SIETE
SIETE
Maximilian se mantenía atento mientras hablaba el general. Era tarde, pero el general lo había despertado con órdenes secretas. El general le dijo que tenía que salir de la cama, vestirse y bajar al campo de batalla donde iba a decidirse la suerte del Imperio. Después del Emperador, el general era el líder militar más importante de la Tierra, y Maximilian siempre quería impresionarlo con su obediencia, iniciativa y valor. El general era el hombre que a Maximilian le gustaría ser.
Cuando las órdenes concluyeron y fueron comprendidas, Maximilian ejecutó un saludo militar y se metió al general en el bolsillo del pecho. Aquél era un asunto serio. Vivían momentos de grave peligro. Sólo Maximilian se interponía entre la civilización y la anarquía, y estaba decidido a hacer todo lo que pudiera o morir.
El palacio estaba silencioso a esa hora de la noche. También durante el día reinaba una mayor calma, ya que los amigos de teatro de Oswald se habían marchado. Maximilian los echaba un poco de menos. Había una bailarina que había sido cariñosa con él y le gustaba unirse a sus batallas, hacer sugerencias y preguntas, aunque a la enfermera no le gustaba.
La enfermera desaprobaba un montón de cosas.
En zapatillas, Maximilian casi no hizo ruido al avanzar por los corredores y bajar la escalera. Le faltaba el aliento y le dolía un costado, pero el general querría que continuara. Creyó ver figuras vestidas con ropones entre las sombras de un pasillo, pero no les hizo caso. Nada podría mantenerlo apartado de la refriega ahora que lo necesitaban.
La sala de batalla no estaba cerrada con llave.
Sobre la mesa había varios ejércitos. Goblins enanos, elfos y hombres, y en el centro había un castillo el objetivo. El estandarte imperial flameaba en la gran torre del mismo. Estaba hecho jirones pero ondeaba con orgullo. Los ejércitos ya estaban luchando. En la habitación sonaban los diminutos sonidos de sus armas al entrechocar y las detonaciones de sus cañones. Cuando los herían, los soldados gritaban como insectos. La mesa del campo de batalla hervía de vida. Las espadas en miniatura rasgaban la pintura de los rostros de Plomo. Los muertos se habían fundido y formaban pequeños charcos grises Se alzaban nubecillas de humo, y las trompetas de batalla sonaban como ecos dentro de la cabeza de Maximilian.
El general le había ordenado defender y conservar el castillo para el Emperador. Necesito una silla en la que subirse para llegar a la superficie de la mesa. Puso un pie sobre el campo de batalla, con lo que hizo astillas un puente y empujó un pelotón de guerreros elfos que cayeron en un arroyo pintado. Se irguió como un gigante sobre la mesa. Al entrar en el castillo tuvo que agacharse para esquivar una lampara de araña. Las murallas apenas le llegaban a los tobillos, pero pudo situarse dentro del patio, y los defensores del castillo vitorearon de contento a un campeón semejante.
La luz de la luna entraba por las altas y estrechas ventanas y la batalla nocturna se desplazaba por la mesa adelante y atrás. Los ejércitos habían perdido todo sentido de la dirección y se volvían contra sí mismos. A veces los cuatro parecían combinarse para lanzar una nueva acometida contra el castillo de Maximilian. Cada soldado parecía estar en guerra con todos los demás, y el detecto en aquello las garras del Caos. El fieltro de la colina se desgarró cuando los atacantes se apartaron de las murallas del castillo, y a través de los arañazos se vio la madera oscura.
El general mantuvo alta la moral de Maximilian cuando una ola de goblins ascendió por la colina y abrió una brecha en las murallas. Los ingenieros enanos empujaron una torre de asalto, y las bolas de cañón repiquetearon contra las espinillas del elector. Pero él continuaba reteniendo la fortaleza en posición de firmes y haciendo un saludo militar. El castillo estaba ya en ruinas y los ejércitos atacaban a Maximilian para intentar derribarlo. Buscaban a los defensores y los mataban, y el elector se erguía en solitario ante los enemigos.
Las heridas infligidas a sus pies y tobillos eran como picaduras de mosquito. Unos soldados bretonianos vertieron fuego sobre sus zapatillas, pero lo apagó a pisotones y el fuego se propago entre las filas enemigas. Se echo a reír. En la guerra los hijos de Bretonia siempre se distinguían mas por su malevolencia que por su valentía. Entonces intervinieron los hechiceros de batalla y le lanzaron sus peores encantamientos. Atemorizadores enemigos giraban en torno a sus piernas como peces, y ellos aparto con las manos. Una criatura de tres cabezas con ojos y fauces en el vientre voló hacia el cuello de Maximilian, pero él la atrapó y ésta se deshizo como telarañas en su mano, limpiándosela después en la chaqueta.
Unas lanzas se le clavaron en las pantorrillas y se sintió mareado por estar a tanta altura por encima del suelo. Los goblins escalaban por sus pantalones, le clavaban armas a través de la ropa y le hundían garfios en la carne y los huesos. Había mas fuegos. Entraron en funcionamiento una balista y varios morteros. Las explosiones lo rodeaban por todas partes. Su rodilla derecha cedió y se desplomo, momento en que se alzaron pequeños rugidos de triunfo y su espalda fue acribillada por millones de diminutos disparos. Los cuchillos, pequeños como piojos, lo cortaban, y lanzas como agujas lo pinchaban. Cayó cuan largo era sobre el campo de batalla y derrumbó los restos del castillo, aplastó la colina y mató a centenares de combatientes bajo su peso. Rodó hasta quedar de espaldas y el ejército se acercó a su cara. Dispararon contra sus ojos dejándolo ciego. Los soldados, frenéticos, le prendieron fuego a su pelo, y los guerreros brujos abrieron canales hasta su cerebro. Los lanceros atacaron su cuello, y demonios acabados de conjurar se le metieron bajo la piel, donde excretaron su porquería venenosa.
Los ejércitos avanzaban por encima de él y destruían todo lo que encontraban. Capturaron al general y lo ejecutaron. El hombre fue un héroe hasta el final. Su cabeza rodó por el pecho de Maximilian y rebotó sin vida sobre la mesa.
Cansado y aliviado, Maximilian se sumió en las tinieblas…
* * *
A la mañana siguiente, la enfermera lo encontró muerto entre sus queridos soldados de juguete. Se llamó a los médicos, pero ya era demasiado tarde. El corazón del anciano elector se había detenido por fin. Se dijo que al menos su muerte había sido repentina y tranquila. La triste noticia le fue comunicada al nuevo elector a la hora del desayuno.
Oswald von Konigswald lloró, pero no se sintió sorprendido.