SEIS

SEIS

La mujer loca permanecía en silencio. Durante sus primeros días en el hospicio, años atrás, había gritado y embadurnado las paredes con sus propios excrementos. Les decía a todos los que querían oírla que tenía enemigos que iban a por ella. Un hombre con una máscara de metal. Una mujer muerta que era vieja y joven. Habían restringido su movilidad por su propio bien; solía intentar suicidarse metiéndose la ropa en la boca con el fin de asfixiarse, así que las sacerdotisas de Shallya le ataban las manos por la noche. Por último se serenó y dejo de escandalizar. Ahora podía confiarse en ella, dado que ya no era un problema.

La hermana Clementina hizo de la mujer demente su preocupación especial. Hija de padres ricos e irresponsables, Clementina Clausewitz se había consagrado a Shallya en un esfuerzo por pagar la deuda que pensaba que su familia tenía con el mundo. Su padre había sido un rapaz explotador para sus arrendatarios, a los que obligaba a afanarse en sus campos y fabricas hasta que caían de agotamiento, y su madre había sido una coqueta cabeza hueca que dedicaba la totalidad de su vida a soñar con el día en que su única hija pudiera ser presentada ante la sociedad de Altdorf. El día antes del primer gran baile al que asistiría con casi total seguridad un granujiento niño de nueve años que estaba remotamente emparentado por matrimonio con la familia imperial, Clementina se escapó y buscó el solaz de una sencilla vida monástica.

Las Hermanas de Shallya se dedicaban a la curación y la misericordia. Algunas salían al mundo como practicantes generales, otras se afanaban en los hospitales de las ciudades del Viejo Mundo y unas pocas decidían servir en los hospicios. Allí se daba la bienvenida a los incurables, los agonizantes y los que no querían en ningún otro sitio. El Gran Hospicio de Frederheim, situado a treinta y dos kilómetros a las afueras de Altdorf, era donde confinaban a los dementes. En el pasado, aquellos claustros habían sido el hogar de dos Emperadores, cinco generales, siete vástagos de las familias de electores, diversos poetas e innumerables ciudadanos corrientes. La locura podía declararse en cualquiera, y se suponía que las hermanas trataban a cada paciente con igual cuidado.

La demente de Clementina no recordaba su propio nombre —que en los registros del hospicio constaba como Erzbet—, pero si sabía que había sido bailarina A veces dejaba atónitos a los demás pacientes al actuar con una delicadeza y expresividad que desmentía a su salvaje cabello enmarañado y un rostro de profundas arrugas. En otros momentos recitaba para sí una larga lista de nombres. Clementina no sabía qué significaba esa larga letanía de Erzbet y —como alguien dedicada a un culto que abjuraba del acto de arrebatarle la vida a cualquier ser inteligente— se habría sentido horrorizada si hubiese sabido que su paciente estaba recordando a aquellos que había asesinado.

La manutención de Erzbet en el hospicio era financiada por generosas donaciones. Una persona llamada Dieudonne, que jamás la había visitado, había dado orden al banco de Mandrágora para que enviara cien coronas anuales al hospicio mientras la bailarina permaneciese allí. Y también se interesaba por su caso una de las primeras familias de Altdorf. Quienquiera que hubiese sido Erzbet, contaba con algunos amigos influyentes. Clementina se preguntaba si no sería la hija loca de algún noble avergonzado, pero, por otro lado, su único visitante regular era, un anciano notablemente gordo y feo que olía a ginebra y claramente no era la idea que nadie podría tener de un destacado miembro de la alta sociedad. Para la hermana, quien seria en el futuro aquella mujer, tenía más importancia que quién había sido.

Ahora, incluso Clementina tenía que admitir que lo más probable era que Erzbet no sería nadie nunca más. A lo largo de los años se había retirado a su interior, y durante las horas que pasaba en el soleado patio del hospicio se quedaba mirando al vacío sin ver a las hermanas ni a los otros pacientes. No cosía ni dibujaba. No sabía o no quería leer y hacia más de un año que no bailaba. La mayoría de las sacerdotisas pensaban que el silencio de Erzbet era un signo de misericordiosa curación, pero la hermana Clementina sabía que no era así. Se hundía con rapidez. Ahora era una paciente cómoda —a diferencia de algunas de las frenéticas criaturas con las que tenía que tratar la orden—, pero se encontraba mas sumida en su propia oscuridad que cuando la llevaron al hospicio.

