DOS
DOS
Desde la terraza del convento, Genevieve podía ver las profundas y lentas aguas libres de hielo del río Talabec, que corría centenares de metros más abajo. Flanqueado por espesos bosques de pino de dulce aroma, el río era como la arteria central del Imperio. No era tan largo como él —que discurría a lo largo de mil ciento cincuenta kilómetros desde su nacimiento en las Montañas Negras hasta su desembocadura en Marienburgo—, pero atravesaba el mapa a lo ancho como un tajo, desde los arroyos rápidos de las Montañas del Fin del Mundo, pasando por el corazón del Gran Bosque, aumentaba su caudal en la confluencia con el Urskoy, daba lugar al puerto fluvial de Talabheim y luego, pesado y cargado de sedimentos negros de las Montañas Centrales, desembocaba en el Reik al llegar a Altdorf. Si arrojara su pañuelo desde la terraza, resultaba concebible que viajara a lo largo del Imperio hasta el mar. Justo en ese momento, una barca fluvial —poco frecuentes en un punto tal alto del río— amarraba en el muelle del convento. Más suministros para la orden de la Noche y el Solaz Eternos.
Allí, retirada de todo, le gustaba la idea de que las aguas corriesen como un torrente sanguíneo. Había acudido al convento para apartarse del mundo, pero los siglos pasados entre los hombres habían hecho que se interesara por los asuntos de éstos, interés que el anciano Honorio desalentaba, pero que a pesar de eso, no podía hacer que olvidara. Al caer la reconfortante oscuridad, observó cómo los altos árboles desaparecían en las sombras y la luna ondulaba sobre las aguas. ¿Cómo estarían las cosas en Altdorf? ¿Y en Middenheim? ¿Gobernaría aun Luitpold? ¿La taberna de la Luna Creciente aun existiría? ¿Oswald von Konigswald seria ya elector de Ostland? Todo aquello no era asunto suyo y el anciano Honorio restaba importancia a sus intereses llamándolos «un sensual deseo de cotilleo», pero ella no podía pasar sin eso. La barca que estaba amarrada abajo. Les dejaría animales, ropas, herramientas y especias. Pero no traería libros, ni música ni noticias. Se suponía que, en el convento, uno debía contentarse con la inmutabilidad de la vida que no se veía atrapada en su caótico desorden de acontecimientos, novedades y tendencias. Un cuarto de siglo antes, Genevieve había necesitado precisamente eso. Ahora, tal vez precisaba volver al mundo.
El convento había sido fundado en tiempos de Sigmar por el padre en la oscuridad del anciano Honorio, Belada el Melancólico, y había continuado inalterado en su aislamiento a lo largo de los siglos. Honorio aun llevaba los bucles típicos de una época pasada hacia mucho, y los otros miembros de la orden preferían la moda de los tiempos en que habían estado vivos. Genevieve volvía a sentirse como una niña y notaba sobre si ojos que la censuraban y criticaban sus vestidos, peinados y anhelos. Algunos de los otros, los Muertos Verdaderos la inquietaban. Eran las criaturas de los cuentos que dormían durante el día y estallaban en llamas al cantar el gallo si no estaban a salvo metidos en ataúdes con un puñado de su tierra natal en el fondo. Muchos tenían las marcas del Caos: ojos como mármoles rojos, colmillos lobunos, garras de más de siete centímetros. Sus hábitos alimentarios ofendían la educada sensibilidad de ella y generaban mucha hostilidad entre el convento y las pocas aldeas forestales de las proximidades.
—¿Qué es un niño más o menos? —preguntaba Honorio—. Todos los que viven de modo natural habrán muerto antes de que yo tenga que volver a afeitarme el mentón.
Genevieve había estado alimentándose menos en los últimos tiempos. Como muchos de los antiguos, estaba superando la necesidad. En algunos sentidos era un alivio, aunque echaba de menos la oleada de sensaciones que acompañaba a la sangre, los momentos en que se sentía más auténticamente viva. Una cosa que tal vez podía lamentar era no haber otorgado nunca el Beso Oscuro; no había hecho ningún vástago, ningún vampiro joven que la mirara como a su madre en la oscuridad, no tenía progenie para sembrar el mundo.
—Deberías haber creado a tu vástago cuando aún eras lo bastante joven para apreciarlo, querida mía —dijo la grácil y majestuosa Melissa d’Acques—. ¡Yo creé casi cien vástagos a lo largo de mis siglos! Todos muy buenos, devotos hijos en la oscuridad. Y todos tan guapos como Ranald.
Chandagnac había sido vástago de Melissa d’Acques, así que la noble mujer vampiro trataba a Genevieve como a una nieta en la oscuridad. A Genevieve le recordaba a su verdadera abuela por el modo de hablar y sus remilgos, aunque Melissa seria siempre físicamente la belleza de veinte años y cabello dorado que había sido mil cien años antes. Por aquel entonces, su carruaje había sido detenido una noche por un bandolero que tenía sed de algo más que de dinero.
