CINCO
CINCO
La primera noche pasada en la fortaleza, Rudi dio una fiesta y los invitó a todos. En cualquier caso se habría celebrado una fiesta para señalar el final del viaje, pero Detlef Sierck fue lo bastante amable para dejar que la diese Rudi. Por supuesto, el príncipe heredero Oswald había aportado la comida y el vino, por no mencionar la propia fortaleza, pero Rudi estaba allí para, animar la fiesta.
Las últimas semanas, desde que Oswald lo encontró en la taberna del Murciélago Negro, habían sido buenas para Rudi. No estaba bebiendo menos, pero lo que bebía era de mejor calidad. Había estado contando otra vez las viejas historias la con sus habituales «mejoras», pero ahora había una notable diferencia en el interés que le prestaba su publico. Detlef había escuchado con atención todas sus narraciones de la gesta original hasta el castillo de Drachenfels, y la gente de teatro lo animaba a evocar sus otras hazañas.
A Rudi siempre le había gustado la gente de teatro Erzbet estaba con su circo gitano cuando se conocieron, y él su banda se habían hecho pasar por actores itinerantes en muchas ocasiones. Ahora en su fiesta, la compañía disfrutaba de su mejor historia teatral. Estaba recordando la ocasión en que, poco después de asaltar a un grupo de nobles en el bosque de Drakwald, se había visto obligado a hacer una representación ante los que habían sido sus víctimas con el fin de convencerlos de que él y su banda eran de verdad actores itinerantes y no bandidos. En esta versión, asegura que el señor Hjalmar Poelzig lo reconoció de inmediato pero a pesar de todo insistió en la representación para humillar a Rudi. Rodeados por los soldados de Poelzig, los bandidos de Rudi habían improvisado una tragedia sobre un rey bandido y su reina bailarina y, al finalizar la representación, Poelzig se había sentido tan conmovido que decretó que debían recompensar a Rudi y dejarlo marchar en libertad bajo la protección del propio señor.
Detlef rugió de risa mientras Rudi contaba la historia encarnando por turnos al astuto noble y al insolente joven que él había sido.
En las profundidades de su cerebro embrutecido por el alcohol Rudi recordaba al verdadero noble y a los cinco buenos hombres a quienes había estrangulado con cuerdas de arco cuando dio alcance a los bandidos. Recordaba al carcelero del noble —casi un niño—, y la forma en que había gritado cuando Rudi lo golpeo hasta matarlo contra las piedras de la prisión, antes de escapar por las malolientes alcantarillas del castillo. Sollozando y mugriento, el rey bandido se había marchado a rastras y cubierto de vergüenza como un animal del bosque. Aquellos habían sido tiempos de sangre, suciedad y desesperación.
Cuanto mas hablaba de los días de saqueo, gloria y aventura, más llegaba a creerse que ésa era la verdad. Lo que había sucedido ya no tenía importancia. Erzbet estaba muerta, Poelzig estaba muerto, el chico había muerto y sus sesos embadurnado el suelo aquellos tiempos estaban muertos. Pero las historias vivían, Detlef entendía eso en sus narraciones y dramas. Y también Oswald, con esta obra de teatro que haría llegar los nombres de todos ellos hasta las generaciones futuras. Rudi el sucio asesino, Ruth que aullaba de pena y miedo mientras destrozaba el cráneo de un crío inocente, seria olvidado. Rudi el rey bandido, Rudi el leal aliado del valiente Oswald seria recordado mientras hubiera escenarios que decorar y actores que caminaran por ellos.
Reinhardt Jessner, el rechoncho joven actor que encarnaba a Rudi, pidió otra historia. Rudi pidió otro jarro de ginebra. Los fuegos de las chimeneas se extinguían y las historias se agotaban. Finalmente, Rudi se desplomo, insensible. Podía ver a los otros Detlef que reía, la mujer vampiro Genevieve tan bonita como siempre, Veidt macilento y callado, Breughel que pedía mas vino, pero no podía moverse del sitio que ocupaba junto al fuego. La barriga lo inmoviliza como un ancla. Sentía las extremidades como si se las hubiesen sujetado con grilletes a cuatro balas de cañón. Y la espalda —su espalda que nunca había soldado correctamente, que nunca había vuelto a enderezarse— le dolía como lo había hecho desde hacía un cuarto de siglo y enviaba mensajes de sufrimiento a lo largo de su columna vertebral.
Detlef propuso un brindis «por Rudolf Wegner, el rey de los bandidos», y todos bebieron. Rudi eructó, el olor a nabo le lleno la boca, y todos rieron. Félix Hubermann, el director musical de la compañía, les hizo una señal a algunos de sus músicos, que sacaron los instrumentos. El propio Detlef cogió un rauschpfeife soprano, Hubermann un órgano portátil, y otros escogieron chirimías, salterio, violines, laudes, fagot, como, corneta y viola. La orquesta tocó, los cantantes cantaron y voces no entrenadas se unieron a las profesionales.
Entonaron las viejas canciones: El molinero de Middenheim, Los tristes muchachos de Myrmidia, Gilead el rey elfo, El lamento de Karak-Varn, El cabrero de Appucorn, Vuelve a tu tierra de Bilbali marinero estaliano, El Reik en esplendor, Un osado bandido —ésta varias veces—, A la caza de Manticore, El martillo de plata de Sigmar, La princesa pirata de Sartosa.
Luego las canciones más antiguas, las casi olvidadas. Menesh graznó una incomprensible halada muy larga en idioma enano, y seis mujeres estallaron en lágrimas al final. Hubermann toco una melodía elfa, raras veces oída por los humanos y mucho menos interpretada por uno de ellos, e hizo que todos se preguntaran si sus orejas no eran un pelín puntiagudas de mas y sus ojos algo grandes.
