8

La última prueba de fuego es el instituto.

Antes era la heroína, la campeona del lugar. Admirada por unas y envidiada por otras. Querida por unos y mirada con recelo por otros. Ahora vuelve la sensación, adquirida en los últimos días, de ser un monstruo. Nada ha cambiado, salvo un pequeño detalle en sus ojos. El viejo problema de la concentración y de la comprensión en los estudios se ha convertido en algo peor y en una realidad muy diferente. La chica más popular ha caído del pedestal, y mientras que para unos surge el asombro, para otros nace la indiferencia.

Pero lo peor es la lástima.

La lástima está a caballo de la curiosidad y del morbo.

Edurne camina por los pasillos que hasta hace poco recorría con el ánimo alto, se cruza con rostros ingrávidos, con profesores que le saludan, le dan la bienvenida o le pasan una mano conmiserativa por la cabeza.

Su refugio es Nahia.

—Ven, salgamos de aquí —le dice a la hora del patio.

Nahia es muy distinta a ella, en todo, comenzando por el aspecto. Rubia, algo más baja, redondita, rostro luminoso, se hace querer tanto por su derroche de energía como por su ternura. Si el término «mejor amiga» es específico, concreto, y define a un tipo de persona necesaria como complemento vital, Nahia se ciñe con creces a este patrón. Llevan juntas desde párvulos y lo han compartido todo.

O casi.

—¿Cómo lo llevas? —le pregunta lejos del resto.

—Mal.

—Ya.

—Hace unas semanas no tenía ni idea de que existiera algo llamado retinosis pigmentaria y, cuando empecé a tener problemas de visión, pensé que…

—¿Qué te dijo el médico?

—La retinosis pigmentaria consiste en tener lesiones de capas de la retina, donde están los llamados bastones y los conos del ojo humano. Los primeros permiten la visión nocturna, o con baja iluminación, y la visión periférica, para ver lo que está a nuestro alrededor. Los segundos permiten la visión central y diurna. Al comenzar la enfermedad se lesionan los bastones y más tarde, poco a poco, son dañados los conos. Por eso, el campo visual se reduce concéntricamente hasta llegar a ser tubular. Voy a ver como si lo hiciera por el cañón de una escopeta hasta que… ese túnel se cierre del todo y…

Nahia se estremece.

—Algo podrá hacerse, ¿no?

—Es irreversible —lo dice con cruda sinceridad.

Su amiga se queda en silencio.

—Siento como si la vida me hubiera dado una patada en el culo, ¿entiendes? —Edurne lo expresa con rabia manifiesta—. Yo estaba tan tranquila, y la muy cerda me dice: «Vete, no te queremos».

—No te castigues, va.

—No me castigo, pero es como me siento.

—Si dejas que te coma la moral…

—Nahia —se pone delante para verla bien—, hace unas semanas mis dos preocupaciones eran los exámenes y el prepararme para los próximos campeonatos en los que iba a competir, con la vista fija en las Olimpíadas del año que viene. Nada era más importante, ni siquiera cuando el amor entró a saco en mi vida y Antonio se hizo realidad, porque ha sido una bendición tenerlo —hizo una pausa—. Y, ahora, ¿qué tengo? Esto ha sido tan… repentino. Voy a suspender, porque no tengo ganas de nada, y menos de estudiar, encima con lo que me cuesta. No podré competir más y con ello adiós a mis sueños de ir a unos Juegos Olímpicos. Por último, aunque él no lo acepte, tengo que romper con Antonio, quedarme sin nada.

Nahia la miró horrorizada.

—Pero ¿qué estás diciendo?

—Lo que oyes.

—Tía, tú estas de psiquiatra… Lo que va a darte es una depre de caballo.

—¿He dicho algo que no sea cierto?

—Los exámenes no son tan importantes. Si no apruebas ahora, lo harás en septiembre; y si pierdes un año, no pasa nada.

Lo de no correr más… —su amiga no sabe qué decir en torno a este punto, vacila—. No sé, yo creo que podrías seguir haciéndolo. Puedes ver. Y después… en línea recta, pero seguirás…

—Para competir al más alto nivel necesitas el cien por cien, Nahia.

—No voy a discutir eso contigo —lo pasa por alto—. Pero lo de Antonio me parece…

—¿Qué quieres que haga?

