TRES

TRES

Cuando Szaradat apareció con las raciones, Kosinski le permitió a Kerrth quedarse con un poco menos de lo habitual. Detlef se daba cuenta de que el pequeño zapatero moriría después de unos meses de esa situación, y Kosinski, en cambio, se haría más fuerte. Entonces el mercenario demente iba a necesitar una nueva fuente de la que sacar su ración adicional, y allí estaba Gughelmo, que era casi un viejo de piernas finas como alambres. Seria el siguiente suministrador de Kosinski, su próxima víctima. ¿Pero, y después de él? Manolo aun conservaba el vigor de los mares y Justus tenía todas las habilidades que uno esperaría de un seguidor del dios patrón de los estafadores y ladrones. Detlef sabía que no estaba en forma. Solo cuando estaba enfrascado en una producción y hacía ejercicios vigorosos todos los días, su peso disminuía hasta resultarle cómodo. Ahora estaba decididamente fofo incluso a pesar de las escasas raciones de comida, y cada mañana Kosinski parecía más fuerte y malvado. Después de que muriesen Kerreth y Gughelmo, Kosinski comenzaría a quitarle comida a él, y Manolo y Justus lo permitirían del mismo modo que él permitía que Kosinski le robara a Kerreth. Como permitirla que aquel bruto le robara a Gughelmo, que era su mejor amigo dentro de la celda. Y si Kosinski le quitaba lo bastante el propio Detlef moriría.

Aquél no parecía un final adecuado para el autor de La historia de Sigmar, la más brillante estrella del Teatro Konigsgarten de Middenheim. Intento contar los corazones rotos que había dejado entre las hijas de la alta sociedad de Middenheim, pero ni siquiera eso lo animó. Meditó acerca de los papeles que aún no había representado, los clásicos que aún no había puesto en escena, las obras maestras que todavía no había escrito. Tal vez, si por algún milagro salía del Alcázar, debería pensar en poner en escena El desolado prisionero de Karak Kadrin, de Tarradasch, como medio para alcanzar el estrellato. Ahora se daba cuenta de comprender de verdad la terrible situación del desolado barón Trister.

Alguien lo tocó, sacándolo de sus ensoñaciones. Era Szaradat, que hacía tintinear las llaves ante su rostro.

—¿Qué quieres? ¿Más pelo? ¿Dedos de pies y manos, quizá, para hacer un guisado de caníbales o usarlos como corcho de tus repugnantes vinos?

El preso de confianza escupió en un rincón.

—Tienes una visita, actor de teatro.

—¡Puaj! ¡Otra vez Gruenliebe! Dile que no me siento bien y que no puedo recibirlo. No, que mi agenda está repleta y que no puedo hacerle un hueco. No, que…

Szaradat levantó a Detlef y le dio un golpe en la cara con las llaves, haciéndole brotar la sangre.

—Verás al visitante o te haré trasladar al ala de castigo. Allí no tendrás los lujos que tienes aquí…

A Detlef no le gustaba la perspectiva de averiguar, a través de su carencia, cuáles eran precisamente los lujos invisibles con los que estaba equipada aquella celda. Suponía que algunos considerarían que era un lujo estar en una celda en la que no había un lobo hambriento. O donde las deposiciones y orines fueran retirados una vez por semana. O el hecho de no estar hundido hasta el cuello en los desechos podridos de una mazmorra provista sólo de una trampilla en el techo.

Szaradat enganchó una cadena al collarín de hierro de Detlef y lo arrastró a través de la puerta. El genio fue conducido como un perro a través de la prisión y expuesto a los gritos y súplicas de los otros internos. El Alcázar llevaba varios siglos de atraso y aún contaba con cámaras de tortura que habían sido usadas durante los reinados de Hjalmar el Tiránico, Didrick el Injusto y Sanguinaria Beatriz la Monumentalmente Cruel. Szaradat miró con añoranza un potro de tormento desmoronado, y luego le echó una mirada de asco a Detlef. No resultaba difícil imaginar lo que estaba pensando el preso de confianza. Teniendo en cuenta como son los Emperadores, Karl-Franz era casi razonable pero¿quien sabía a quién iban a poner en el trono los electores después de él?, Incluso Beatriz, que a los ojos de los historiadores había sido una maníaca evidente, fue votada para el cargo por decisión unánime de los Grandes y Buenos. No podía saberse cuándo Szaradat iba a hacerle quitar el polvo a la bota tileana aceitar las púas de la dama de hierro de Kislev o calentar otra vez la colección de tenacillas y hierros de marcar que ahora colgaban, olvidados, cubiertos de telarañas. Y cuando eso sucediera, el preso de confianza se sentina tan encantado como un padre primerizo y Detlef tendría más causas para lamentar el día en que el refinado y poco fiable elector de Middenheim fije a llamar a la puerta de su teatro.

