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El autobús que las lleva al estadio olímpico sufre los atascos de rigor. No se escapan de cosas así, por más que en las presentaciones previas a la designación de los Juegos cada país defienda, entre otras cosas, que las distancias entre la Villa Olímpica y las distintas sedes vayan a ser mínimas. Una caravana de coches arranca y acelera, formando un gusano que se alarga y acorta a cada tramo de la autopista.

Edurne intenta abstraerse.

A su lado viaja una chica china, no mucho mayor que ella.

Han intercambiado un saludo, pero nada más. No hay otra comunicación con idiomas tan dispares. La china ni siquiera chapurrea algo de inglés. No tiene brazos. No los tiene en absoluto, como si ya hubiera nacido sin ellos. Pero sus piernas sirven para todo, y más aún sus pies. Sentada en cuclillas, se ha peinado con ellos antes de arrancar, sin el menor problema, contorsionándose de una manera prodigiosa. Lo que ha visto en la Villa Olímpica hasta ahora supera con creces cualquier idea preconcebida que pudiera haberse traído desde España. La manera en que muchas personas discapacitadas superan sus trabas es un ejemplo de perseverancia. Su compañera lo contempla todo con entusiasmo y los ojos muy abiertos. Su cara, no muy atractiva, es de chiste. Tal vez nunca haya salido de su país. No sería de extrañar.

El mundo puede resultar muy grande para la inocencia.

Lo peor son los deportistas con discapacidades mentales.

Niños grandes, empeñados en integrarse en una sociedad que les da la espalda sistemáticamente, luchando contra sus limitaciones para sentirse parte de algo. Hablar con ellos es adentrarse en un pozo sin fondo, tan luminoso a veces como oscuro otras. Su ceguera parcial casi parece ser lo de menos ante los fenómenos con los que ya se ha encontrado.

El sonido de su móvil le arranca los pensamientos de cuajo.

Acerca la pantallita a los ojos sin ver el número. Tiene que extraer también la lupa para aumentar los dígitos. No quiere contestar sin ver antes quién la llama.

Es Antonio.

Vacila, sin saber qué hacer. Es su gran día. Tiene la primera carrera. No quiere ninguna alteración que la aparte de su concentración. Cierto que no le ha llamado. Cierto que quiere dejar pasar los Juegos. Cierto que él lo entenderá, aunque tenía que habérselo insistido antes de partir. Se muerde el labio inferior y decide no responder. Después de la carrera escuchará el mensaje, si lo hay, aunque un simple «te quiero» puede ser demoledor, hacer que sus piernas flaqueen.

La atleta china está pendiente de su móvil, y al ver que ella no responde pone cara de no entenderlo. Edurne se encoge de hombros mientras se lo guarda en la bolsa.

Ha preferido sentarse aparte de las demás españolas, para no tener que hablar con nadie, y ahora lo echa de menos. Pero ya es tarde. El autobús, por lo menos, se dirige hacia el estadio.

Tiene tres carreras por delante. Una serie, la semifinal y la final.

Tres carreras si se clasifica en las dos primeras para la siguiente. Por su cabeza pasan todas las frases hechas de rigor: «la hora decisiva», lo de la «cita con el destino», descubrir si el esfuerzo de los cuatro meses anteriores y la pérdida de los exámenes ha valido la pena…

—Lo vale —se alienta a sí misma—. Sólo estar aquí ya lo vale.

Los miembros del equipo paralímpico español se meten con ella por ser la benjamina de la expedición. Cariñosamente la llaman «la niña», y le dicen que como se le ocurra ganar una medalla van a mantearla. A sus dieciocho años contempla a los deportistas de cuarenta y de cincuenta con reverencia y admiración, porque uno de los tiradores con arco se acerca a los sesenta años, y varios de los que compiten en hípica, tiro y vela pasan de los cuarenta. Para la mayoría de ellos, éstos son sus terceros, cuartos y hasta quintos Juegos. Y no todos tienen el premio de haber vuelto a casa con una medalla. Ésas son palabras mayores.

Otra cosa.

—Vamos, concéntrate, piensa en la carrera.

La primera serie debería ser fácil. Al menos con sus tiempos.

Ibai le ha dicho que se entregue al máximo, que no se reserve.

Primero porque le es difícil controlar a las rivales en plena carrera, y segundo para evitar una sorpresa. La verdadera lucha estará en las semifinales, porque ahí el pase a la final será muy caro. Por la mañana se desarrollarán las series y por la tarde, las semifinales. Van a ser siete series y pasarán las dos primeras de cada una, más las dos con los dos mejores tiempos, para determinar las dieciséis semifinalistas.

¿Cómo debe de sentirse Thereza Rebell, medalla de plata en los anteriores Juegos, aunque luego ganara dos oros en otras dos pruebas? ¿Querrá desquitarse? ¿Habrá estado cuatro años preparándose para ello? Cuatro años frente a cuatro meses.

No podrá con ella.

Y Díaz, Kleber, Bertolotti, Tokomori… también parecen tan buenas, tan explosivas.

¿Sabría un diploma olímpico lo mismo que una medalla?

Se hunde en su asiento y entra en una fase de prepánico que no sabe cómo eliminar de su psique. Toda ella exuda tensión.

Apoya la cabeza en el cristal de la ventanilla del autobús y, en ese momento, suceden dos cosas. La primera es que el conductor de un coche, asomado a su ventanilla, la saluda haciendo un expresivo gesto con la mano y luego le lanza un beso. Ella lo ve por su túnel ocular, como si fuera algo difuso, y eso le cambia el ánimo. Libera la tensión mediante un atisbo de carcajada abortada por el encuentro con su respiración agitada. La segunda es que la chica china le tiende un chicle con su pie izquierdo.

Edurne lo toma y centra sus ojos en ella.

—Gracias —susurra.

La deportista mueve la cabeza hacia adelante tres veces y sonríe complacida. Luego la señala y finge que se estremece. Vuelve a sonreír y asiente una cuarta vez.

—Sí, estoy nerviosa —le dice Edurne.

No hay diálogo. No puede haberlo. Pero se han comunicado a través de los gestos y eso las hermana. Abre el chicle y se lo mete en la boca.

Alguien grita una palabra y hace que todos los que pueden ver miren hacia adelante.

El estado olímpico se recorta al frente como una inmensa mole de cemento e ilusiones.