—¡Estáis enamorados, por Dios! ¡Tú te derrites por él y él…!

—Por eso lo hago, Nahia —cierra los ojos al límite—. Tengo que cortar, porque le quiero.

—¿Y qué ganas con eso?

—Estar en paz conmigo misma. ¡No puedo atarle a mí sabiendo lo que me espera!

—¿Y qué te espera? ¡Ni siquiera lo sabes! ¡Dices que eso de la retinosis pigmentaria no tiene patrones fijos, que depende de muchas cosas!

—¡Aunque no me quede ciega ahora, de inmediato, seré una… impedida, una minusválida! ¡Ni siquiera me atreveré a tener hijos, porque eso es genético!

—¡Hoy en día ya se hacen experimentos en ese terreno! —Se altera más Nahia—. Escogen no sé qué de las células madre, les quitan las malformaciones, las limpian y no sé qué más y ya está: te implantan óvulos sanos.

—Por favor… —Edurne se muestra agotada una vez más—. No quiero discutir también contigo.

—Estás ofuscada, eso es todo —suspira su amiga—. Date un tiempo, que pase el verano. Tú no eres de las que se rinde fácilmente. Siempre has sido una luchadora.

—Cuando puedes luchar.

—¡Tú puedes luchar!

—No, no es tan fácil. Mi vida eran mis sueños, comenzando por correr, y es lo primero que pierdo. ¿Sabes el palo que representa eso para mí? Me siento… peor que muerta.

Nahia se deja caer el suelo y se sienta en cuclillas, como si sus piernas no la soportaran. Edurne acaba imitándola, pero de rodillas. Quedan frente a frente, bajo el silencio que las cubre con su paraguas invisible.

Y, de pronto, la voz de Nahia cobra forma con un nuevo tono.

—¿Sabes? A mí nunca me ha aplaudido nadie, ni he hecho nada importante. En las funciones escolares hacía de árbol o de piedra. Jamás fui la protagonista —se enfrenta a Edurne con una mirada directa—. Tú has hecho más en diecisiete años que yo en toda mi vida pasada, presente y posiblemente futura.

—Así que como he hecho todo esto, ya tengo que sentirme completa.

—No, eso no. Pero si has llegado hasta aquí, no puedes rendirte ahora. Quizás no puedas correr como lo hacías antes, pero hay muchas formas de hacerlo, no necesariamente tiene que ser en una pista de tartán. Si te paras ahora es como si alguien te rebasara en los diez metros finales y tiraras la toalla.

—He perdido carreras porque en los diez metros finales alguien ha hecho un sprint que me ha dejado clavada y yo no he podido seguir su tren.

—Y, en la siguiente carrera, te olvidabas de ello.

—Nahia… —no sabe cómo decírselo—, ¿por qué todos creéis saber más que yo y encima me ponéis ejemplos deportivos?

Esto no es una película americana de superación personal con música de fondo. Esto es la vida real.

—Haz que tu vida sea una película.

La frase de Nahia le impacta.

No puede pensar, ni reaccionar, está bloqueada. Lleva así unos días que se le han hecho eternos y angustiosos. Despierta por las mañanas repitiéndose que todo ha sido una pesadilla, un mal sueño, y a los dos segundos se da cuenta de que no, que es de verdad; así que levantarse de la cama ya es un mundo en sí mismo, y salir de la habitación, enfrentarse a lo cotidiano, es un universo. Antes madrugaba, iba a entrenar, asistía a clases y, por la tarde, entrenaba otras dos o tres horas. Una vida a tope y completa. Y, con Antonio, círculo cerrado y perfecto. Ahora las horas se amontonan sin sentido. No sabe qué hacer, no tiene hambre, el odio hacia sí misma la domina, incluso le da miedo.

La cabeza le estalla.

—Date tiempo —Nahia se pone en pie para regresar a las aulas.

—¿Para qué? ¿Para volverme loca?

—No seas amargada, por favor.

—No lo soy.

—Te estás preparando el terreno, buscándote excusas, coartadas en las que apoyarte. Lo que sea, menos ser tú misma y luchar.

Edurne no se mueve. La ve dar dos, tres pasos.

—Encima tengo la culpa yo —le dice a Nahia.

Su amiga no se detiene y sigue caminando.

A los siete pasos, y sin volver la cabeza, extiende su mano derecha hacia atrás, para que Edurne se una a ella.