desgaste que me producía la traducción de los apuntes de mi padre, por el hecho de escribir en holandés y por el cansancio de los estudios? Lo más probable es que se debiera a una acumulación de cosas. Los últimos meses me he matado a trabajar. Sin pausa, intentando día y noche dar forma al libro. Ésa debió de ser la causa. El miedo me había atrapado por mi punto flaco. No volveré a meterme en el agua, y si lo hago, será en una zona donde toque fondo con ambos pies, hasta que haya acabado este libro.

• • •

El día en que nadé hasta el centro del lago donde me esperaba Mariane y me aferré a ella, me regaló un libro. Una antología de Kan Slauerhoff.

- Aquí tienes: tu diploma de natación -me dijo.

Uno de los poemas llevaba por título «Mi hija Cascabelito»:

Rozando la cuarentena, tuve una hija.

Se me ocurrió ponerle Cascabelito.

Hace un año que llegó a nuestra familia.

Ya sabe sentarse, pero todavía le falta hablar.

Si bien el poema sigue, sólo he copiado estos cuatro versos.

Será una coincidencia, pero el caso es que a mi hermana pequeña la llamamos Zangule, cuya traducción sería «cascabelito».

Como Zangule no es un nombre muy bonito para una niña, el oficial era Majbubé.

Mi padre siempre temió que sus hijos fueran sordomudos. Tanto, que no quiso presenciar el nacimiento de sus dos primeras hijas.

El de mi hermana menor lo recuerdo aún muy bien. Yo estaba presente cuando la partera la depositó en brazos de mi padre. Él la sostuvo con una mano contra el pecho, sacó del bolsillo del pantalón un cascabel y lo sacudió suavemente a la altura del oído de la recién nacida. Ella abrió los ojos y lo miró.

- ¿Lo has visto? -gesticuló. No cabía en sí de contento. ¿Lo has visto? La niña oye, no es sorda. -Luego me pasó a mí el cascabel, diciendo-: ¡Prueba tú!

Yo también lo agité con suavidad y mi hermana abrió de nuevo los ojos, dirigidos a mí esta vez.

- ¿Lo has visto? -gesticuló de nuevo mi padre soltando una risotada estentórea que hizo llorar a la pequeña.

• • •

Así fue cómo mi padre y yo nos apropiamos de la niña. Y así fue cómo recibió el nombre de Cascabelito en el lenguaje de gestos.

Todos teníamos nombres diferentes en su lengua, y cada vez que se producía un cambio importante en nuestras vidas, nos los cambiaba. Por ejemplo, a mí al principio me llamaba Mío.

Cuando se llevaba la mano derecha al lado izquierdo del tórax, todo el mundo sabía que se refería a Ismail. Más tarde me cambió el nombre y me puso El Chaval que se Mete en la Cama y Lee. En mi época de estudiante universitario fui El Hombre que Lleva Gafas. Dos años después, El Hombre que no se Encuentra por Ninguna Parte. Y luego, probablemente, El Hombre que se Ha Marchado. Pero el nombre de Cascabelito no lo cambió nunca: la niña se llamó así para siempre.

Ella fue distinta desde el principio. Enseguida se convirtió en la hija de mi padre. También ella había nacido para mitigar sus sufrimientos. Así funciona la naturaleza, o el santo dios de los sordomudos.

Siendo todavía un bebé, se precipitaba a gatas hacia la puerta tan pronto como oía sus pasos. Eso, para él, era un regalo del cielo.

Más tarde le daba masajes en la espalda cuando llegaba de la fábrica muerto de cansancio, le preparaba sopas cuando estaba enfermo y, muchos años después, lo llevó por primera vez a Teherán, donde yo estudiaba, y le enseñó la ciudad. (Yo le había prometido que algún día se la enseñaría, pero nunca logré cumplir mi promesa.) Cascabelito había cogido su cámara y le tomó fotos en varios lugares. Había una instantánea suya muy bonita junto a la estatua del sha Reza Kan, en la que ella le rodeaba el hombro con el brazo. Le había pedido a un transeúnte que se la sacase. Luego llevó a mi padre al aeropuerto y le mostró cómo volaban los aviones. Y por la noche fueron a un cine en el que ponían películas de Charlot.