Los mas frenéticos —los que mordían, arañaban, pateaban, chillaban y se resistían— acaparaban toda la atención mientras que Erzbet permanecía sentada y quieta sin decir nada. La hermana Clementina intentaba llegar hasta ella y se preocupaba por pasar hasta una hora diaria hablándole. Formulaba preguntas que quedaban, sin respuesta, le hablaba a la mujer de sí misma y tocaba temas generales y, aunque nunca tuvo la impresión de que Erzbet la escuchara, sabía que tenía que intentarlo. A veces reconocía para sí que hablaba tanto para beneficio propio como de Erzbet, ya que las demás hermanas eran de una extracción muy diferente a la suya y demasiado a menudo se impacientaban con ella. Sentía una afinidad con aquella mujer trastornada y silenciosa.

Y entonces llegó el mensajero del príncipe heredero Oswald. Un afable mayordomo con una carta sellada para la suma sacerdotisa Margaret. De algún modo, la hermana Clementina se sintió turbada por la zalamería del mayordomo. El carruaje que traía era negro y le habían puesto discretos barrotes en las ventanas —cosa que resultaba incongruente junto al lujoso tapizado—, especialmente para aquella misión. El escudo de von Konigswald —una corona de tres picos sobre un roble de ramas abiertas— le recordó los tontos sueños de su necia madre. No sabía si sus padres habían renunciado a buscarla, o si sencillamente no les importaba lo bastante para realizar un esfuerzo semejante.

Margaret la llamo a la capilla y le dijo que preparara a Erzbet para hacer un viaje. Clementina protestó, pero una sencilla mirada de la suma sacerdotisa de la misericordia le heló la sangre lo bastante para disuadirla. El mayordomo la acompañó cuando fue a ver a la paciente que se encontraba en el patio. Creyó que la mujer demente advertía la presencia del hombre y vio que los antiguos miedos volvían a aflorar a su rostro. Erzbet se aferro a ella y beso la paloma plateada del ropón de la hermana Clementina que intentaba tranquilizar a su paciente pero no lograba convencerla. El mayordomo se apartó a un lado, al parecer sin impaciencia, y no dijo nada. Erzbet no tenía objetos personales ni mas prendas de vestir que el ropón blanco que llevaban todos los residentes del hospicio. Lo único que poseía era su propia persona y ahora, al parecer, le pertenecía a otro, al capricho de un príncipe.

Clementina se quito el broche de la paloma del ropón y se lo dio a Erzbet. Tal vez le serviría de consuelo. Le confirió al cabello de la mujer alguna apariencia de orden, la beso en la frente y se despidió de ella. El mayordomo ayudo a separar los dedos de Erzbet del ropón de Clementina. Aquella noche, la Hermana de Shallya lloró hasta quedarse dormida, y a la mañana siguiente se sorprendió y avergonzó un poco al hallar la almohada acartonada por las lagrimas secas. Rezo sus oraciones y regreso al trabajo.

La suma sacerdotisa Margaret nunca le dijo a Clementina que, en el carruaje que la llevaba por la carretera de Altdorf, Erzbet había hallado nuevos usos para el alfiler de cinco centímetros de acero de la parte trasera del broche que le había regalado la hermana. Le saco un ojo al mayordomo y mientras el hombre chillaba y se revolcaba en su propia sangre, ella se había clavado el alfiler en la garganta.

Mientras moría, la bailarina asesina nombró a sus muertos por última vez. El mayordomo no había llegado a presentarse, así que tuvo que omitir su nombre, pero cuando por fin se sumía en la oscuridad donde la aguardaban cosas malvadas, recordó añadir su ultima victima a la lista.

—Erzbet Wegner…