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No sabe nada de Marcos, y no ha querido ir hasta donde se encuentran los nadadores del equipo español, para ahorrase burlas y chanzas a costa de su interés. Sabe que él la buscará, y prefiere esperarle en el mismo lugar de la noche anterior, junto a las vallas enrejadas al otro lado de las cuales patrullan los guardias de seguridad con sus perros. La natación es el deporte que más medallas aporta a España en los Paralímpicos. Más de la mitad en la última convocatoria.
¿Qué se debe de sentir al ganar una medalla de oro y escuchar el himno desde el podio?
¿Y dos, o tres… o siete, como pretende su excéntrico compañero?
Su cabeza no da para tanto.
Mientras transcurren los minutos de la espera entra en su habitual torbellino de sensaciones. La carrera de la tarde. Su error en la salida. Su explosión en los metros finales. El éxito alcanzado a sus dieciocho años. Porque ahora se da cuenta de eso, de que tiene sólo dieciocho años, y de que las demás son mujeres hechas, con años de experiencia, más entrenamientos, más solidez competitiva. Mujeres que ya han asumido hace mucho su problema visual.
No es la única sensación.
¿Qué estás haciendo aquí?, piensa.
¿Esperar a Marcos para saber si lo ha conseguido? ¿Sólo eso?
¿O una aventura romántica en una noche mágica de los Paralímpicos?
No digas estupideces, suspira.
Camina un rato, a lo largo de la valla. De vez en cuando dirige sus ojos casi ciegos hacia la Villa Olímpica, por si ve alguna sombra reconocible avanzando hacia ella.
Nada.
De repente se siente furiosa consigo misma y reemprende el camino hasta su pabellón.
Además de la nutrición, saber respirar, y sonreír, necesita dormir porque ha sido un día muy duro, con dos carreras decisivas. Y más lo será el siguiente, en la gran final.
Ha llegado.
Se dispone a subir a su habitación cuando una voz la detiene.
—¡Edurne!
No es Marcos, pero sí uno de sus amigos. Se lo presentó en el viaje. Se trata de Nacho, un nadador de 1500. Se dirige a ella en su silla de ruedas, porque carece de las dos extremidades inferiores. Frena a menos de un metro con una maniobra excéntrica que demuestra su dominio del aparato. Edurne espera algo que ya imagina.
—Marcos ha terminado tarde, y está con las entrevistas y todo eso. Pero me ha llamado para decirme que ya viene de camino.
—¿Y por qué me lo dices a mí?
El joven se encoge de hombros y pliega los labios horizontalmente al tiempo que alza las cejas en señal de inocencia.
—¿Cómo ha quedado? —pregunta ella.
—Segundo.
Lo que ya imagina se hace realidad, pero no por ello lo lamenta menos. Para una persona normal habría sido un éxito, un oro y una plata en dos pruebas. Para el ego de Marcos puede ser un hachazo difícil de digerir.
—Lo siento —es lo único que se atreve a decir.
—Enhorabuena por tu final de mañana —se despide Nacho.
Las noticias vuelan.
Es hora de subir o retroceder. No tiene sueño. Necesita descansar pero no tiene sueño. Algo la atrae de nuevo hacia la zona de la verja. Tiene una duda en su corazón, instalada en mitad de su alma, y necesita despejarla. La respuesta está en Marcos.
No juegues con fuego, se dice.
Cierra los ojos y la negrura es total. Muchas veces lo hace para darse cuenta de lo que, tal vez, la espere el día de mañana, en un futuro quizás lejano quizás cercano. Sus noches en casa tienen un olor, un sabor. Allí, en cambio, las noches son diferentes. Pese a la negrura que la invade sabe que tienen color.
Si pudiera llevarse un poco de todo eso a casa.
El espíritu de los Juegos.
Su espíritu.
No sabe el tiempo que transcurre envuelta en sí misma, dejándose llevar. La carrera, las sensaciones, el misterio, sus sonrisas y sus respiraciones terapéuticas…
—Buenas noches.
Abre los ojos y al final del túnel está él.
Marcos.
—Enhorabuena por tu final de mañana —asiente.
—¿Y a ti por tu segundo puesto? —vacila Edurne.
—¿Ya lo sabes?
—Sí, me lo ha dicho Nacho.
—El que me ha ganado tenía ventaja. Todo esto de ventaja —se lleva su mano derecha artificial a la altura de la mitad de su otro brazo—. Me ha ganado por una maldita centésima porque tenía diez centímetros más de brazo que yo, ¿puedes creerlo?
Está hablando en serio. Ya no bromea.
—No sé qué decirte —confiesa ella.
—Quería hacer historia —se encoge de hombros.
—Seis oros y una plata la hacen igual.
—¿Empiezas a creer en mí?
—Siempre he creído en ti, lo que pasa es que los demás también creen en sí mismos.
—Pues yo sí creo absolutamente en ti, Edurne Román. Y sé que mañana será tu gran día.
—Calla, va.
—Sé que te has clasificado por los pelos, que has tenido una salida nula y luego eso te ha coartado en la segunda. Pero a pesar de todo te has metido en la final, y mañana será diferente.
Cuando uno está en una final todo es diferente.
—¿Y si llego la última?
—Sabes que no será así.
—No, no lo sé, Marcos —se pone seria y echa a andar siguiendo el camino paralelo a la valla de metal.
—¡Eh, eh! —Se coloca él a su lado—. Se supone que el que necesita consuelo soy yo. ¡He perdido el oro!
—¡Has ganado la plata! —grita Edurne.
—¿Y si lo he hecho aposta, para que veas mi lado humano? —le susurra al oído con voz quebradiza.
—Entonces es que eres tonto.
—Es el amor.
—¡Cállate, pesado! ¡Pareces un adolescente!
—Dicen que se tiene la edad de la persona a la que se ama, así que yo tengo dieciocho. Si tú estuvieras enamorada de un señor de sesenta, tendrías sesenta.
Edurne levanta las manos al cielo.
—¿No puedes callarte un rato y escuchar el silencio? —protesta.
Marcos se calla. Caminan una docena de pasos sin hablar. Sin respirar. Y de pronto, al unísono, estallan en una sonora carcajada, expulsando todos los demonios de sus cuerpos, incapaces de resistir más.