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Intentan que la vida en casa no cambie. Intentan que todo siga igual. Intentan no soportar el peso del silencio. Pero es difícil.

Nada es igual. Ni las comidas, ni los gestos, ni las miradas, ni las conversaciones son iguales. Una mano invisible ha trazado una línea en sus vidas. Todos tienen que reacomodarse y lo saben.

Quieren fingir normalidad y naturalidad, pero no se sienten tan buenos actores. Les delatan los gestos y mil detalles más, envueltos en la precaución del miedo.

Y Edurne espera.

No sabe muy bien qué, o a qué, pero espera.

De momento, no va al instituto. Ni al campo de entrenamiento. De momento, está recluida en su habitación, pensando que si el valor se comprara en un supermercado seguramente estaría en la sección de congelados y necesitaría toneladas de él.

Cada vez que suena el teléfono reacciona con tensión. Su móvil está desconectado, pero el teléfono de casa estalla con su timbre monótono hasta que alguien lo descuelga.

Esta vez su madre aparece con él en la mano. Por lo menos, un inalámbrico te da intimidad. Tapa el auricular y, desde la puerta de su habitación, se lo tiende.

—¿Quién es?

—Antonio.

Inevitable. El amor tiene esas cosas: crea unidades. Coge a dos seres partidos por la soledad y los une. Pero el amor en tiempos de cólera no es el mismo amor que el que nace, crece y vive en tiempos de paz. Edurne siente que hace mil años desde el último beso, desde la despedida el día antes de acudir al médico a por el veredicto. Si ya no puede correr, ¿cómo podrá amar?

—Cógelo, por favor —insiste su madre al ver que ella ni se mueve.

—No.

—Edurne…

—Dile que no estoy.

—¿Cómo no vas a estar, por Dios? ¡No se lo hagas más difícil! ¿O te crees que él no lo está pasando mal?

Viven en una ciudad pequeña, o un pueblo grande, según como se mire. Las noticias vuelan rápido, porque los horizontes están cercanos. Más allá de las montañas, no hay nada. La capital, aunque esté a quince minutos en coche, es una quimera.

—Mamá, no estoy…

¿Iba a decir preparada? ¿Cuándo lo estará?

Tal vez sea cierto que Antonio no merezca esto.

Alarga la mano y atrapa el teléfono. Se queda con él y su madre se retira. No escuchará tras la puerta. Confía en ella, así que ni lo comprueba. Hay un derecho a la intimidad que se ha ganado con respeto y por ir siempre de cara a la verdad. Con sus ojos dañados, de mirada concreta y cada vez más puntual, hunde la vista en ese inalámbrico al otro lado del cual está él.

Él.

Fue tan hermoso descubrir el amor…

—¿Sí?

—Edurne —el viento intermedio entre los dos se llena con su nombre—. ¿Cómo estás?

—Bien.

—No lo parece.

—Necesito descansar —miente.

Y Antonio sabe que miente.

—Paso a por ti y vamos a alguna parte.

—No —se precipita.

—Tenemos que hablar, cariño. No puedes…

—Sí puedo —le interrumpe.

—Nadie puede cargar en solitario sobre sus hombros todo lo que le cae encima. Para eso están los demás, la familia, los amigos, la persona que te ama…

—Antonio, no me lo hagas más difícil.

—¡Te lo hago fácil!

—¿Estás seguro?

—Dijimos que lo compartiríamos todo.

—Lo bueno.

—¡No hablamos de nada en concreto, y eso es absurdo! ¿Lo bueno? La vida no es eso. La vida es todo, lo bueno, lo malo, lo triste, lo alegre, lo blanco, lo negro, lo gris… Todo.

—Eso fue hace un millón de años.

—No, fue hace apenas unas semanas.

Cierra los ojos y lo recuerda. Antonio fijándose en ella, despertando al amor, y ella abriendo el corazón, igual que una esponja capaz de absorberlo. De repente, parece que no hay nada más, y le duele hasta respirar. El aire pesa. Su mejor amiga, Nahia, insiste e insiste aunque no sea necesario. Siempre pensó que se enrollaría con un saltador de pértiga, o con un mediofondista, y lo hace con alguien que no tiene nada que ver con el mundo del deporte.

Ése es Antonio.

El hombre con el que iba a compartir la gran carrera de la vida.

Edurne abre los ojos temblando al estallarle en la cabeza esa palabra: «iba».

—Voy a quedarme ciega —se lo dice despacio, para que él lo asimile.

—¡No digas eso! ¡Es degenerativo, sí, pero no hay un tiempo prefijado! ¡Yo también sé leer y preguntar cosas!

—Es irreversible.

—¿Vas a autodestruirte? ¡No sólo me necesitas tú, yo también te necesito!

Apasionado, tierno, feliz, sonriente, capaz de escribir un poema de amor o de gritar como un loco desde la grada para animarla en una carrera. Antonio es distinto. Distinto a cualquiera que haya conocido antes. Le necesita, es cierto, pero en este momento no quiere arrastrarle a lo que considera una condena. La ofuscación le domina.

—Dame tiempo, Antonio —le suplica.

—No puedo —se mantiene firme él—. No se trata de tiempo. Se trata de seguir viviendo y de aferrarse a lo que se tiene. No puedes encerrarte en casa, y lo sabes.

Es tan cierto que Edurne siente ira.

La impotencia de la desesperación.

—Entonces, es que no quiero ver a nadie, ¿lo entiendes? ¡A nadie, Antonio!

—¡No te hagas eso!

Ya es tarde. Se lo hace. Aparta el teléfono de su oído y, con el pulgar, corta la comunicación. Luego, vuelve a abrirla para que dé señal de comunicar si él insiste de nuevo. Está temblando como una hoja. Y se pregunta qué ha hecho, qué ha hecho, qué ha hecho.

Hace unos meses, sin correr, hubiera jurado que no era nada.

Hace unas semanas, sin Antonio, hubiera jurado que no podría vivir. Ahora, sin correr y sin Antonio, la ceguera mental es más absoluta que la visual.

Y todavía le queda hablar con Naroa, con su entrenador, con Nahia…

Las paredes de su habitación no son lo bastante gruesas para sentirse aislada y a salvo.