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En un campeonato «normal», las rivales se conocen, hay estadísticas, cualquiera sabe la mejor marca de cada competidora, la mejor del año y en qué momento de forma se encuentra. En unos Juegos Paralímpicos no, todo es relativo. Hay corredoras veteranas con experiencia, medallistas de Juegos anteriores, figuras destacadas que llegan avaladas por sus nombres, y novatas primerizas. Por lo general, los Juegos son una sorpresa y quizás lo mejor es que está abierto a todo el mundo. Cualquiera puede tener una oportunidad.

Ibai es el que la informa.

—Thereza Rebell, la americana, es la mejor. Una gacela.

Corre con la cabeza alta y es muy elegante. Fue plata hace cuatro años y ha venido a desquitarse, aunque ganó el oro en 200 y también con el equipo de 4×100.

—¿No hay ninguna china?

China es el gran dominador de los Paralímpicos. Le siguen Gran Bretaña, Canadá, Estados Unidos y Australia. La pregunta de Edurne tiene todo el sentido del mundo.

—No, pero además de la Rebell hay otra americana, de origen puertorriqueño, Wynona Díaz, que también es muy buena.

Luego están la italiana Damiana Bertolotti, la alemana Uta Kleber y la japonesa Nisao Tokomori.

—¿Y ellas? ¿Saben quién soy yo? —bromea distendida.

—Ten por seguro que sí. Y con tus registros últimos, son las que deberían estar preocupadas. La clave…

—Una buena salida, ya lo sé —asiente con cansancio.

—Te lo diré un millón de veces más. La fuerza con la que se sale de los tacos determina buena parte de la carrera, por más que tú tengas un final explosivo. Si se llega en igualdad de condiciones, las milésimas de segundo conseguidas de más o de menos en la arrancada es la clave.

—Ganará la italiana —se echa a reír—. ¿De verdad corre los 100 metros? ¿Veo peor o eso que tiene son dos inmensos melones? ¡Dios, si cruza la línea sacando pecho matará al público de la curva antes de que pueda frenar!

—¿Ahora estás graciosa? —Se enfada Ibai—. ¿La señorita está de coña y se lo pasa todo por el forro? ¡Tú hace cuatro meses eras un esqueleto!

—¡Venga ya, déjame pasarlo bien!

—¡Lo haces luego, con tu pretendiente, porque ahora toca entrenar y para mí da igual que corras en unos Paralímpicos o en unas Olimpíadas!, ¿vale? ¡Aquí se viene a darlo todo!

Antes las broncas le hacían mucha más mella. No ha cambiado nada. Sólo lo justo para no sentirse tan afectada. Ibai ya no es su entrenador, es un segundo padre. Ha hecho un milagro.

—¿Cómo que… «pretendiente»?

—O eso o es una mosca cojonera dando vueltas a tu alrededor a la que nos descuidemos. Espero que el nadador ése compita pronto, porque si no…

—Tranquilo, está loco y nada más.

—Pues que no te despiste.

—¿A mí?

—O tú a él, porque sería terrible.

—¿Has hecho preguntas?

—¿Yo?

—Venga, suéltalo.

Ibai Aguirre se relaja un poco. Lo justo.

—Es bueno, y se ha propuesto ganar un montón de pruebas, 100, 200, 400 libres, 400 estilos, equipo nacional de 4×100 y 4×400… Me dejo alguna, seguro. Su entrenador dice que es un fuera de serie, aunque muy inconstante. Depende de cómo le dé el día. O arrasa o llega el último. Es una de las esperanzas del medallero español.

—¿Ha competido antes?

—Son sus primeros Juegos.

—¿Y por qué…?

—Oye, lo que quieras saber, se lo preguntas a él —la detiene Ibai—. ¿Has terminado los estiramientos?

—Sí.

—¿Segura? Un tirón, por leve que sea, y se acabó.

—Lo sé, y estoy bien —le dice.

—Veamos esas piernas.

Le toca los muslos, los gemelos, le presiona los isquiotibiales.

Edurne suda. Hace mucho calor para estar en septiembre. Y las predicciones son pésimas en este sentido: hará más. El calor no le importa. Su única preocupación sería la lluvia.

La maldita lluvia que la cegaría todavía más.

—Venga, a correr —le da la orden él.

Su primer contacto con la pista. Viejas sensaciones. Nuevos estímulos. Se acerca al grupo y cruza unos primeros saludos. Se trata de mujeres como ella, todas mayores. Sus ojos pueden ver, pero con debilidad. ¿Cuál es la más fuerte, no física, sino mentalmente? ¿Cuál de todas ellas tendrá más necesidad de ganar?

Dicen que a veces la victoria es cuestión de hambre.

Ella piensa que es de desesperación.

¿Y hasta que punto lo está, si desde que ha llegado a la sede de los Paralímpicos se siente más y más en paz?

Hace una primera carrera, distendida.

Una segunda. Apenas de diez o veinte metros.

Se pone en los tacos para probar su salida.

A veces escuchan los gritos de uno de los entrenadores, cada cual en su idioma. Son órdenes secas, precisas, y también recomendaciones, alientos, calor. La forma de corregir un gesto, la manera de entender el lenguaje corporal de las rivales. Son islas, pero en todo caso forman un pequeño archipiélago. Islas unidas por un destino común y por un pasado cercano en torno a una fatalidad.

—Hola, soy Wynona Díaz —la saluda la americana de origen puertorriqueño.

Se besan en la mejilla.

—Te vi correr una vez.

—¿Ah, sí? —Se sorprende Edurne.

—Yo también tuve una repentina crisis visual —se lleva la mano al rostro—. De no ser así habríamos corrido las dos hace unos días, en las Olimpíadas, seguro.

Sus sonrisas las envuelven y poco más.

—Suerte.

—Gracias.

Las dos siguen entrenando.

—Ve forzando poco a poco —le dice Ibai desde la banda—. Haz unas carreras cortas y luego déjame que te cronometre con cincuenta metros, ¿de acuerdo?

Asiente con la cabeza y continúa sus ejercicios, bajo el implacable sol que le cubre con generosidad.

Se cruza con Thereza Rebell.

Y cuando sus ojos casi ciegos se encuentran, Edurne se estremece.

Porque es capaz de ver, en la mirada de su rival, todo el fuego y la furia de una campeona.