Cascabelito era al mismo tiempo nuestra alegría y nuestro gran sufrimiento.

De modo natural, en la familia se había producido una especie de separación de aguas. Cascabelito y yo estábamos del lado de mi padre, mientras que mis otras dos hermanas pertenecían más bien al bando de mi madre. Ellas hacían buenas migas con Tine, a diferencia de Cascabelito. ¿Por qué? No lo sé exactamente, pero quizá se aclare en el transcurso del relato. Había una cuestión sobre la cual no cabía duda: Cascabelito era la hija de mi padre por antonomasia.

Ahora que ya sabemos quién es Cascabelito, vuelvo atrás en el tiempo para averiguar dónde está mi padre.

Cuando regresó de la montaña, al principio no lo reconocí. No se semejaba en nada al hombre sobre el que he escrito en los capítulos anteriores. Estaba más viejo y se había encogido.

Era ya bien entrada la noche, cuando alguien llamó a la puerta. Encendí la luz del pasillo y fui a abrir. Me asusté. Mi padre tenía mal aspecto y en la boca ya no parecían quedarle dientes. Me miró a la cara, lo que equivalía a una nueva petición de auxilio. Lo agarré del brazo y lo llevé a la luz.

- Abre la boca -le dije.

Me obedeció. Sus muelas y dientes eran una calamidad, estaban negros y destrozados. ¿Cómo no lo había advertido antes?

- Dolor -gesticuló-. Siempre dolor.

Le brotaron lágrimas de los ojos. Por fin alguien veía qué lo aquejaba y se percataba de su sufrimiento. Tuve que volver en mí, tomar conciencia de nuevo de quién era yo y cuál era mi tarea en la casa. Le acaricié la cabellera llena de canas y gesticulé:

- Ya lo arreglaré. Todo saldrá bien. Yo me encargaré de que se te quite el dolor.

Inclinó la cabeza. ¡Por Dios, inclinó la cabeza en señal de agradecimiento hacia mí!

No teníamos dinero para que le arreglasen la boca, pero eso no importaba. La cuestión era que yo debía ingeniármelas para lograr que le desapareciese el dolor.

Por aquella época había en la ciudad dentistas con consulta propia. También había un hospital, pero los ricos, o al menos quienes podían pagar, intentaban en lo posible no acudir a él, pues conseguir hora era un auténtico calvario. Había que ir al alba, en plena oscuridad, para hacer cola. Algunos incluso llegaban la víspera, provistos de mantas, y pernoctaban allí para asegurarse de que al día siguiente los atenderían.

La cola de los dentistas era la más larga. A veces había que pasarse tres noches seguidas hasta alcanzar la puerta de la consulta. Para colmo, el doctor no hacía más que extraer un diente o una muela cariada al paciente y, acto seguido, lo enviaba a casa con algún analgésico. No se tenía derecho a un tratamiento adicional. Yo había visto allí a hombres hechos y derechos llorando a causa del dolor de muelas.

¿Cómo podía ayudar a mi padre en aquella jungla?

Una mañana fui al centro de la ciudad mucho antes de la hora de entrada al instituto, en busca de un dentista. Había tres por la zona, pero ninguno atendía antes de las diez. En la ventana del primero que fui a visitar, había colgado un papel que anunciaba que no se podía pedir hora hasta dos meses más tarde. El segundo tenía una consulta muy elegante con un gran cartel encima de la puerta, que rezaba: «Las técnicas más modernas para todos sus problemas bucales.»

Pero sólo se podía pedir hora por teléfono, y en el centro de la ciudad había una sola cabina. Además, en mi vida había tocado un aparato de aquellos.

Después de ver esas dos consultas, supe que jamás dejarían entrar allí a mi padre con su arruinada dentadura. Por lo tanto, decidí ir en busca del último, que trabajaba en su casa, cerca del centro. Era una vieja mansión con un pórtico de estilo clásico. En un sencillo cartel se leía: «Pur Bajlul, dentista. De lunes a jueves, de 15 a 19.»

