TRES

TRES

Su mecenas había hecho muchísimo por él, y ya era hora de que Lowenstein hiciera algo por su mecenas. Incluso algo tan desagradable, peligroso e ilegal como robar en una tumba.

Además, no era robar en una tumba, realmente; la mujer aún no estaba enterrada, y el mecenas le aseguró que estaba envuelta en hielo en el santuario de Morr, donde el cadáver aguardaba a los jueces del Emperador… y el placer de Lowenstein. El actor alto y flaco atravesó la puerta del santuario y alzó los ojos hacia el cuervo de piedra negra que había sobre el dintel con las alas desplegadas para recibir a los muertos y a aquellos que tuviesen algo que hacer con los muertos.

Enfrente del santuario estaba la taberna del Cuervo y el Portal, la preferida por los sacerdotes de Morr. La negra ave de su cartel se balanceaba al viento y crujía como si le estuviera graznando a su primo del otro lado de la calle. Cerca de allí se encontraban los cementerios imperiales, donde en enterraban a los más ricos respetados y famosos. En Altdorf como en todas las ciudades, el distrito de Morr era el distrito de los muertos.

El hombre enmascarado había facilitado de manera considerable la entrada de Lowenstein. El guardia había sido drogado y yacía en el vestíbulo del largo edificio oscuro, con la lengua fuera de la boca espumeante. Las llaves colgaban en el sitio preciso que le había indicado su mecenas. Ya había estado antes en tanatorios con propósitos recreativos, y los muertos no le inspiraban ningún temor. Esa noche, con la máscara de cuero sobre el rostro, no tenía miedo de nada.

Aparto al vigilante de la entrada para que no lo viesen los que andaban por la calle a hora tardía. En el santuario había un fuerte olor a sustancias químicas y hierbas, y supuso que, de no ser así, olería a muerto. Allí llevaban a los que habían muerto en circunstancias poco claras y los jueces examinaban los cuerpos en busca de indicios de violencia o de enfermedad desconocida hasta el momento. Era un lugar que la gente evitaba. Sólo para asegurarse, puso una mano sobre el pecho del guardia para sentirle el corazón. Latía con fuerza, así que apretó la nariz del hombre y le puso una mano sobre la pegajosa boca, hasta que dejo de latir. A su mecenas no le importaría y Lowenstein pensó en ese acto como una ofrenda a Morr.

De la noche reinante en el exterior le llegaron voces. Lowenstein se oculto en las sombras y contuvo la respiración. Un grupo de juerguistas borrachos paso de largo cantando acerca de la hija del leñador y el sacerdote de Ranald.

Oh mi hermoso doncel,

que has hecho conmigo,

mi padre irá con el hacha,

y no tomo amigo…

Uno de ellos se puso a orinar sonoramente contra la pared de mármol del santuario al tiempo que imprecaba valientemente contra Morr, dios de la muerte. Lowenstein sonrió en la oscuridad. Aquel borracho llegaría a conocer al dios antes o después, como todo el mundo, y se le recordarían sus imprecaciones.

Morr, dios de la muerte y Shallya, diosa de la sanación y la misericordia eran las deidades que de verdad gobernaban la vida de los hombres. El primero en el caso de los viejos y la segunda en el de los jóvenes. Uno podía aplacar a uno o rezar por la intercesión de la otra pero, al final Shallya lloraría y Morr se llevaría el premio.

Lowenstein se sentía más próximo a Morr que a cualquiera de los otros dioses. En la producción que se había hecho en Nuln del Amor inmortal, de Tarradasch, él había hecho el papel del dios de la muerte y se había sentido cómodo con el ropón negro. Tan cómodo como se sentía ahora con la armadura y la máscara de Drachenfels.

Esa noche podría encontrarse con su mecenas máscara a máscara, pensó. Se había dejado puesto el traje y se había colocado la máscara para ir al santuario. Le servia para ocultar su identidad, pero también experimentaba una extraña comodidad cuando la llevaba puesta. Dos días antes, había reparado en que bajo la piel de la frente le abultaban dos rebordes óseos, y sintió que se le ponían ásperas las mejilla normalmente hundidas. Debía haberse contaminado con piedra de disformidad y la mascara le servia para ocultar estas alteraciones. Con el cuero sobre el rostro se sentía mas fuerte, vivo y poderoso. Si su mecenas le hubiese encomendado esta misión en Nuln, se habría sentido ansioso, nervioso, pero ahora estaba sereno y decidido. Estaba cambiando, mutando.

