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Ibai Aguirre es un veterano curtido en mil batallas. Ha sido campeón de España en un tiempo en que correr en un país sin tradición deportiva era más que un milagro. Y pudo haber ido a unos Juegos Olímpicos. Pudo. Tenía la marca mínima.
Pero se rompió el tendón de Aquiles en unos entrenamientos, tres semanas antes de la cita olímpica.
Ahora lleva treinta años entrenando, y ella ha sido su más hermosa perla.
—¿Cómo estás? —la contempla después de los besos en las mejillas y del abrazo.
Edurne se encoge de hombros.
—Tu madre me ha dicho que estás estudiando.
—Intento recuperar el tiempo perdido, aunque… no es fácil.
—Ya no te veo.
—Ni yo demasiado bien a ti —hace gala de su humor negro.
—No seas sarcástica. No te va.
—¿Para qué quieres verme? —Se cruza de brazos.
—Somos amigos.
—No lo parecía, por los gritos que me pegabas.
—Eso no tiene nada que ver —se defiende él—. Te gritaba porque siempre ibas un poco sobrada y, en el fondo, eras bastante gandula.
Habla en pasado. Todos hablan en pasado.
Su madre asoma por la puerta de la habitación de su hija. Se la nota feliz por la visita.
—¿Quiere tomar algo fresco?
—No, no señora, gracias. Se lo agradezco.
—¿En serio? —Se siente decepcionada.
—De verdad.
La mujer se retira y vuelven a quedarse solos. Su exentrenador está sentado en la silla de su mesa y ella, en la cama, con las piernas cruzadas. La penumbra rota por la lámpara de luz fría arranca rasgos duros y sombras opacas de su rostro delgado hasta la extenuación.
—¿Viste ayer la final? —le pregunta el hombre.
—No.
La mira fijamente y espera.
—Bueno, vale, un poco sí la vi.
—Una final de cien metros no dura más allá de una docena de segundos —le recordó él—. Así que por poco que vieras…
—Todas estuvieron por debajo de sus posibilidades.
—Hubieras tenido opciones.
—¿Has venido para decirme eso y fastidiarme? —No se lo puede creer ella.
—Es lo que hay. Si llegas a estar ahí…
—¡Ibai, ya vale!, ¿no? —Se agita.
Su exentrenador continúa mirándola fijamente. Está muy serio. Como cuando perdía por no dar lo mejor de sí. Aunque es el hombre más cariñoso que existe.
El silencio acaba de exasperarla todavía más.
—Yo no habría ganado, ¿de acuerdo? —se lo dice claro—. Ni siquiera habría conseguido la mínima para ir a los Juegos.
—Eso no lo sabes.
—Mi mejor marca está lejos de lo que ayer hicieron, y eso que no fue una carrera memorable.
—Tu mejor marca es de hace quince meses.
—¿Hubiera progresado tanto en este tiempo?
—Sí. Y en una final… todo es posible.
Ella misma lo pensó el día anterior. No le dice nada nuevo.
Pero una cosa es sentirlo en su corazón, y otra muy distinta que el hombre que le preparaba para la gloria esté ahí, en su casa, en su habitación, hablándole de ello.
¿Qué sentido tiene eso?
No puede creer que Ibai esté hundiéndole ese hierro al rojo vivo, sin motivo.
Porque Ibai nunca hace las cosas porque sí.
Edurne parpadea al comprenderlo.
—¿A qué has venido?
La respuesta de su visitante la columpia en el pasmo.
—A saber si vale la pena.
—No te entiendo.
—Los kilos que has perdido se pueden recuperar, y las fuerzas, con unos buenos entrenamientos, también. Pero esto… —se toca la cabeza con el dedo índice de la mano derecha.
—¿Qué le pasa a esto? —Le imita ella.
—Todo está aquí. Te lo dije muchas veces.
—Por Dios, Ibai… —parece a punto de llorar y le repite la pregunta—. ¿A qué has venido?
Se inclina hacia ella y sus ojos brillan. Es la clase de mirada que solía atravesarla de par en par.
—¿Quieres ir a los Juegos dentro de cuatro meses?