Yo no tenía dinero y era hijo de un paciente que se salía de lo habitual, por lo que me dije que ese cartel y ese horario no iban dirigidos a mí. El doctor estaría durmiendo todavía o leyendo el periódico mientras desayunaba. Golpeé dos veces con la aldaba en la puerta, sin resultado. Volví a intentarlo y me abrió un hombre mayor con una regadera en la mano, sin duda el jardinero.

- ¿Qué pasa? ¿Por qué llamas tan fuerte?

- Buenos días. He venido a ver al doctor Pur Bajlul.

- ¿Acaso no has visto que la consulta se abre a las tres?

- Sí, pero quisiera hablar con él ahora.

- ¿De qué se trata?

- Eso prefiero decírselo a él en persona.

El jardinero me escrutó con la mirada, reflexionó un momento y me dijo:

- Espera aquí; voy a ver.

Me quedé aguardando largo rato en el pórtico hasta que un hombre de pelo cano y con una pipa en la boca abrió la puerta.

- Buenos días, jovenzuelo. Supongo que me buscas a mí.

- Buenos días, doctor. Quería hablar con usted sobre mi padre.

- ¿Tu padre? ¿Qué le ocurre?

- Los dientes. Las muelas.

- Si se trata de eso, no atiendo hasta las tres de la tarde -me dijo, mientras daba caladas a la pipa.

- No, no. Es un asunto que también me atañe a mí.

- Pero también a los dientes y muelas de tu padre…

- Bueno, sí. Tiene unos dolores terribles y…, ¿sabe usted?, le he prometido que le haría desaparecer el dolor.

- ¿Y qué más? Continúa. Dime qué más.

- Pues eso, que tengo que aliviárselo. Eso… es todo, doctor.

Sin apartar la mirada, el dentista siguió fumando.

- ¿Cómo te llamas?

- Ismail.

- ¿Tu apellido?

- Majmud Jazanviye Jorasani.

- Adelante, pasa.

Lo seguí por un jardín con rosales, petunias y manzanos llenos de fruta roja, hasta que llegamos a una sala con ventanales muy altos.

- Dos tés -pidió a la servidumbre.

Me hizo pasar a una habitación cuyas paredes se veían atestadas de libros alineados en anaqueles.

- Siéntate -me ofreció, señalándome una silla.

Una criada nos sirvió el té.

- Bueno, cuéntame tu historia. Me has hablado de tu padre. ¿A qué se dedica?

- Es reparador de alfombras.

- ¿Dónde trabaja?

- En todas partes. No tiene taller propio. Va pregonando por las calles: «Fomba, fomba», y todos saben lo que anuncia.

- ¿Qué quiere decir «fomba, fomba»?

- Mi padre es sordomudo, y ese reclamo se parece más o menos a la palabra «alfombra».

- Ya. Así que tiene problemas en la dentadura…

- Tiene toda la boca podrida. Ha envejecido a causa del dolor.

Encendió una cerilla, la sostuvo junto a la pipa y, tras aspirar profundamente, lanzó el humo. Luego buscó algo en un cajón.

- Supongo que se te está haciendo tarde para ir a clase. Dale a tu padre este par de analgésicos y tráemelo a la consulta mañana por la tarde. Entonces hablaremos.

- Muchas gracias, doctor.

- No hay nada que agradecer.

Me incorporé.

- ¿Te gusta leer, muchacho?

- Sí, doctor.

- Estupendo. Te veré mañana.

El jardinero me acompañó hasta la salida.

- He olvidado decirle algo al doctor. -Sin esperar su respuesta, volví sobre mis pasos.

- ¡Doctor! ¿Me permite…?

- Sí.

- Ha de saber que no puedo pagarle. Quiero decir…, en algún momento le pagaré sin falta. Sé que debería habérselo dicho enseguida, pero… no sé…, al entrar en la biblioteca se me ha olvidado.

- Vas a llegar tarde al instituto. Mañana por la tarde lo discutiremos.

Un año después detuvieron al doctor Pur Bajlul, y no lo soltaron hasta la revolución. Era uno de los principales cerebros de una organización guerrillera clandestina de izquierdas, pero, hasta el momento de su arresto, su función en el partido se había mantenido en el más absoluto secreto, incluso para los propios miembros.

