UNO

UNO

La primera señal que Genevieve Dieudonne tuvo de la traición de Ueli el enano, fue el pinchazo de la punta de un arma en su costado derecho, justo por encima de la cadera. La ropa y la piel se hundieron y sintió un pinchazo como de avispa. Había algo peculiar en aquel cuchillo que se deslizó por debajo de los faldones de su chaquetón acolchado y se hundió en su carne.

¡Plata! El cuchillo tenía el filo de plata.

Su cuerpo pareció arder al contacto con el metal encantado. Sintió que la hoja se retiraba y se volvió a medias preparada para la estocada mortal, la puñalada en el corazón. Se oyó sisear y supo que su rostro —la cara que hacía seis siglos que no veía— estaba contorsionado, los ojos enrojecidos, los afilados colmillos desnudos. La húmeda herida de su flanco se cerró y le produjo escozor mientras la sangre resbalaba por dentro de sus calzones.

En algún punto de los riscos cercanos, un ave carroñera chillaba mientras devoraba al más débil de sus polluelos. Rudi Wegner estaba de rodillas y forcejeaba con Sieur Jehan para mantenerlo en el suelo al tiempo que presionaba con una mano el agujero palpitante que el erudito tenía en la garganta.

Aquel paso al que habían llegado, el pedregoso yermo situado en lo alto de las Montañas Grises, resultaba repugnante. Corrían las últimas horas de la tarde y el sol hacía que sus movimientos todavía fueran lentos; en caso contrario, Ueli jamás se habría atrevido a atacarla.

Alzó una mano desnuda con la palma hacia fuera y él posó debajo de su pecho izquierdo para protegerse el corazón. El cuchillo se lanzo hacia ella y vio que la cara de Ueli estaba contorsionada en una mueca feroz. Tenía los dientes, grandes como dedos pulgares, manchados con la sangre del cuello de Sieur Jehan, y pudo ver que entre ellos había fragmentos de piel.

Adelantó la mano y la punta del cuchillo se le clavó justo en el centro. El dolor fue mayor esta vez porque se le desplazaron los huesos. Vio cómo la punta del cuchillo asomaba por el dorso de su mano, la carne se separaba y el metal enrojecido emergía entre los nudillos.

Incluso a través de la sangre que manaba con lentitud, el cuchillo reflejó la última luz del sol. Ueli soltó un juramento y escupió espuma rojiza para luego impulsarse con los hombros e intentar doblarle el brazo hacia atrás y clavarle la mano contra el pecho. Si la plata llegaba a rozarle siquiera el corazón, la pobre Genevieve ya no cumplirla otro siglo.

Ella podía hacer caso omiso del dolor que le producían las heridas —al día siguiente no le quedaría siquiera la más leve cicatriz—, pero la plata la quemaba por dentro. Empujó al enano hacia atrás mientras la hoja se deslizaba unos pocos centímetros a través de su mano causándole un dolor agónico. Sintió la empuñadura del cuchillo contra la palma y cerró el puño para aferrar el arma del enano con unos dedos que no habían perdido su fuerza.

Con la mano libre, él le propino dos puñetazos en los riñones, pero estaba preparada para eso y los golpes no la afectaban. Le dio al enano una patada de lleno en el pecho que lo hizo retroceder y soltar el cuchillo abandonándolo en su mano resbaladiza de sangre. Ueli se agacho para coger la daga curva que llevaba dentro de una bota, y ella le dio un revés. La hoja del cuchillo que asomaba del puño como un dedo adicional le abrió al enano un profundo talo en la frente. Le dolió la mano cuando el arma golpeo contra el cráneo de Ueli.

El enano retrocedió con la sangre cubriéndole los ojos y en su pecho aparecieron tres flechas en líneas oblicuas, hundidas entre las costillas hasta las plumas. Anton Veidt había usado bien su ballesta trifurcada. Genevieve se arrancó el cuchillo de la mano y lo arrojo al suelo, tras lo cual abrió y cerró el puño mientras cicatrizaba la herida que le escocía.

Ueli aún se tambaleaba mientras el veneno de las flechas de Veidt iba haciendo efecto, y sus pequeños fragmentos de muerte corrían por sus venas hasta llegar al cerebro. El cazador de recompensas mezclaba sus pociones con destreza inigualable. Tras ponerse rígido, el enano se desplomó.

Erzbet, la bailarina asesina, rodeó el cuello de Ueli con su lazo de alambre, lo apretó y tiró de él hasta estar segura de que había muerto. Genevieve alargó la mano ensangrentada para coger el pañuelo que Oswald von Konigswald le tendía. Se lamió el tajo saboreando su propia sangre, y luego envolvió apretadamente el pañuelo en torno a su mano para presionar y cerrar la herida que ya cicatrizaba.

—Enano bastardo —dijo Veidt al tiempo que lanzaba un escupitajo sobre el rostro muerto de Ueli—. Uno nunca sabe cuándo uno de ellos va a volvérselo en contra.

—No hables tanto de lo bastardos que son los enanos, cazador de recompensas —dijo Menesh, que se había unido a ellos junto con Ueli—. Mira.

