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Un mediofondista o un fondista tiene tiempo de reaccionar. Los velocistas, no. Un corredor de 1500 metros sabe que su carrera siempre es táctica y que depende de muchos factores como si hay liebres dispuestas a tirar y quemarse, para hacerla rápida, o si los favoritos determinan que sea lenta para forzar en la última curva. Los corredores de 3000 obstáculos, de 5000 o de 10000, sólo tienen que seguir su curso, calcular lo que van a correr por cada vuelta al estadio, administrar energías. Los velocistas, en cambio, han de darlo todo en apenas unos segundos. No hay tiempo para pensar, reflexionar o recapacitar en busca de una segunda opción. Suena la pistola y hay que correr. La respuesta está a unos pocos segundos de donde se encuentran. Así son los 100 y los 200 metros, y también los 400 y las pruebas de vallas.

Los saltadores de altura disponen de tres intentos por salto. Los de distancia de seis para clasificar y luchar por las medallas, lo mismo que los de triple salto.

Todos tienen un momento para la reflexión menos los velocistas.

Para ellos, la carrera sucede en un abrir y cerrar de ojos.

Ha hecho un tiempo discreto en la serie de la mañana. No ha forzado porque se ha sentido cómoda y fuerte, segura de sí misma. Lo malo es que a causa de eso ahora va a correr por la calle que más odia: la siete.

Le trae malas vibraciones.

Sólo se ha caído una vez, y fue en una calle siete.

Las ocho corredoras parcialmente invidentes hacen sus últimos ejercicios alrededor de los tacos de salida. Unas estiran las piernas, otras flexionan las rodillas, otras mueven los brazos y otras prueban los tacos para afianzar su arrancada. De las dieciséis semifinalistas el mejor tiempo ha sido ya para la americana Thereza Rebell. Y la tiene en su semifinal. También están Damiana Bertolotti y Uta Kleber. Demasiado. En la segunda semifinal van a estar Nisao Tokomori y Wynona Díaz. Otras corredoras han realizado tiempos sensacionales, una sueca llamada Larsson y una jamaicana de nombre Spencer. Ellas también están en la segunda semifinal.

Ahora se trata de llegar entre las cuatro primeras.

Si lo consigue estará en la final paralímpica de la prueba reina, la de la máxima velocidad, la que corona a la mujer más rápida del mundo. En su caso del mundo de las T12, en categoría Atletas B-3.

Parece un chiste, pero no lo es.

Otro puñado de segundos más.

—Escucha. No te lo había dicho antes, me lo reservaba, pero es hora de que lo entiendas —le ha dicho Ibai mientras comían, aunque apenas ha probado bocado a causa de los nervios.

—¿He de ponerme a temblar?

—No. Has de ponerte a pensar, sólo eso.

—¿En qué?

—Tú eras una corredora importante en España, a un paso de la elite absoluta. Ibas a conseguirlo el año pasado en los Campeonatos de España logrando la mínima olímpica. Tú habrías estado en los Juegos y ahora, por la razón que sea, estás en los Paralímpicos. ¿Entiendes lo que quiero decirte?

—No.

—Que tú vienes del mundo profesional, y ellas no. En poco más de un año no puede habérsete olvidado esto. Tus competidoras nunca han sido atletas al cien por cien.

—¿Y eso es una ventaja?

—Para ti sí. Olvídate de la retinosis pigmentaria y piensa que corres con las mejores del mundo en la gran final de los Juegos Olímpicos.

—Nunca habría llegado a esa final.

Ibai Aguirre no le ha respondido, pero poco a poco las comisuras de sus labios se han curvado hacia arriba.

Edurne recuerda cada una de sus palabras.

Ibai le ha dicho… que puede ganar.

Ganar la final.

¿Pero cómo pensar en la final si antes tiene que entrar entre las cuatro primeras de su semifinal?

El juez da la orden para que vayan a los tacos. El tiempo de distensión ha terminado. La carrera va a empezar. Una a una, las ocho atletas acuden a sus posiciones. En otra parte del estadio hay expectación por una de las pruebas reinas, el salto de altura, y constantemente se suceden los aplausos y los gritos cada vez que un deportista salta o no la altura exigida. Eso les roba un poco la concentración, pero nada más.

Edurne se coloca en su lugar. Calle siete.

Thereza Rebell corre en la cuatro, Damiana Bertolotti está en la cinco y Uta Kleber, en la tres. En la ocho está situada una coreana llamada Su Gong Park y en la seis, una francesa de nombre Justine Cleveaux. Las otras dos corredoras, en las calles uno y dos, son la polaca Latek y la australiana Connors.

Cuatro sí, cuatro no.

Todas están ya a punto, en posición.

El juez les da el preaviso.

Suben sus traseros, se afianzan con las manos en el suelo, tensan los músculos por última vez.

Una buena salida, una buena salida, una buena salida…

Edurne piensa que va a producirse el disparo.

El juez tarda demasiado.

Ya…

Se deja llevar y no puede evitarlo. Sale de los tacos y arrastra a las demás. El disparo suena una fracción de segundo por detrás de su gesto.

A continuación, casi de inmediato, un segundo disparo avisa la suspensión de la carrera.

El mundo se le cae encima, porque una salida nula es grave.

Una segunda equivocación y será eliminada.

Y eso va a condicionar mucho ahora su siguiente salida, la de verdad.

Con la cabeza baja, sintiendo el peso de su responsabilidad y la mirada de Ibai sobre su espíritu, regresa a los tacos.

Ya no tiene la cabeza sobre los hombros. Revolotea por encima de sí misma y hace un esfuerzo desesperado para atraparla y recuperar la concentración. Mira su calle, la siete. A lo lejos, difusa, está de nuevo la meta. Es cuanto debe importarle.

Tiene que darlo todo.

—No falles ahora.

Las ocho deportistas están de nuevo en sus posiciones.

El juez repite la orden de atención.

Edurne vuelve a sentir aquel atisbo de pánico de la mañana, al ir al estadio en el autobús. Y esta vez nadie le da un chicle con los pies.

Suena el disparo.

Y ella sale tarde. La última.