8

El coche de Ibai Aguirre se desliza por la carretera con parsimonia. Las curvas son constantes y la senda de asfalto estrecha, con rugosidades y huecos en el falso arcén derecho. A veces, incluso, hay piedras en mitad de la calzada, producto de los desprendimientos rocosos de las alturas. El paisaje es abigarrado, húmedo, con árboles muy cerrados que tapan el mismo sol confiriendo al ambiente un aspecto de hermosa serenidad, con una luz tan suave como limpia.

—Ibai, ¿falta mucho? —protesta Edurne.

—Cinco kilómetros.

—Ya. Hace veinte faltaban diez.

—Cállate y no preguntes, pesada.

—Si pensabas matarme no hacía falta que viniéramos tan lejos.

—Si pensara matarte lo habría hecho hace años.

—¿Cuándo? —Fuerza una sonrisa irónica.

—El día de aquellas semifinales en Pamplona.

—Vale.

Nunca se lo perdonará. Levantó los brazos tres metros antes de cruzar la meta y sin ellos y su impulso cedió una fracción de segundo. El tiempo justo para que le pasara como una exhalación la corredora que venía por detrás. Se desquitó en la final.

La pulverizó, rabiosa, pero la bronca de Ibai se escuchó en Camerún. ¿Cómo se le ha ocurrido preguntarle cuándo?

—Dime dónde vamos, va —le suplica—. No me gustan las sorpresas.

—Esto es terapia de choque.

—Así que me va a doler.

—Más me dolerá a mí si me dices que no quieres arriesgarte.

Arriesgarse es la palabra.

De pronto salen del último recodo y el pueblo aparece en lo alto del repecho rocoso de la derecha, colgado igual que un pesebre en la montaña. Alrededor de la torre de la iglesia se arraciman las casas, apretadas unas con otras, como evidenciando la falta de espacio. Edurne sabe que es su destino porque Ibai reduce la velocidad y enfila el desvió de la carretera, que se convierte en una fuerte pendiente de un 15 por ciento hacia arriba.

Desembocan en una placita coqueta y hermosa, en la que el tiempo parece haberse detenido. Un bar, una tienda de comestibles, un puesto en el que hay de todo, desde periódicos y libros hasta objetos de mil diversa factura, la casa consistorial, la iglesia…

—Dejaremos el coche aquí —le informa su exentrenador, candidato a volver a serlo—. Él vive aquí cerca.

Él.

Ya no pregunta. La espera toca a su fin. Bajan del automóvil ante la mirada curiosa de los escasos testigos de su llegada, casi todo ancianos jugando en las mesas exteriores del bar, y caminan apenas cincuenta metros. Ibai la sujeta del brazo, por si acaso, porque la calle está empedrada y es muy desigual. Justo al detenerse delante de una casa con una gran puerta de madera vieja y gastada, se lo dice.

—Se llama Iker Atoiz. No creo que hayas oído hablar de él. Es ciego, un gran deportista. Lo suyo eran los 5000 y los 10000 metros. Sólo pudo ir a unos Juegos y quedó tercero en 5000 y quinto en 10000. Bronce y diploma olímpico. Después su salud se complicó con otras cosas y tuvo que dejarlo. Pero, para él, fue lo mejor de su vida. Y lo habría sido igual aunque no hubiera subido al podio. En unas Olimpíadas hay visceralidad entre competidores. En los Paralímpicos, no. Son personas que tratan de superarse, nada más. Los dos que tuvo por delante en 5000 eran tan buenos como él, y los que dejó atrás lo mismo. ¿Qué más da? Todos querían ganar, sí, pero la solidaridad entre ellos era lo primero. Eso de «lo importante es participar» sólo se cumple rara vez. Y los Paralímpicos son su mayor exponente. Aunque si quieres ganar… también es lícito.

No le deja abrir la boca. Acaba su explicación y antes de que pueda reaccionar, llama a la puerta. Les están esperando, porque la bienvenida es cálida y afectuosa. Por un lado ella, la mujer, mejillas coloradas, arreglada para la ocasión porque va impecable. Por el otro Iker Atoiz, el hombre al que han ido a ver. Tiene unos cincuenta y pocos años, cabello entrecano y abundante, de cuerpo enjuto y seco. Se sostiene apoyado en un bastón porque cojea levemente, no por la ceguera, según interpreta, ya que se mueve por la casa con soltura. Edurne recuerda el comentario de Naroa acerca de las sillas. La casa es vieja, pero muy confortable y cómoda, para resistir los duros inviernos en la montaña. En la sala hay una vitrina con la medalla de bronce y el diploma olímpico enmarcado en medio de otros trofeos. En la pared hay diversas fotos que el protagonista de la hazaña nunca ha visto y nunca verá. Se le distingue con su entrenador lazarillo, unidos por la cuerda que le sirve de guía y referencia, corriendo rumbo a su destino veinte, veinticinco o treinta años atrás. Edurne lo observa todo con la nariz casi pegada a los trofeos y a las fotos, su única forma de apreciarlo todo.

La del dueño de la casa es distinta.

—¿Puedo verte? —le pregunta Iker.

Edurne se queda sin saber qué decir. El que habla es Ibai.

—Adelante, es toda tuya.

Y el ciego alza sus manos, busca el rostro de su visitante y sigue sus rasgos con los dedos. Apenas un roce imperceptible. Frente, ojos, nariz, pómulos, labios, barbilla, orejas, pelo…

—Guapa —suspira.

—No lo sabes tú bien —afirma Ibai.

—Aunque delgada, tenías razón —lamenta—. Necesitarás rellenarla mucho para que pueda competir con garantías.

—Así que habéis hablado de mí —suspira Edurne sin saber si echarse al cuello de Ibai ahora o esperar a después.

