NUEVE
NUEVE
Laszlo Lowenstein se encontró con su mecenas en plena noche, en la habitación trasera de una casa supuestamente vacía. No le importaba quién era el hombre, pero a menudo se preguntaba qué escondía detrás de la máscara. La carrera de Lowenstein había tenido sus altibajos desde que se vio obligado a marcharse de Talabheim, unos pocos pasos por delante del cazador de brujas. Un hombre de su talento y hábitos era demasiado fácil de encontrar, reflexionó. Necesitaba amigos. Ahora que formaba parte de los actores de von Konigswald, estaba protegido por su relación con el príncipe heredero, incluso por su trabajo con Detlef Sierck. Pero a pesar de todo volvió con su antiguo mecenas, su protector original. A veces pasaban años sin que viese al hombre de la máscara, pero había temporadas en que se encontraban cada día.
Siempre que Lowenstein lo necesitaba, el hombre se ponía en contacto con él, por lo general, a través de un intermediario que nunca había sido el mismo dos veces. En una ocasión fue un enano mutado por la piedra de la disformidad que tenía un racimo de tentáculos alrededor de la boca y un ojo de aspecto gelatinoso que comenzaba a abrírsele en la frente. Esta última vez había sido una niña delgada, que iba toda vestida de verde. Los intermediarios siempre le daban una dirección donde encontraba al hombre enmascarado que lo esperaba.
—Laszlo —comenzó la voz inexpresiva y monótona—, me alegro de volver a verte. Me he enterado de que has estado teniendo una racha de buena suerte.
El actor estaba tenso —no todas las solicitudes de su protector habían sido agradables—, pero se sentó. El hombre enmascarado le sirvió vino, y bebió. Al igual que toda la comida y bebida que le había servido siempre su mecenas, éste era un vino excelente y caro.
—Ésta es una casa nada notable, ¿no te parece?
Miró la habitación, y comprobó que no tenía nada de especial. Las paredes estaban recubiertas por escayola desnuda, excepto donde habían colgado algunos iconos. Había una mesa rústica y dos sillas, pero ningún otro mueble llenaba la estancia.
—Creo que esta noche debe quemarse por accidente. El fuego podría propagarse por toda la calle, por todo el barrio…
Ahora, Laszlo Lowenstein tenía la boca seca; tomó otro sorbo de vino y lo retuvo en la boca mientras recordaba otro incendio, en Talabheim, y los alaridos de aquella familia atrapada en los pisos superiores de una hermosa casa. Recordaba el color de la sangre a la luz de la luna. Era rojo, pero parecía negro.
—¿No sería eso una tragedia, mi queridísimo amigo, una tragedia?
El actor estaba sudando e imaginaba las expresiones del enmascarado, las inflexiones de su voz. Pero no había nada de eso. El mecenas de Lowenstein bien habría podido ser el maniquí de un sastre que había cobrado vida. Hablaba como si estuviera leyendo las frases sin esfuerzo, sólo para pronunciar bien las palabras.
—Has obtenido un bonito papel en el pequeño ejercicio de vanidad del príncipe heredero, ¿verdad? —Lowenstein asintió con la cabeza.
—¿El papel del título?
—Sí, pero es un papel secundario. Detlef Sierck, el dramaturgo, representará el papel protagonista, el del joven príncipe Oswald.
El mecenas de Lowenstein rio entre dientes con un sonido como el roce de una máquina.
—El joven príncipe Oswald. Qué adecuado. Qué absolutamente adecuado.
Lowenstein era consciente de lo tarde que se había hecho.
Debía acudir al palacio a primera hora de la mañana para que Kerreth el zapatero le probara su armadura de cuero con aspecto de hierro Estaba cansado.
—¿Y tu representas…?
—A Drachenfels.
Volvió a oírse la risa entre dientes.
—Ah, sí, el hombre que llevaba una máscara de hierro. Debe ser bastante incomodo, ¿no te parece? ¿Una máscara de hierro?
El actor asintió con la cabeza y el hombre enmascarado rio abiertamente.
—¿Qué…?
—Vamos, Laszlo, escúpelo.
—¿Que queréis de mí?
—Pues nada, amigo mío. Sólo felicitarte y recordarte tus antiguas relaciones. Espero que no olvides a tus amigos cuando logres la fama que tanto mereces. No, espero que no olvides…
Algún ser pequeño lloraba suavemente en la habitación contigua. Algo que balaba como una cabra. Lowenstein sintió un incierto despertar de sus antiguos deseos. Los deseos que lo habían conducido a la vida nómada, que lo habían hecho vagar de una ciudad a otra. Siempre ciudades, nunca pueblos ni aldeas. Necesitaba una población lo bastante numerosa para ocultarse entre ella, pero le era preciso ocultarse a la vez que mostraba su rostro ante el público cada noche. No era una situación fácil, y sin su misterioso protector habría muerto ya siete veces. Lowenstein se controló.
—Yo no olvido.
—Bien. Confío en que hayas disfrutado del vino.
Ahora los gritos eran bastante fuertes y no se parecían en nada a los de un cordero o una cabra. Lowenstein sabía que le aguardaba a continuación. No estaba tan cansado como había pensado, y asintió con la cabeza en respuesta a la pregunta de su mecenas.
—Excelente. Me gustan los hombres que disfrutan de sus placeres, que se solazan con las mejores cosas de la vida. Me gusta recompensarlos. A lo largo de los años he disfrutado enormemente recompensándote.
Se levantó y abrió la puerta. La habitación que se encontraba al otro lado estaba iluminada por una sola vela. La cosa que lloraba estaba atada a un camastro, y sobre una mesa que se encontraba al lado había una bandeja llena de instrumentos brillantes como los que podría tener Kerreth el zapatero, o uno de los barberos cirujanos de la calle Ingoldt. Ahora Lowenstein tenía las manos sudadas y se clavó las uñas en las palmas. Acabó el vino con indecente precipitación y se enjuagó una gota que le había resbalado por la barbilla. Tembloroso, se levantó y entró en la habitación.
—Laszlo, tu placer te aguarda…