El traidor muerto estaba creciendo, o al menos estaban expandiéndose su esqueleto y sus entrañas. La piel y las ropas del enano se rasgaron y a través de los desgarrones se vio algo rosado y purpúreo. Unos huesos de tamaño humano se desparramaron por el suelo y las húmedas entrañas se derramaron a través de los restos de tiras de piel rasgada del cuerpo de Ueli.

Oswald retrocedió para que sus buenas botas de cuero tileanas no se ensuciaran con aquello. Los ojos aún abiertos de Ueli se salieron de las órbitas, y en las cuencas comenzaron a retorcerse gusanos que las desbordaron y cayeron sobre sus mejillas tensas y su barba. La lengua se le deslizó, fuera de la boca como una serpiente constrictora, se inclinó hacia abajo al tiempo que se alargaba de manera imposible hasta su pecho, y murió. La voz de Erzbet expresó el asco que sentía cuando quitó el lazo de alambre del cuello del cadáver.

—No era un enano de verdad —dijo Menesh.

—De eso no cabe duda —asintió Rudi Wegner, que había renunciado a contener la hemorragia de las heridas de Sieur Jehan y lo había dejado al cuidado de su dócil hechicero—. Pero ¿qué era?

Menesh respondió con un encogimiento de hombros que hizo entrechocar las armas que llevaba colgadas del cuerpo, y toco con la punta de una bota el cuerpo que aun continuaba expandiéndose.

—Un demonio, tal vez. Alguna criatura de Drachenfels.

El enano le propinó una patada al deformado casco de Ueli que cayó por el borde de la cornisa y llegó al suelo mucho después de que se hubiesen olvidado de él.

El olor a muerto se alejó de los restos de la cosa que parecía un enano y había cabalgado con ellos durante tres meses. Ueli había compartido alojamiento y pan con ellos. Nunca se había mantenido al margen de las luchas libradas, y Genevieve sabía que sin aquellos cuchillos que manejaba con tanta destreza, ella habría sido alimento de orcos en varias ocasiones. ¿Acaso Ueli siempre había sido un traidor? ¿Siempre al servicio de Drachenfels? ¿O su traición había comenzado hacía apenas unos instantes, cuando se proyectó sobre él la sombra de la fortaleza? ¡Qué poco sabía en realidad acerca de cualquiera de sus compañeros en esta aventura!

¡Una aventura! Eso le había parecido cuando Oswald von Konigswald, con los ojos encendidos, la había reclutado en la Luna Creciente. Ella había estado trabajando en aquella taberna de Altdorf, intercambiando un trago por otro, durante unos cien años. La longevidad acarrea una pesada carga de tedio. Genevieve, suspendida por toda la eternidad entre la vida y la muerte desde que recibió el Beso Oscuro, había estado dispuesta casi a cualquier cosa que aliviara su aburrimiento. Del mismo modo que Anton Veidt estaba dispuesto a hacer casi cualquier cosa a cambio de monedas de oro, o Sieur Jehan lo estaba con el fin de ampliar sus conocimientos, Rudi Wegner para aumentar su gloria, y Heinroth, muerto hacía semanas, para lograr la ansiada venganza. ¿Y Oswald? ¿Por qué Oswald —el príncipe heredero Oswald, se recordó Genevieve— estaba dispuesto a hacer casi cualquier cosa?

¡Por una aventura! ¡Una búsqueda! El material de las baladas y los libros de cuentos, de las leyendas y las historias de taberna. Ahora, con tantos muertos como habían dejado atrás y dos más que morían ante sus ojos, Genevieve ya no estaba tan segura. La empresa que los había llevado hasta allí ya no parecía sino un horrendo y sucio trabajo de asesinato.

Había que poner punto final a una vida indecente y sucia, pero continuaba siendo asesinato.

—¿Sieur Jehan? —preguntó Oswald.

Rudi, cuyo engañoso rostro de bandido había sido abandonado por el alegre arrebol habitual, sacudió la cabeza. El erudito aún sangraba, pero sus ojos estaban en blanco. Había dejado de patalear, y Stellan el Brujo alzó los ojos del cadáver.

—No tenía ninguna posibilidad. El enano le arrancó la garganta hasta el hueso. Habría muerto desangrado si no se hubiese asfixiado por falta de aire. O al revés. Cualquiera de las dos cosas lo habría matado.

—Ya basta —declaró Oswald—. Debemos continuar. Ya casi ha caído la noche, y las cosas se pondrán más difíciles cuando oscurezca.

Difíciles para los otros; mejores para ella. El sol se hundió en el horizonte y Genevieve percibió que sus sentidos nocturnos despertaban. Ahora podía hacer caso omiso de los ecos de dolor de la mano y el costado. Por encima de ellos, la fortaleza de Drachenfels se alzaba contra el cielo carmesí, con sus siete torreones apuntando al firmamento como dedos engarfiados de manos deformes. Las puertas de lo alto del risco estaban, como siempre, abiertas como una boca en el flanco de piedra. Genevieve vio los ojos en la oscuridad del otro lado de las puertas, casi imaginó siluetas hostiles que pasaban raudas ante innumerables ventanas con forma de ojo.

Allí acabaría esta aventura. En un castillo tan gris y escabroso como las montañas que lo rodeaban. Una fortaleza más vieja que el Imperio y más oscura que la muerte. El cubil del Gran Hechicero.

¡Drachenfels!