3

A veces se lo comería a besos.

A veces sigue sintiéndose una carga.

Ha intentado apartarlo, pero no puede, ni él se deja, tozudo y dispuesto a soportarlo todo. Si el amor existe, si es algo más que una palabra dulce para los románticos, Antonio es la prueba. Al comienzo fue grosera, estúpida, y se portó tan y tan mal que otro, con menos resistencia, habría acabado pasando de ella.

Antonio no. Con una paciencia infinita fue superando cada palo, cada grito, cada desprecio, los días y días en que, encerrada en casa, no salía ni quería hablar o ver a nadie. Le decía que no volviera, que no quería tenerle más a su lado, y al día siguiente estaba allí, como si tal cosa. Y mientras sus ojos han ido perdiendo fuerza, su amor la ha ido ganando. Es el único que no le atormenta por su extrema delgadez. El único que confía en ella.

—Todo pasará —insiste.

Edurne sabe que no es tan sencillo, pero ya se ha rendido.

Su visión a través del túnel es el centro de su existencia.

Pero más allá de ello, Antonio está a su lado. No juzga. No valora. No predispone. No la dirige. No interfiere. Sólo está a su lado.

Y eso es mucho más de lo que podía esperar.

Éste es uno de esos días en los que se lo comería a besos.

Y lo hace.

Se entrega a él con furia, con pasión desmedida. Le abraza y le siente, funde su boca con la suya, sus lenguas se entrelazan como si pelearan por ese espacio minúsculo mientras beben de su esencia. Es un beso largo, prolongado, que incluye mordidas desesperadas en los labios y la agitación del deseo incontrolado. Lo último que hace es estirar su labio inferior con los dientes, más y más, hasta soltárselo al tiempo que suspira, vencida.

Y Antonio no es tonto. Sabe interpretar las señales.

—¿Qué te pasa?

—Nada.

—Ese beso ha sido… demoledor.

—¿Ha de pasarme algo para que te bese en plan demoledor?

—Eso no ha sido un beso, ha sido un grito.

—Vaya por Dios —se aparta de él herida en su susceptibilidad—. El psicólogo.

—¿Estás nerviosa por los campeonatos de España?

—¡No!

—Vale, vale. Me callo —levanta las dos manos formando una pantalla protectora.

—¿Por qué el mundo cree saberlo todo sobre mí? —protesta ella.

—Yo no soy todo el mundo —se defiende Antonio.

Edurne pasa del afecto y de la necesidad a la rebeldía. Es frecuente. Sus cambios de humor también tienen que ver con su estado, la falta de consistencia corporal que la lleva a una falta de consistencia mental y anímica. Todo la indispone. Todo la predispone al estallido furioso o a la rabia incontrolada. Hace un segundo se lo comía con su beso y ahora querría asesinarlo. Al menos un poco. Lo justo para quitarse de encima lo que siente, lo que le producen sus palabras.

—Ven —alarga él la mano para recuperarla.

—No.

—Dame otro beso.

—Si te muerdo ahora, te hago sangre.

—Muérdeme.

—Ya.

—Ven —la atrapa y la abraza.

—¿Por qué te empeñas en quererme? —le pregunta de pronto.

Y Antonio entiende que sí, que le pasa algo, así que hace gala de toda su probada paciencia.

—Eres maravillosa.

—No seas idiota, por favor —está a punto de agregar que sólo la pena le hace quererla, pero sabe que a estas alturas es demasiado.

—Voy a comprar un cilicio.

—Hablo en serio.

—Todo pasará. Date tiempo.

—No pasará. Llevo así un año y pico, ¿vale?

Antonio le acaricia la mejilla y ella se estremece. Sabe cómo tocarla, de qué manera hacerla sentir mujer, de qué forma nublarle la mente con su cariño. Por eso, no puede con él. Por eso, aunque ha tratado de apartarle de su vida, no lo ha logrado, y Antonio sigue ahí, a su lado, luchando con ella a su modo, que es el de soportárselo todo.

Le mira de cerca. Le ve y se aferra a esa imagen.

Quizás un día, si llega a estar ciega del todo, sea lo que mejor pueda recordar.

—Pasará —le asegura él.

—¿Cómo lo sabes?

—Siempre has sido diferente, y no por correr y ser la reina de la velocidad. Lo eres por resistirte a todo, por estar siempre contenta…

—Eso sería antes.

—Volverás.

—Sabes que no nos casaremos ni nos iremos a vivir juntos ni nada de eso, ¿verdad? —Le dispara con balas de plomo.

—No, no lo sé —manifiesta él con una serenidad absoluta.

—Yo sí.

—¿Por qué?

—Dentro de quince años nos aburriríamos, o nos odiaríamos.

—¿Y tú qué sabes?

Edurne calla. No quiere ser más cruel. Tampoco está segura de lo que dice. Para muchas personas el amor es una vocación. Y Antonio es una de ésas. Necesita el amor, y cuando lo ha encontrado no renuncia por nada. Quizás, con él sí podría llegar a vieja y caminar cogidos de la mano con ochenta o noventa años, como algunas parejas de ancianos.

—No hagamos planes, ¿vale?

—Vale.

Ahora es Antonio el que la besa, pero no como lo ha hecho ella, sino con ternura, saboreando sus labios. No tiene más remedio que rendirse.

Rendirse al beso y a lo que la tortura.

—Si lo mío era un grito, lo tuyo es un rezo —susurra apenas separada unos milímetros de él.

—No, es una canción —le corresponde—. De amor, claro.

Es el momento.

Edurne abre las compuertas de su última realidad.

—Ibai me ha propuesto ir a los Paralímpicos, Antonio. Y aunque he dicho que no, casi furiosa, como… como si me insultara, la verdad es que no sé qué hacer.