Los borrachos se habían marchado y la noche estaba en silencio. Lowenstein avanzo hacia la parte posterior del santuario donde guardaban los cadáveres. Había que descender una escalera corta cuyas paredes se hundían en la tierra. Encendió una vela y bajo los anchos escalones con cuidado. Hacia frío, y el hielo que se fundía con lentitud goteaba sobre las losas de piedra del suelo. De las vigas colgaban ramilletes de hierbas de fuerte olor con el fin de que el olfato de los visitantes no se viese ofendido. Los difuntos de Altdorf que habían muerto de manera sospechosa yacían sobre féretros altos, al menos aquellos cuya muerte le importaba a la corte del Emperador.

Allí había un joven galán bien vestido cuyos brazos acababan en muñones desgarrados y cuya garganta había sido arrancada por alguna bestia. Allá, un niño con el rostro anormalmente enrojecido y el vientre abierto. Lowenstein se detuvo junto al niño, poseído por el deseo de posar una mano sobre la frente que parecía febril para ver si estaba fría o caliente. Continuo adelante mientras observaba a cada muerto por turno. Muerto por violencia muerto por enfermedad, muerto por causas desconocidas. Todas las muertes estaban representadas allí. Los sacerdotes de Morr habían puesto amuletos del cuervo en torno a los cuellos de todos los cadáveres con el fin de simbolizar el vuelo del espíritu. Para el culto de Morr, los restos mortales eran solo arcilla, y se rendía honores a los cuerpos solo para tranquilidad de los vivos, el espíritu estaba en manos de los dioses.

Por fin, Lowenstein llegó al féretro que buscaba. La muerta estaba fuera de lugar en un lugar tan suntuoso. Con su vestido desteñido y remendado, parecía más el tipo de cadáver que se deja pudrir en la calle, que aquellos sobre los que se inclinaban los jueces y se convertían en objeto de la preocupación del príncipe heredero Oswald. Entre esa gente, todas las muertes eran sospechosas, pero pocas atraían la atención de los sacerdotes de Morr. Todos los otros cadáver que había allí pertenecían a la clase adinerada. Aquella mujer era claramente pobre.

Tenía un tajo desigual en la garganta y el instrumento agresor yacía sobre el hielo, junto al cuerpo. Era la paloma de Shallya que la blasfema había usado para suicidarse. Lowenstein tocó la herida abierta y vio que estaba fría y mojada. Apartó el lacio cabello canoso del rostro macilento. Tal vez la mujer había sido bonita en otra época, pero había dejado de serlo mucho antes de su muerte.

De joven, Lowenstein había visto bailar a Erzbet en Nuln, en una feria ambulante que actuaba en la Gran Plaza. La mujer había ejecutado una extenuante danza en la que combinaba técnicas del ballet clásico de la ópera de Nuln, con a frenética exhibición primitiva de los nómadas de los bosques.

Se había sentido excitado por la actuación, por las piernas bronceadas que se alzaban levantando las faldas, y por los ojos oscuros que reflejaban la luz del fuego. Ella no le había prestado ninguna atención. Fue la noche en que mataron a Bruder Wiesseholle, rey de los ladrones y asesinos de la ciudad. Al día siguiente, la feria se había marchado y los criminales de Nuln se habían quedado sin líder. Erzbet lo había hecho bien. Su precio siempre había sido veinticinco coronas de oro y nunca lo había variado, tanto si su cliente era un noble como un humilde bedel. Había oído decir que —pobre estúpida— siempre insistía en que sus clientes hablaran con ella de ética y justificaran que se quitara de en medio a aquellos de quienes querían librarse.

Y aquí estaba, al fin carne de Morr. Sus muertos la estarían esperando. Bruder Wiesseholle y los incontables otros. Esperaba que ahora ella recordase sus conversaciones éticas y pudiera justificar cada uno de los asesinatos que había cometido.

Dejó la vela junto a la cabeza del cadáver y se preparó para coger lo que había ido a buscar. Si se pusiera a saquear los otros féretros sin duda hallaría anillos, monedas, collares, buenas botas, botones de plata y hebillas de oro. Pero Erzbet no tenía nada que robarle, nada que el mecenas de Lowenstein pudiese querer.

Excepto su coraron.

Lowenstein sacó los pequeños cuchillos afilados como navajas que llevaba envueltos en hule, y probo el que había escogido con la yema del pulgar, donde sintió como un pinchazo sin apenas tocarlo.

Y sus ojos.