DOS
DOS
No había placer comparable a levantarse con el sol y encontrarse en los bosques del Imperio, pensó Karl-Franz I mientras orinaba en los arbustos. Escuchó los cantos de los pájaros mientras nombraba mentalmente cada especie, a medida que las distinguía entre el alborotado curo matinal. Era una hermosa mañana de primavera; el sol va estaba alto y sus rayos caían en cascadas de luz a través de los altos árboles. El Emperador estaba seguro de que hoy encontrarían venados por el camino. Hacia años que no cazaba venados.
En el campamento se oían los gemidos y protestas de aquellos a los que habían despertado demasiado temprano. Karl-Franz se divertía descubriendo cuáles de sus distinguidos invitados despertaba con humor irritable en el bosque, a cuáles les dolía la cabeza a causa de la comida y la bebida de la noche anterior y cuáles saltaban sobre sus caballos, vigorizados por el canto de los pájaros y la fresca sensación del rocío bajo los pies. Se estaba preparando tisana de hierbas en enormes calderos de hierro, y un desayuno ligero.
Algunos de los notables preferían dormir en carruajes tan bien equipados y acolchados como cualquier dormitorio palaciego, pero Karl-Franz sólo quería sentir una manta entre su cuerpo y la tierra. La emperatriz estaba en desacuerdo y había preferido quedarse en casa con una de sus persistentes enfermedades, pero Luitpold, su hijo y heredero de doce años, se solazaba en la libertad del bosque. Continuaba habiendo hombres de armas que cuidaban en todo momento de la familia imperial —Karl-Franz ni siquiera podía adentrarse entre los árboles para vaciar la vejiga sin que lo siguiera una sombra armada con espada—, pero a su alrededor había espacio abierto. El Emperador se sentía libre de las cargas del Estado y aliviado de los agobiantes quehaceres que le imponía el gobierno del país, como resistir incursiones del mal y luchar contra la oscuridad.
El elector de Middenland, que había estado protestando sonoramente desde que se enteró de a quién había contratado Oswald para que pusiera en escena su obra teatral, se frotaba la espalda dolorida y le gemía con suavidad al paje pelirrojo que parecía estar siempre con él. El gran teogonista de Sigmar, un anciano demasiado frágil para una deidad: tan robusta, no había asomado ni un cabello fuera de su carruaje desde que partieron de Altdorf, y sus ronquidos eran objeto de una cierta diversión. Karl-Franz observo a los otros electores y sus asistentes mientras se sacudían el sueño de encima y tomaban té. En ese viaje estaba averiguando más cosas acerca de aquellos hombres y mujeres sobre los que descansaba el Imperio, que en años de reuniones, y grandes bailes cortesanos.
Aparte de Oswald, que montaba como si hubiese nacido sobre un caballo y podía abatir un faisán de un solo disparo de ballesta, el otro elector que parecía del todo cómodo durante aquel viaje era el primogénito de La Asamblea, que pasaba la mayor parte del tiempo comiendo y riendo. Karl-Franz sabía que el joven barón Johahn von Mecklenberg, elector de Sudenland, era un hombre diestro en los bosques, ya que había pasado media vida vagabundeando en busca un hermano perdido, y hacia muy poco que había regresado a su heredad. Johahn daba la impresión de haber visto cosas que hacían que los viajes de placer como este pareciesen significantes por comparación. Llevaba sus cicatrices como si fuesen medallas y no hablaba mucho. La alcaldesa y canciller de la Universidad de Nuln, condesa Emmanuelle von Liebewitz de quien se rumoreaba que era la soltera más deseable del Imperio, no estaba ganándose muchos amigos con sus gimoteos acerca de los tediosos detalles de los centenares de bailes de máscaras y fiestas que había dado. Franz se sintió a la vez divertido y espantado al darse cuenta de que la condesa arrullaba a Luitpold de una manera que no era nada material, sino porque consideraba al futuro Emperador como una buena perspectiva matrimonial a pesar de la diferencia de edades y temperamentos existente entre ambos.
El Emperador cogió la jarra de te que le tendió su camarero y bebió un trago del caliente brebaje dulce. Middenheim estaba preguntando durante cuánto tiempo más estarían en camino, y Oswald hacia un calculo aproximado. El joven Luitpold irrumpió de entre los arbustos con el chaleco sucio y el pelo en desorden, y empujó a Resnais de Manenburgo a un lado para acercar el fuego un conejo que aun se estremecía, al que la flecha del muchacho había herido en un anca. Karl-Franz reparó en que su hijo le llevaba la presa a Oswald para obtener su aprobación y que el príncipe heredero partía diestramente el cuello del animal agonizante.
—Excelente, alteza —dijo el elector de Ostland—. Ha sido un buen tiro.
Luitpold miró en torno, sonriente, mientras Oswald le revolvía el cabello ya desgreñado. Resnais se sacudió la ropa con remilgo y Oswald le hizo un gesto a Karl-Franz.