Los servicios secretos del sha encarcelaron a casi todos los dirigentes del Movimiento. Pur Bajlul utilizaba su profesión como tapadera. De ese modo, fue capaz de mantener a flote el partido durante algunos años. Yo no sabía nada de todo eso. No lo supe hasta varios años después, cuando yo mismo pasé a militar en el partido.

En el transcurso de tres meses, Pur Bajlul le extrajo a mi padre, pieza por pieza, todos los dientes y muelas. Con la boca desdentada y el cabello canoso, mi padre se había convertido en un auténtico viejo. Bajlul le dijo que volviese al cabo de dos meses. En esa ocasión, le tomó las medidas de las mandíbulas, le revisó el estado de la boca, comprobó la consistencia de las encías y anotó todos los datos en una libreta.

Yo ya había visto alguna vez una dentadura postiza en la boca de alguien, pero nunca habría imaginado que el doctor tenía la intención de hacerle una a mi padre. Pensaba que estaba condenado a tomar sopa el resto de sus días.

Al cabo de dos semanas regresamos a la consulta. Mi padre se sentó en el sillón de los pacientes.

- Abre la boca -gesticuló el dentista.

Él obedeció.

- Cierra los ojos.

Obedeció nuevamente.

El doctor sacó de una bolsita de plástico las partes superior e inferior de una dentadura postiza y, sin mirarme ni decirme nada, se las colocó a mi padre con cuidado. Cuando acabó, le dio un golpecito en la espalda y dijo:

- ¡Mírate en el espejo!

En lugar de mi padre, fui yo quien se miró. Era mía la boca en la que relucían aquellos nuevos dientes blancos. No era él, sino yo, quien se observaba atónito la boca en el espejo, una boca que contenía un elemento nuevo, moderno. Un elemento joven que no se correspondía con mi rostro, viejo y pálido.

Mi padre pudo volver a comer y fue recobrando peso poco a poco. Se le notaba en la cara que quería seguir viviendo.

Fue la primera persona en toda la montaña en llevar una dentadura postiza. Cuando pasaba las vacaciones de verano con él en la aldea, tenía que tirarle de la manga continuamente para que siguiera andando, pues cada vez que se cruzaba con algún aldeano de cierta edad, se sacaba la prótesis y le mostraba lo buena y fuerte que era. A todo el mundo le recomendaba comprarse una igual.

A veces me veía obligado a soltarle un rapapolvo:

- Ya está bien. Compórtate. Eres padre de tres hijas, métete esa dentadura en la boca; de lo contrario todos pensarán que estás chiflado.

No hubo manera. Siguió haciéndolo a escondidas.

El doctor Pur Bajlul me envió una factura de 3.000 tumanes. Era una barbaridad; nunca conseguiría pagársela, pues mi padre no ganaba más que tres tumanes al día.

- Deberás abonar hasta el último céntimo -aseguró el dentista.

- Lo sé, doctor, pero es que…

Ya estaba todo arreglado: me había concertado una cita con un redactor del periódico local. Si así lo deseaba, podía entrar a trabajar en el diario dos tardes a la semana, a razón de tres horas por día, para clasificar las cartas al director, corregirlas y prepararlas para la impresión. La mitad de lo que ganara sería para mí, y la otra iría destinada a pagar sus honorarios.

Tendría que trabajar muchos años para saldar mi deuda; pero los acontecimientos tomaron un rumbo inesperado. Un año después, cuando me dirigía a casa del doctor con un libro bajo el abrigo, como había hecho tantas veces antes, observé que la calle donde él residía estaba infestada de hombres uniformados. Incluso en la azotea de su casa había tres agentes armados montando guardia. La calle estaba cortada al tránsito, así que me quedé esperando.

Media hora después, tres policías obligaron al dentista a abandonar su residencia. Él salió con la pipa en la boca, fumando. Cuando los agentes lo empujaron para que entrase en el coche, se resistió un momento, se enderezó, aspiró profundamente por última vez, lanzó una mirada a los curiosos y se instaló él solo en el interior.

El coche arrancó y desapareció.