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Al llegar a su casa, no la reconoce.
Al llegar a su habitación, se siente extraña.
Todas aquellas pruebas, las visitas, el miedo a que algo suceda con sus ojos, se ha visto confirmado. Y ya no hay vuelta atrás. Su vida se ha detenido en un punto muerto, pasa por una especie de embudo que le colapsa la razón. Ahora ya no siente un émbolo que la empuja, sino que percibe el fluir del gota a gota a través del agujero del embudo.
—Cariño…
—Ahora no, mamá.
—Hemos de hablar.
—Quiero estar sola, ¿de acuerdo?
—No puedes…
—Sí, mamá —la mira desde una enorme distancia anímica—. Sí puedo.
La mujer no puede contener las lágrimas. Las que ahora ya no vierte su hija.
—Leire —la sujeta su marido.
Y la dejan en su habitación. Cierra la puerta. Se aísla.
De pie, quieta.
Apaga la luz.
Pero sólo resiste diez segundos la oscuridad. Alarga la mano y pulsa de nuevo el interruptor. Quiere gritar. Algún día puede que esté ciega, ahora todavía no. Aún así, vacila, sin saber qué hacer, si sentarse o caminar como un perro enjaulado, si llamar a alguien o comérselo ella sola.
Abre la ventana y observa el mundo difuso que se extiende al otro lado. Difuso porque se lo emborrona la humedad de los ojos. Las personas que se mueven por la calle caminan ignorantes y apacibles. Para cada cual, «su» problema es el más grande y el más grave. El piso que la pareja de novios no puede comprar, el que sí han comprado los recién casados y van a pagar hasta que tengan ochenta años, el suspenso del hijo, el novio poco grato de la hija, el divorcio de la pareja que años atrás era impensable cuando se comían los dos a besos en el parque, el posible despido por cierre de la empresa…
Edurne mira hacia abajo y piensa en saltar.
Una simple fracción de segundo.
La voz de Ibai Aguirre, su entrenador, le sacude:
—¿Sabes cuándo se ganan las carreras? ¿Con una buena salida, con un buen ritmo, yendo bien preparada, olvidando los nervios, teniendo suerte, con mentalidad? ¡Bla, bla, bla! Las carreras se ganan cuando todo está perdido, cuando apretamos los dientes y decimos ¡y una mierda voy a llegar la última, o la segunda! ¡Las carreras se ganan en los últimos diez metros, cuando olvidamos todo lo que no sea correr, porque la meta no es el fin, sino la catapulta para otra carrera más!
No es la única voz que estalla en su cabeza.
Retrocede, se aparta de la ventana y al notar la fragilidad de las piernas, se sienta en la cama. Su cuerpo se divide en dos: el de la Edurne fuerte que no resiste más y el de la Edurne frágil por lo que acaba de decirle el médico y que todavía se resiste a creérselo.
¿Y si es una pesadilla y despierta de pronto?
Retinosis pigmentaria.
RP.
La conversación con el doctor, grabada a fuego en su memoria, va y viene. Comienzo y fin. La despedida le azota el rostro igual que un viento gélido.
—Nunca volveré a ser… normal.
—Eres normal, Edurne, sólo que con una enfermedad.
—No lo dulcifique. Si no puedo competir es como tener una invalidez.
—A mí ni siquiera me gusta emplear la palabra minusválido.
—Doctor…
—Entiendo que cuanto pueda decirte te sonará a poco, que te sientes burlada y traicionada, pero date tiempo. Reaccionarás.
Te darás cuenta que lo único que cambia son las prioridades, que la vida sigue igual.
¿Cómo diablos puede seguir una vida siendo igual?
Ella es una deportista, una maldita atleta. Nació con un don.
O lo descubrió. Da lo mismo. Y ha pasado los últimos años mimándolo, perfeccionándolo. Su vida, hoy, consiste en ser una máquina cada vez más perfecta, sincronizar sus movimientos y su respiración, reforzar sus piernas y su mentalidad competitiva, ser la mejor, correr como el viento, ganar.
Ganar.
Llegar a los Juegos Olímpicos y formar parte de algo.
Los Juegos…
En su habitación hay pósters. No de cantantes y de actores guapos. Eso fue a los trece, catorce, quince… Los pósters que llenan sus paredes son los de los grandes héroes olímpicos, unos corriendo, otros en los podios. El referente es Barcelona 92. La cita mágica en la cual España entera se sintió, por fin, unida a sus deportistas. El momento en que la historia pasó página y se convirtió en orgullo. Cuando Fermín Cacho entró primero en los 1500 metros, Peñalver con su plata en decatlón, los corredores de fondo llevando la gloria sobre el cielo del Olimpo…
Tantos y tantos.
Sobre las repisas están sus copas, trofeos y medallas. Los más importantes, porque el resto no le caben. Apenas hay fotos. Tres.
La mayoría están en la sala, donde su padre ha levantado otro altar. Siempre habían bromeado diciendo que pronto tendrían que cambiarse de casa debido a eso.
Ya no hará falta.
Es guapa, suficiente para una chica de diecisiete años. Sus ojos han sido siempre el paradigma de su belleza. Ellos y su simpatía, su sonrisa, su predisposición y buen ánimo, siempre alegre y contenta. A veces, se mira en el espejo y hace muecas, se ríe de sí misma. En este momento por el contrario, el espejo es su enemigo. Si no fuera por lo de los siete años de mala suerte, lo rompería.
Entierra la cara entre las manos.
Siete años de mala suerte.
—Eres un monstruo —susurra para sí.
Y nada más decirlo, se siente atravesada por un ramalazo de furia, en parte autodestructora. No sabe si gritar o llorar.
Depende de la sima abierta bajo sus pies.
Otras voces, sus padres…
—Iremos a ver a un psicólogo, cariño, para que te ayude —le ha dicho su madre en el coche, en el largo camino de regreso a casa envueltos en su oscuridad.
—Mamá, me voy a quedar ciega, pero no estoy loca.
—Edurne —nunca ha visto enfadado a su padre. Ahora lo está—. Tienes una enfermedad ocular. Si te quedas ciega, lo afrontaremos, y entonces sí emplearemos esa palabra. Mientras tanto…
—Eliseo —ha gemido su esposa.
—¡Leire, no! —le ha conminado él—. No es con lástima como se resuelven las cosas. Si quieres llorar, llora cuanto quieras hoy, pero mañana empezaremos de cero.
Edurne no ha dicho nada.
Ahora, en su habitación, sí lo hace.
—Gracias, papá.
Sabe que está como ella, hundido, pero que nunca, nunca, lo demostrará.
Por eso, aprieta los puños.
No grita.
Pero tampoco llora.
Sólo se queda en su habitación, sentada en la cama, un minuto tras otro, a la espera de que el tiempo pase y la llamen para cenar.
Sin embargo, en ese rato, el reloj no se mueve.