CINCO
CINCO
El hombre alto y flaco que tartamudeaba espantosamente se escabulló al concluir su tiempo bajo el foco.
—¡Siguiente! —gritó Vargr Breughel.
Otro hombre alto y flaco subió al improvisado escenario de la sala de baile de von Konigswald. El grupo de hombres altos y flacos se desplazó arrastrando los pies y murmurando.
—¿Nombre?
—Lowenstein —declaró el hombre con voz de tonos profundos y sepulcrales—. Laszlo Lowenstein.
Era una buena voz atemorizadora, y aquel tipo le causó buena impresión a Detlef, que tocó a Breughel con un codo.
—¿Qué has hecho? —le preguntó Breughel al hombre.
—Durante siete años fui actor y administrador del teatro del templo de Talabheim. Desde que llegué a Altdorf he hecho el papel de barón Trister en la producción de El prisionero desolado que se presentó en el Teatro Geheimnisstrasse. El crítico del Spielerde Altdorf se refirió a mí como «el primer actor tarradaschiano de su generación o, en realidad, de cualquier otra».
Detlef miró al hombre de arriba abajo. Tenía la estatura y la voz adecuada para el papel.
—¿Qué te parece, Breughel? —preguntó en voz lo bastante baja para que Lowenstein no pudiera oírlo. Vargr Breughel era el mejor ayudante de dirección de la ciudad. Si en el teatro no hubiera prejuicios contra los enanos, pensó Deflef, sería el segundo mejor director de la ciudad.
—Era bueno en su papel de Trister —respondió Breughel—, pero en el de Ottokar estuvo sobresaliente Yo lo recomendaría.
Lowenstein hizo una reverencia y se lanzó a la declaración de amor a la diosa Myrmidia hecha por el agonizante Ottokar. Tarradasch había declarado estar inspirado por las divinidades el día en que la escribió, y el actor hizo la mejor declamación que Detlef había oído jamás de ese monólogo. El jamás había actuado en Los amores de Ottokar y Myrmidia, y si tenía que compararse con Laszlo Lowenstein, tal vez consideraría posponerlo unas cuantas décadas más.
Detlef se olvidó del actor alto y flaco y solo vio al humillado Ottokar, un altivo tirano llevado a la tumba por un amor obsesivo, arrastrado a actos sanguinarios por las más nobles intenciones, y solo ahora consciente de que la persecución de los dioses continuaría mas allá de la muerte y lo atormentaría por toda la eternidad.
Cuando acabó, el grupo de hombres altos y flacos —inflexibles rivales de los que cabía esperar que solo miraran con odio y envidia a un actor tan bien dotado— aplaudieron de modo espontáneo.
Detlef no estaba seguro, pero creía haber encontrado a su Drachenfels.
—Déjale tu dirección al mayordomo del príncipe heredero —le dijo Detlef al hombre—. Nos pondremos en contacto contigo.
Lowenstein hizo una reverencia y abandono el escenario.
—¿Quieres ver a algún otro? —pregunto Breughel.
—No —replicó Detlef tras pensarlo durante un momento—. Envía a los Drachenfels a casa. Luego que pasen los Rudi, los Menesh los Veidt y los Erzbet.