—Vuestro hijo alimentará a todo el Imperio, amigo mío.
—Eso espero. Necesita que lo alimenten.
Talabecland salió gateando de su enorme tienda con ojos legañosos y sin afeitar, miro al ensangrentado conejo que Oswald tenía en la mano y gimió.
Oswald y Luitpold se echaron a reír, y Karl-Franz los imitó. Así debería ser siempre la vida del Emperador. Buenos amigos y buena caza.
—Venid aquí. —Oswald mojó los dedos en la herida del conejo y trazó líneas rojas en las mejillas de Luitpold—. Ahora, futuro Emperador, ya habéis sido bautizado con sangre.
Luitpold corrió hacia su padre y le hizo un saludo militar, que el Emperador le devolvió.
—Bueno, mi heroico hijo, tal vez deberías lavarte y tomar un poco de té. Puede que gobernemos el mas grandioso país del mundo conocido pero tenemos una emperatriz que nos gobierna a nosotros y quería que te alimentes y te abrigues bien. Hay esposos a los que les han clavado estacas de tienda en los ojos por menos de eso.
Luitpold cogió su jarra.
—Ah, padre, pero sin duda el Emperador Hajalmar fue asesinado por ser espantosamente inadecuado para el trono más que por sus defectos como hombre de familia. Por mis lecciones, creo recordar que murió sin descendencia, así que difícilmente podían acusarlo de descuidar el bienestar de sus herederos, a menos que consideres que su fracaso a la hora de engendrar era una falta de espíritu paternal.
—Has aprendido bien tus lecciones, hijo mio. Ahora límpiate la cara y tomate el te antes de que abdique en favor de tu hermana menor y te deje fuera de la línea sucesoria.
Todos se echaron a reír, y Karl-Franz reconoció la genuina risa que a veces podía provocar, en lugar de las débiles risillas de las personas que creían que un chiste del Emperador era automáticamente gracioso y que la pena de muerte caería sobre cualquiera que pensara lo contrario. Se oyeron relinchos al despertar los caballos en los corrales improvisados por los mozos de cuadra.
—Padre —pregunto Luitpold—, ¿quienes eran los monjes que vinieron por aquí anoche?
—¿Monjes? —pregunto Karl-Franz a su vez, desconcertado—. No tengo noticia de que haya venido ningún monje ¿Tenéis idea de a que se refiere Oswald?
El elector sacudió la cabeza con una expresión perpleja en el rostro. Tal vez demasiado perpleja como si ocultara algo.
—Anoche cuando todos dormían excepto los guardias, yo estaba despierto —comenzó Luitpold—. Estaba preocupado por el casco de Fortunato. La herradura se le estaba aflojando y creí oírlo relinchar, así que me levanté y fui hasta los corrales, pero Fortunato dormía como un tronco. Debí haber soñado que relinchaba. Sin embargo cuando regrese a mi tienda vi unos hombres que estaban de pie al borde del calvero. Al principio supuse que eran los guardias, pero luego me di cuenta de que vestían largos ropones con capucha, como los monjes de Ulric…
El sumo sacerdote del culto de Ulric se encogió de hombros y se rasco la barriga. Talabecland y Middenheim estaban atentos y Luitpold, que disfrutaba con su arena prosiguió.
—Estaban quietos, pero sus caras relumbraban un poco como iluminadas por faroles. Los habría llamado para pedirles que me explicaran que estaban haciendo allí, pero no quería despertar a todo el mundo. Supuse que tú sabrías de que se trataba.
Oswald parecía meditabundo.
—¿Crees que mi hijo podría haber presenciado algún tipo de aparición? Mi difunto padre era propenso a ver espíritus. El don podría haberse saltado una generación.
—No he oído hablar de ningún grupo de espectros semejante —replicó Oswald—. Hay muchas historias acerca de los fantasmas de estos bosques. Mi amigo Rudi Wegner, con quien nos reuniremos en el castillo Drachenfels, conoce y me ha contado docenas de leyendas locales; pero esos monjes no me resultan familiares.
El barón von Mecklenberg profirió un bufido.
—En ese caso, conocéis vuestras propias leyendas menos de lo que deberíais, Ostland. Los monjes de Drachenfels son ampliamente recordados por nigromantes y cazadores de espíritus.
Karl-Franz supuso que Oswald se sintió incómodo a causa de los conocimientos del otro elector.
El barón arrojo lo que le quedaba de te en el fuego y prosiguió.
—Drachenfels mató a muchos durante su vida, y era un hechicero lo bastante bueno para hacer que su dominio sobre las víctimas perdurara después de que murieran. Los espíritus se reunían en torno a el y se convertían en sus esclavos. Algunos incluso se convirtieron en sus seguidores. Se dice que se los veía con hábitos como los que llevan los monjes. Se rumorea que incluso después de muerto su señor, se reunieron para formar una orden en el mundo de los espectros. Estamos viajando hacia la fortaleza de Drachenfels, y es evidente que las víctimas del Gran Hechicero viajan con nosotros.