Según los libros de conjuros de la orden, Genevieve perdería su capacidad de procrear junto con la sed roja. Pero tal vez no sería así. En las bibliotecas del convento, y mediante la simple observación de sus compañeros de la orden, había aprendido que hay tantas especies de vampiros como de peces o gatos. Algunos aborrecían las reliquias y símbolos de toda clase de dioses, mientras que otros ingresaban en órdenes sagradas y llevaban las vidas más devotas del mundo. Algunos eran predadores embrutecidos que desangrarían de una sola vez a una muchacha campesina, y otros, epicúreos que solo tomarían un sorbo y tratarían a los humanos que los alimentaban como a amantes en lugar de como a ganado. Algunos, diestros en brujería y hechicería, podían transformarse realmente en murciélagos, lobos o sensibles nieblas rojas otros apenas eran capaces de atarse los cordones de las botas.
—¿De qué clase soy yo? —Se preguntaba Genevieve, a veces—. ¿Qué clase de vampiro soy?
El rasgo que distinguía a su clan vampírico —el clan de Chandagnac, que se remontaba hasta Lahmia— de los vampiros de la leyenda oscura, era que ellos nunca habían muerto ni yacido bajo tierra. La transformación había sido llevado a cabo de manera amorosa mientras aún respiraban.
Puede que ella sintiera necesidad de beber sangre pero su corazón continuaba latiendo. Los Muertos Verdaderos —a veces conocidos como los Strigoi— estaban más muertos que vivos y eran, en esencia; cadáveres ambulantes. Pocos de ellos eran decentes; eran los malos, los ladrones de niños, los desgarradores de gargantas, cazadores de ultratumba…
Genevieve y Melisa d’Acques jugaban a cartas en la terraza mientras se ponía el sol, y la calidad del juego mejoraba al despertar sus sentidos nocturnos. Genevieve se pasó la lengua por los afilados dientes e intentó pensar con dos o tres manos de antelación.
—Vamos, vamos, niña mía —dijo Melissa con un gesto grave en su rostro aniñado—, no deberías intentar leer la mente de tu abuela de ese modo. Es mucho más vieja y sabia que tú, y fácilmente podría engañarte con una visión de cartas falsas.
Genevieve se echó a reír, y volvió a perder ante unos triunfos salidos de la nada.
—¿Lo ves?
Melissa rio mientras recogía las cartas. En ese momento era de verdad una niña que reía de una travesura; luego volvió a transformarse en la vieja dama. Dentro del convento, los Muertos Verdaderos estaban levantándose. Los lobos aullaban en los bosques y un enorme murciélago pasó aleteando por el cielo y ocultó la luna por un momento.
Veinticinco años antes, Genevieve había estado implicada en la muerte del hombre vivo más malvado que había existido. Los efectos habían sido calamitosos e imprevistos. Por todo el Viejo Mundo, los agentes del mal —muchos de los cuales habían pasado años encubiertos como ciudadanos corrientes e incluso ejemplares— se transformaron en su auténtico yo monstruoso, fueron heridos por flechas invisibles que les atravesaron el corazón o estallaron en pedazos. Un castillo en Kislev se derrumbó en silencio y redujo a pulpa a un aquelarre de brujas. Millares de espíritus quedaron liberados de las ataduras que los sujetaban a la tierra y pasaron al más allá, fuera del alcance de médiums y nigromantes. En Gisoreux, la estatua de un niño mártir cobró vida de pronto y se puso a hablar en un idioma que nadie entendía, al deshacerse por fin el hechizo que pesaba sobre él. Y el príncipe Ostwald y sus compañeros se convirtieron en los héroes de sus tiempos.
El Emperador Luitpold, avergonzado por su negativa inicial a contribuir a la expedición de Oswald, había enviado un destacamento de la guardia imperial para que limpiara el castillo de los patéticos restos de los inmundos servidores de Drachenfels. Goblins, orcos, trolls, humanos monstruosamente mutados, seres degenerados y hordas de criaturas inclasificables fueron pasados por la espada, quemados e hogueras o colgados de lo alto de las almenas. El Emperador había querido arrasar el castillo hasta los cimientos, pero Oswald intercedió e insistió en que debía permanecer en pie y abandonado como recordatorio del mal que había existido en él. Por los libros, papeles y posesiones de Drachenfels discutieron el gran teogonista del culto de Sigmar y el sumo sacerdote del culto de Ulric, pero al fin fueron a parar a santuarios y bibliotecas de todo el Imperio, accesibles sólo para los eruditos más apreciados y sin tacha.
Genevieve, entre tanto, rechazó todas las ofertas de recompensa y regresó a la taberna de la Luna Creciente. Su parte en la aventura había acabado y no quería volver a oír hablar de ella. Había habido demasiados muertos y cosas peores para que pudiera tomarse la historia a la ligera.
Pero la taberna había cambiado, y ahora estaba abarrotada de curiosos y trastornados. Los juglares querían que les contara su historia; los devotos querían reliquias de su persona; los parientes de las víctimas del monstruo le reclamaban, inexplicablemente, indemnizaciones; los políticos querían que se prestara a que su nombre figurara entre los partidarios de sus causas; un grupo clandestino de jóvenes hijos en la oscuridad quería formar una cofradía de vampiros en torno a ella para influir en el Emperador con el fin de que derogara ciertas leyes contra las prácticas de su especie.