Después de que Detlef insistiera un poco, Genevieve canto las canciones de su juventud, canciones que se habían olvidado hacía mucho tiempo excepto en su memoria. Rudi se encontró llorando con ella mientras cantaba sobre las ciudades que habían caído, las batallas perdidas y los amantes separados. Bretonia siempre ha tenido reputación de deleitarse en la melancolía. Gotas rojas corrían por el adorable semblante de la mujer vampiro, y no fue capaz de continuar. Hay una cantidad verdaderamente escasa de historias bretonianas con final feliz.
Luego volvieron a alimentar las chimeneas con abundante leña, y los músicos tocaron música para bailar. Rudi era incapaz de ponerse de pie, mucho menos de bailar, pero contempló como se divertían los otros. Genevieve daba solemnes saltitos con Detlef en un baile de corte lleno de reverencias y cortesías, pero la música se volvió mas animada y los vestidos comenzaron a volar. Jessner formo pareja con Mona Horvathy, la bailarina que encarnaría a Erzbet y la hizo volar por el aire de tal modo que sus faldas pasaban peligrosamente cerca del fuego. Era como si Rudi estuviera mirándose a sí mismo cuando era joven. Illona era una bailarina briosa y atlética que podía hacer acrobacias que Rudi no había visto jamas. Jessner, que le había hecho confidencias a Rudi, le aseguró que la imaginación y brío físico de Illona no se limitaban al baile en posición vertical. No obstante, a la muchacha le faltaba algo de la gracilidad, el abandono y la seriedad del personaje real. Rudi había hablado con ella, y era una muchacha alegre a quien le encantaba complacer, pero carecía de la pasión de Erzbet. Illona jamas le había arrebatado la vida a nadie, jamas le había perdonado la vida a nadie. No había vivido las experiencias al límite de como había hecho Erzbet.
…, e Illona no acabaría su vida con un suicidio en el camino de vuelta de un manicomio.
Una mano se poso sobre su hombro. Era Veidt.
—Se ha acabado, Rudi. Estamos acabados.
El cazador de recompensas estaba borracho y su rostro sin afeitar era como una calavera que se hundía. Pero tema razón.
—Si, acabados.
—Pero estuvimos aquí antes, ¿eh? Nosotros los viejos. Tu y yo, y el enano, y la muchacha sanguijuela. Estuvimos aquí cuando estos actores estaban en sus cunas. Y luchamos como ellos nunca tendrán que luchar…
La voz de Veidt se apagó al tiempo que se extinguía la luz de sus ojos y él se balanceaba hacia los lados. Al igual que todos ellos, cuando salió del castillo Drachenfels era un hombre diferente del que llegó al exterior de sus puertas. Rudi lamentaba no haber visto al cazador de recompensas en veinticinco años. Habían compartido tanto que deberían haber sido amigos de por vida. El castillo debería haberlos unido, en especial aquellas horas que pasaron heridos en la oscuridad esperando el regreso de Oswald, convencidos de que el príncipe moriría y que seres con garras y dientes irían a por ellos.
El peso del vino se desplazo dentro de Rudi, que sintió una desesperada urgencia de orinar. Se levanto trabajosamente y se alejo de Veidt arrastrando los pies, con la cabeza dándole vueltas como una peonza. Jessner apareció delante de el y le dijo algo que no pudo entender. El actor le dio una palmada en la espalda que lo hizo tambalearse… Los músicos aún tocaban e Illona bailaba sola.
Llegó hasta la habitación contigua, lejos de la luz el clamor. Tras orinar en una chimenea apagada, dio media vuelta para regresar al asiento que tenía junto al fuego, con su amigo.
Ella estaba en la puerta, entre él y la fiesta. Reconoció de inmediato su silueta de caderas esbeltas y largo cabello oscuro. Llevaba su vestido de baile con un corte lateral hasta el muslo y un corpiño impúdicamente ajustado.
—Rudi —le dijo, y de pronto se encontró en un momento de hacia veinticinco, treinta años, en los tiempos de saqueo, gloria y aventura.
—Rudi. —Ella extendió hacia el un brazo en el que tintineaban los brazaletes.
Sintió que el exceso de peso lo abandonaba, y se irguió. Ahora no le dolía la espalda.
—Rudi. —La voz de ella era suave pero premiosa. Invitante pero peligrosa.
Se lanzó hacia Erzbet, pero ella se apartó y desapareció en la oscuridad. Avanzó hacia una puerta y él fue tras la mujer con paso torpe y la traspuso.
Se encontraban en un corredor. Rudi estaba seguro de que era allí donde habían luchado contra las gárgolas vivientes, pero los hombres de Oswald lo habían limpiado, puesto velas nuevas en los candelabros de pared, y extendido alfombras para los dignatarios visitantes.
Erzbet continuó conduciéndolo hacia el corazón de Drachenfels. En la sala del banquete envenenado lo esperaba un hombre. Al principio, debido a la mascara, pensó que era el actor, Lowenstein. Pero no lo era.
El hombre levantó los ojos de la mesa para mirarlo, y sus ojos brillaron a través de las rendijas de la mascara. Tenía un servicio dispuesto ante él, como si fuese a tomar una comida. Pero no había tenedores ni cucharas. Sólo cuchillos.
El hombre cogió un cuchillo que brilló como una llama blanca en su mano.
Rudi, helado de miedo, intentó apartarse y salir otra vez por la puerta, pero Erzbet se encontraba de pie ante ella y le cerraba la ruta de huida. Ahora podía verla mejor. El vestido escotado dejaba ver la gran herida roja que había en su pecho, como una boca aplastada y ladeada.
Echo la cabeza atrás y el cabello se aparto de su rostro, y entonces él pudo ver que no tenía ojos.