—Por supuesto. Te ha traído para que te convenza de que vayas a los Paralímpicos.

—Te odio —le dice a su compañero con plena convicción.

—Me da igual. Mientras corras…

Es hora de sentarse. Lo hacen en las butacas y el sofá. La mujer les ha preparado un tentempié. Edurne no tiene hambre.

Nunca lo tiene. Su estómago sigue en huelga. Puertas cerradas. Si va a los Juegos, ¿cómo conseguirán engordarla?

¿Y si su estomago se abre con sólo aceptarlo?

Los primeros minutos son de nuevo imprecisos. Ibai habla de lo que está haciendo. Iker Atoiz habla de lo que no está haciendo. Tiene una hija que estudia en Pamplona y otra que lo hace en Bilbao. Por fin, tras uno de esos momentos de silencio extraño en lo que todo parece converger para cambiar el sesgo de la conversación, Iker se dirige a ella de nuevo.

—Ibai me ha hablado mucho de ti.

—Imagínese.

—De tú, por favor.

—Pues imagínate —sigue—. Como hace mucho que no descubre a ninguna chica que pueda correr diez metros seguidos, ha de seguir con las viejas amistades.

—Sé que esto te resultará engorroso —lamenta el ciego—. Una encerrona. Traerte aquí, sin avisar… Pero así es él —dirige sus ojos vacíos a Ibai y agrega sin ambages—: Un capullo.

Edurne se echa a reír y aplaude.

—Me resbala lo que digáis de mí —se encoge de hombros el aludido haciéndose el digno—. Soy un ser amoral y egoísta que sólo busca satisfacer su ego, ya lo sabéis. No hago esto por Edurne, lo hago por mí. Nada más.

—Te ha quedado muy bien, casi me lo creo —dice Iker.

—Porque no me ves la cara, cegato. Hablo muy en serio.

—Si te viera la cara me volvería a quedar ciego, listillo de mierda. Nunca te he tocado con las manos porque sé que eres feo de narices.

—Sois muy amigos, ¿verdad? —pregunta Edurne con ironía.

—Tendrías que haberlos visto u oído cuando eran jóvenes —interviene la esposa.

Edurne piensa en Antonio.

Ella ciega y él de marido.

No puede.

—No sé si lo que vaya a decirte te servirá de algo, cariño —por fin el tono de voz de Iker Atoiz es próximo y amable—. Ibai me ha contado tu caso, y es muy duro. Más allá de la dificultad para ver y de la amenaza de la ceguera que te asola, has perdido aquello por lo que luchabas antes, día a día, y por lo que tal vez vivías. Así que Dios me libre de dar consejos. Ni siquiera soy el más adecuado pese a mi estado. Entendería tanto que no quisieras ir a los Paralímpicos como que quisieras ir. Ibai ni siquiera quiere que te convenza. Quiere que te hable de mi experiencia.

—La tuya fue estupenda. Te trajiste una medalla.

—¿Crees que eso fue lo más importante?

—Sí.

—¿Por qué?

—Está ahí, en esa vitrina. Es real. Puedes tocarla todos los días. No vale lo mismo que una vida, pero casi.

—¿Darías tu mano izquierda por una medalla? Hablo en sentido metafórico, claro.

—Lo daría todo, sí.

—Pues ve y lucha por ella.

—En cuatro meses debería engordar, entrenar, recuperar fondo, prepararme a tope, renunciar a los exámenes de selectividad y perder un año de mis estudios. Un año que, dependiendo de cómo evolucionen mis ojos, puede ser fundamental. No se trata de ir y luchar. Se trata de montar una película muy grande en muy poco tiempo y si sale mal…

—Si sale mal, sale mal.

—¿Así de fácil?

—Tienes miedo a perder.

—¿Y quién no?

—Yo perdí una final, la de los 10000.Y quedé tercero en otra, la de los 5000. Pero, aunque ni siquiera me hubiera clasificado para esas finales, hubiera valido la pena. Ha sido la experiencia de mi vida. Y la lástima es que no pudiera repetirla cuatro años después. No puedes imaginarte lo que es estar ahí. ¿Sabes cuántas veces tocamos el cielo con las manos en una vida? Te lo diré: no muchas. El primer beso, el primer orgasmo, el momento en que te ponen un hijo en los brazos… Yo toqué el cielo aquel día, en el podio. Y como soy ciego, me imaginé el estadio a rebosar, me hice mi gran película, como tú has dicho. Fue inmenso. Por tus marcas antes de que lo dejaras, creo que tú podrías subir a ese podio y tal vez ganar —la expresión de Iker Atoiz se llenó de luz—. ¿Te imaginas escuchar el himno ahí arriba?

—¿Y si no hay himno ni hay nada?

—Nunca lo sabrás si no aceptas la oportunidad que el destino te ha dado.

—Mi oportunidad eran los Juegos Olímpicos —a Edurne se le pone su habitual nudo en la garganta, el mismo que le impide llorar pero también le deja con dificultad para hablar—. Yo tenía que estar ahora preparándome para ellos. Nunca hubiera ganado una medalla, lo sé. Pero quería ir. Después de más de un año en blanco todo esto es…

—¿Te asusta descubrir que aún en tu fatalidad no eres la mejor? ¿Es eso lo que te preocupa realmente? ¿Crees que la vida está en deuda contigo?

Se hace el silencio.

La esposa de Iker Atoiz le coge de la mano.

—Ya le habéis dicho lo que teníais que decirle —les apacigua con su voz—. Ahora dejadla en paz y que tome su decisión.

—¿Qué haría usted, señora? —le pregunta Edurne.

—Fiarme de mi instinto, siempre —es rápida en la respuesta—. Es lo único que de verdad tenemos para avanzar día a día.