Los leales a la causa de Drachenfels intentaron asesinarla en varias ocasiones, y los notables de mente estrecha que no podían soportar lo que ella era, desacreditaron su papel en la caída del Gran Hechicero e intentaron sugerir que era su aijada secreta.
Lo más inquietante de todo era la multitud de hombres jóvenes que se convirtieron en sus admiradores y que desnudaban sus cuellos y muñecas ante ella implorándole que bebiera en abundancia, y que a veces se cortaban las venas en su presencia. Algunos, pertenecían a ese patético grupo que acosa a todos los no muertos, los que codician el Beso Oscuro y todo lo que éste conlleva; pero otros afirmaban que se contentarían con desangrarse por ella, morir entre temblores de éxtasis en sus brazos.
Ella sólo pudo soportar todo aquello hasta un cierto punto, y al fin se embarcó en una barca fluvial con destino al convento. Había oído decir que existía un lugar así y varios de sus primos en la oscuridad le habían contado historias contradictorias acerca de un refugio remoto para vampiros, pero sólo entonces realizó el esfuerzo de averiguar qué había, de verdad detrás de aquellas historias con el propósito de solicitar ser admitida en la orden de la Noche y el Solaz Eternos. Cuando necesitó encontrarlos, se pusieron en contacto con ella. Era evidente que tenían agentes en todo el mundo.
—Estás contrariada —le dijo Melissa—. Cuéntame qué te sucede. —No se trataba de una sugerencia esperanzada, sino de una orden.
—He estado soñando.
—Tonterías, muchacha. Los nuestros no sueñan. Sabes tan bien como yo que dormimos con el sueño de los muertos.
Genevieve vio el rostro enmascarado dentro de su mente yoyó la escalofriante risa.
—Sin embargo, he estado soñando.
En la terraza se reunieron con ellas Honorio, el vampiro enano, que por entonces era el más anciano de la orden, y otros más. Uno de ellos estaba vivo y nervioso. Se trataba de un hombre joven y bastante bien vestido, aunque obviamente no pertenecía a la nobleza. Genevieve vio algo en él que no le causó muy buena impresión.
Wietzak, el gigante Muerto Verdadero que en otros tiempos había gobernado Karak-Varn con un salvajismo sin igual, contemplaba al hombre con evidente sed de sangre. Wietzak era el ayudante favorito de Honorio y no haría nada que no contara con el beneplácito del anciano, pero el visitante no podía saberlo.
—Mis señoras, espero que perdonaréis la interrupción —comenzó el anciano Honorio—, pero parece que, aunque nosotros hemos dejado el mundo a nuestras espaldas, mundo no está dispuesto a abandonar todo su interés nosotros. Un mensaje una convocatoria ha sido traída hasta aquí. Este caballero es Henrik Kraly, de Altdorf, y quiere hablar contigo, Genevieve. Puedes entrevistarte con él o no, como desees.
El mensajero le hizo una reverencia y le tendió un rollo de pergamino cuyo sello, una corona con un fondo de arboles, ella reconoció y rompió de inmediato. Wietzak rechino los dientes mientras Genevieve leía. En el bosque se produjo una conmoción cuando un murciélago atrapo a un lobo.
* * *
Al cabo de una hora, Genevieve se encontraba a bordo de la barca fluvial, preparada para realizar un largo viaje. Melissa d’Acques le dio un largo discurso de despedida para advertirla de los peligros del mundo exterior y recordarle las dificultades con que se enfrentaría. Genevieve quería demasiado a la vieja dama aniñada para decirle que hacía tres siglos que habían desaparecido los inquisidores que esgrimían estacas de espino, y que las ciudades que ella recordaba como florecientes fuentes de sangre vital estaban ahora abandonadas y en ruinas. Daba la impresión de que Melissa estaba en la orden desde hacia una eternidad. Se abrazaron y Melissa regresó al embarcadero donde Wietzak, uno de los que no podían soportar el agua corriente, aguardaba para acompañarla de regreso a las alturas donde se alzaba el convento. Mientras su abuela en la oscuridad la despedía con la mano, Genevieve tuvo la inquietante sensación de que ambas volvían a estar vivas y que no eran más que jovencitas amigas del alma de dieciséis y doce años que se separaban durante el verano.
Al día siguiente, tumbada en su litera mientras los remeros hacían avanzar la embarcación a través de los bosques, Genevieve volvió a soñar.
El hombre de la máscara de hierro con la risa infernal no la dejaba dormir. Puede que hubiese desaparecido, pero olvidarlo era algo por completo distinto.
Ahora viajaba hacia Altdorf, pero sabía que antes o después, el viaje la llevaría de vuelta a las Montañas Grises por el mismo camino que había seguido veinticinco años antes.
De regreso a la fortaleza de Drachenfels.