—¿De vacaciones?
—Para competir.
No es un hombre que bromee. Y, sin embargo, para Edurne es más que una burla. Es la máxima crueldad que pueda soportar.
—Va, Ibai. Cállate. Y los Juegos son dentro de tres.
—Hablo en serio —sonríe con astucia por primera vez.
—¿De qué… estás hablando? —Nota que le falta el aliento.
—Los Paralímpicos.
—¿Qué?
—Los Juegos Paralímpicos —se lo repite acentuando su astuta sonrisa.
—¿Quieres que compita con… los inválidos?
—Minusválidos —la corrige—. E incluso esa palabra es poco apta, aunque esté socialmente aprobada. También se les llama discapacitados.
—¡No puedo competir en los Paralímpicos!
—¿Por qué?
—Porque… —su falta de palabras choca con la pétrea resistencia de Ibai—. ¡No puedo y ya está!
—Lo he hablado con los de la Federación —la sorprende aún más—. Con tus marcas anteriores… Eso está hecho. Y a por medalla, que te lo digo yo.
—¡No he vuelto a correr desde hace una eternidad!
—Es como ir en bici. No se olvida. Se pone un pie delante del otro y ya está.
—Dios… Dios… —Edurne se lleva las manos a la cara, no de felicidad, sino de asombro. No puede creer lo que está oyendo. Toda su pasión se desata al exclamar—: ¿Te has vuelto loco o qué?
—Edurne, ya —le pone las dos manos por delante para que no estalle.
—¿Me has mirado? —Ahora sí asoman las lágrimas por sus ojos—. ¡Peso 45 kilos, por Dios! ¡No tengo fuerzas ni para…!
—Dame un mes para ponerte bien y recuperar peso. Otro para tonificar tus músculos. Un tercero para correr y conseguir la marca que necesitas y el cuarto para entrenar a tope y llegar a los Juegos en forma. Y te digo una cosa: la Edurne de antes a la pata coja lo conseguía.
—¡La Edurne de antes!
—Yo veo a la misma, un poco más delgada y jodida pero…
—Eres un cabrón… —siempre le ha tratado con respeto, con devoción incluso. Un segundo padre. Pero ahora le odia—. Un maldito cabronazo…
—Llora —le invita él—. Suelta toda la tensión y la mala leche que has amontonado estos meses. Pero, después, piénsalo.
—¡Me parecería una burla!
—¿Por correr con personas que tiene tu mismo problema? —Pone cara de no entenderlo—. ¿Se lo dirías a las que lo harán? —Ibai se agita mientras crece su pasión—. ¡Querías ir a unas Olimpíadas, era tu sueño! ¡Y puedes ir! ¿Qué más da el apellido?
¿Juegos Olímpicos? ¿Juegos Paralímpicos? ¡Puedes ir, Edurne!
¡Y si puedes… tienes que ir!
No logra vencer el horror.
Porque lo que siente es eso: horror.
¿Cuándo ha aceptado que tiene una minusvalía?
—No, Ibai —niega con la cabeza conteniendo el desasosiego que la inunda—. De pronto, no puedo… hacer como si nada hubiera sucedido y cambiar… —la cabeza se mueve más rápida—. No, no… No, lo siento.
—Piénsatelo. Pero ya, porque el tiempo es muy justo. Los Paralímpicos son en septiembre.
—No sólo es que no quiera, que me parezca cruel. Es… por todo, incluso por los exámenes. No puedo perder el curso ni la selectividad y sé que no lo sacaré todo el mes que viene a la primera.
—Piénsatelo —insiste el hombre.
—Ya está pensado.
—En caliente, no. En frío.
Volver a correr.
Y en unos Juegos.
Pero no con las mejores, sino con…
¿Chicas como ella?
—No es una consolación, Edurne —Ibai Aguirre se pone en pie para irse—. Es una oportunidad. Y eres tú la que se la merece, ¿entiendes? Tú te la has ganado. Aprovéchala.
Se acerca para darle dos besos y ella ni se mueve.
No puede.
Su último aliento acaba de extinguirse.