10
—Edurne.
La llaman y tiene que regresar.
—Edurne.
Entreabre los párpados y en su campo visual se concreta la imagen del doctor Ramos. Su oftalmólogo. Al reconocerlo no sabe si sentirse mejor o peor, porque le duele la cabeza y tiene la garganta muy seca, como si le hubieran dado algo.
—¿Por qué…?
—Tranquila, estás bien.
—¿Ah, sí?
—Te desmayaste en la calle y te han traído aquí. Al introducir tu nombre en el ordenador ha salido el tema de la retinosis y, acertadamente, por si tenía que ver, me han llamado para que estuviera contigo al despertar.
Lo recuerda en forma de nebulosa.
El ataque de pánico.
—No te levantes de golpe —le recomienda el médico—. Te has dado un golpe en la cabeza al caer y has estado bastante rato desvanecida.
—Ya no me quedaré ciega. Me moriré de un derrame cerebral.
—Tu humor negro no me impresiona —le advierte él.
—¿Y por qué el humor es ser negro? —suspira y se lleva una mano a la cabeza, allí donde ahora siente el impacto de la caída.
El chichón es impresionante.
Venancio Ramos le toma de la mano. No busca su pulso, busca su contacto, la caricia del hombre sobre la niña asustada.
Se acerca para entrar en su campo visual y le pone la otra mano en la frente.
—No lo estás llevando nada bien, ¿verdad?
Edurne resiste su mirada. Es un buen médico, afable y paternal. Las largas explicaciones acerca de la retinosis pigmentaria fueron lo más solemne de su relación.
—Tienes mucho por hacer, cariño —le dice con ternura—. Y también mucho que dar todavía.
—He de irme a casa —desvía la conversación—. Estarán alarmados por mi tardanza.
—No hace falta. Te esperan ahí afuera.
—¿Me esperan?
—Tus padres, tu hermana y un chico.
Edurne vuelve a cerrar los ojos.
—Mierda… —gime.
—¿Por qué dices eso?
—Se van a preocupar por mí otra vez.
—Te equivocas. Ya están preocupados por ti.
—¿Por qué les ha llamado? No quiero ver a nadie así.
—Sí quieres.
—¡No es verdad! ¿Usted qué sabe?
—Yo sí sé. Eres tú la que no lo sabe. Estás pidiendo a gritos que te salven y no te das cuenta. Pero la única que puede salvarte eres tú misma.
—¿Otra vez con hermosas palabras?
—¿Prefieres que pase de ti, o que te ayude a autocompadecerte? Las personas que están ahí afuera son tus seres queridos, y de eso se trata. ¡Deja de comportarte como una niña asustada!
—¡Estoy asustada!
—¡Ellos también, por ti!
—Así que debo ser fuerte… por ellos.
—Esto es un feedback, va en dos direcciones. El amor se retroalimenta. Pero puede que sí, que ellos tengan más miedo que tú, porque ellos no saben qué hacer. Tú, sí.
—¡Yo no sé qué hacer!
—Corre.
—¿Hacia dónde?
—Echa a correr y no pares. No importa a dónde, sólo que lo hagas. Sin detenerte.
—¿Es un consejo médico?
—Sólo para ti, Edurne.
—¿Y por qué he de hacerlo?
—Porque si te detienes, la retinosis será muy poca cosa comparada con la ceguera de tu alma. Necesitas ver con otros ojos —sus palabras son firmes. Tienen convicción—. Y porque tú eres una corredora. Naciste para correr.
—Eso lo dijo Springsteen.
—Lo sé.
No hay tiempo para más. Llaman a la puerta. Cuando se abra, entrarán ellos, y tendrá que sonreír. El doctor Ramos le aprieta la mano por última vez.
Edurne piensa en lo que acaba de decirle.
Ver con otros ojos.
Los ojos del alma.
La puerta se abre y la imagen desaparece, y con ella de nuevo su voluntad.