¡Los Grandes y Buenos, puaj! ¡Los mente estrecha y reptiles era un nombre más adecuado Vengativos y venenosos! ¡Espíritus mezquinos y miserables!

Al fin, Detlef fue llevado a empujones y tirones hasta un patio: diminuto, donde los pies descalzos se le helaron sobre las piedras gélidas. El día estaba nublado, pero a pesar de eso la luz le hizo daño en los ojos. Era como si mirara directamente al sol, y se dio cuenta de lo mucho que se había habituado a la penumbra de la celda.

En un balcón que daba al patio apareció una figura. Detlef reconoció los ropajes negros, las cadenas de oro y la expresión de superioridad del gobernador Van Zandt, quien, al ingresar, le había soltado un discurso sobre la abnegación y la paz mediante el sufrimiento. Se trataba de uno de aquellos funcionarios de una religiosidad tal que Detlef sospechaba que habían hecho voto de estupidez.

—Sierck —dijo Van Zandt— puede que estés preguntándote que es ese olor del cual no has podido librarte durante las últimas semanas……

Detlef sonrió y asintió con la cabeza sólo para seguirle la corriente al gobernador.

—Bueno, lamento tener que decirte esto pero me temo que el hedor eres tú.

Las gárgolas que había justo debajo del balcón vomitaron chorros de agua que cayeron como una lluvia de rocas sobre Detlef, al que derribaron al suelo y lo revolcaron. Intento apartarse de ellos, pero los chorros eran redirigidos y volvían a derribarlo. Los harapos se le hicieron pedazos bajo la presión del agua y las grandes manchas de mugre le fueron arrancadas dolorosamente del cuerpo. Encontró trozos de hielo en el agua, y se dio cuenta de que estaban lavándolo con la nieve fundida de los tejados. Szaradat le arrojó un cepillo de cerdas duras que muy bien podría haber sido uno de sus apreciados instrumentos de tortura, y le ordenó que se frotara con él.

Los chorros cesaron; Szaradat le arrancó los restos de los andrajos del cuerpo y le pinchó con un dedo el prominente estomago mientras sonreía como una rata y dejaba a la vista unos dientes desagradablemente amarillos. Aún chorreando y con la carne de gallina a causa del frío, lo hicieron marchar por un corredor hasta otra habitación. Una vez allí, Szaradat sacó un ropón sencillo del que no podía decirse que fuese elegante aunque era mejor que nada, y le permitió a Detlef secarse con una toalla antes de ponérselo.

—Gruenliebe debe estar volviéndose remilgado con la vejez —dijo Detlef—, para que lo ofenda un olor mucho menos insalubre que el que despiden las actuaciones de sus representados.

Van Zandt entró en la habitación.

—Hoy no tienes que ver a Gruenliebe, Sierck. Tu visitante es mucho más distinguido que él.

—¿Lo bastante distinguido para requerir la atención del gobernador de este agujero de muerte?

—En efecto.

—Me intrigas. Guíame.

Detlef hizo un imperioso gesto con una mano tras reunir una parte de la grandeza que había practicado para los papeles de siete Emperadores en el gran ciclo de Magnus el Piadoso, de Sutro. Con impaciencia, Van Zandt cogió a Detlef por un brazo y lo llevo hasta otra habitación donde al entrar y por primera vez desde su encarcelamiento, lo envolvió el aire cálido de una estancia adecuadamente caldeada por un fuego de chimenea. Allí había ventanas sin barrotes que dejaban entrar la luz, y sobre la mesa descansaba un cuenco con fruta —¡sí, fruta!—, en espera de cualquiera que pudiera desear tomar un bocado entre comidas. La mesa se encontraba sentado. Un hombre de unos cuarenta años que lustraba una manzana sobre una de sus generosas mangas. —Detlef se sintió impresionado por su porte aristocrático y sus penetrantes ojos. Aquel no era ningún visitante caritativo corriente.

—Detlef Sierck —dijo el gobernador Van Zandt, en cuya voz temblaba un temor reverencial en deferencia a aquel hombre—, permítame presentarlo a Oswald von Konigswald vencedor de La oscuridad, fiel al culto de Sigmar, príncipe heredero y elector en funciones de Ostland.

El príncipe heredero sonrió, al Detlef quien tuvo el presentimiento de que sus desastres no habían hecho más que comenzar.

—Sentaos —dijo el vencedor de Drachenfels—. Tenemos mucho que hablar, vos y yo.