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Las pistas están vacías.
Es extraño. Siempre hay alguien entrenando, haciendo flexiones, dando vueltas para mantener el fondo, sintiendo la hierba o el tartán bajo los pies, como una droga, porque ponerse los pantalones cortos, la camiseta y las zapatillas es ya una liberación.
Pero, ahora, está sola.
Un paréntesis en el tiempo.
Se coloca en la salida de los cien metros libres. El cosquilleo que le transmite esa simple sensación es como una descarga eléctrica. Su padre le dijo que la meta estaba en línea recta, que no necesitaba de su visión periférica para eso.
Un punto en el horizonte.
Sus músculos le piden correr.
Su cabeza no da la orden.
¿Cuántas horas habrá pasado allí? Tiene diecisiete años y conoce mejor aquel lugar que su propia alma. El campo deportivo es su casa, y las calles de los cien metros lisos, su habitación.
¡Las ha recorrido tantas veces, sola o bajo la mirada y el cronómetro de Ibai Aguirre! Ha pasado casi toda su vida con él, entrenando y compitiendo en las instalaciones del club. Desde el primer día, fue más que un entrenador. Ha vivido los mejores momentos sin casi darse cuenta, porque ahora sí es consciente de ellos. Incluso, en las derrotas, se tiene una sensación de poder, porque cada derrota es un acicate para correr más en la próxima prueba. Pero esto lo comprende justo cuando sabe que lo ha perdido, y es como una burla añadida. Calzarse las zapatillas, hacer estiramientos, concentrarse, mirar la meta como la está mirando en este momento, visualizando la película de su carrera metro a metro, zancada a zancada. ¿Hay algo que se pueda comparar?
¿Estar con Antonio?
No, es distinto. Son universos paralelos.
—¿Qué estás haciendo aquí? —se dice a sí misma.
No ha ido a las pistas desde el día en que el médico le habló de su diagnóstico. Por las noches, a veces, se despierta con rampas muy duras, con sus músculos pidiéndole tensión, movimiento. Su cuerpo es una máquina entrenada y preparada para correr, y no corre, así que se rebela. Las rampas nocturnas son tan fuertes que, a veces, salta de la cama y se pone a dar saltos, o se pincha el músculo agarrotado de la pierna.
Ha sido igual que tratar de detener un coche de carreras en seco.
¿Y si corre por última vez, ella sola?
¿Una despedida?
Siente un sudor frío, invadiéndola. Sabe que, en el fondo, todavía no ha asimilado la verdad. ¿Cómo se entienden a su edad esas dos palabras: «Nunca más»? ¿Cómo aceptarlas si es una adolescente que ni siquiera se entiende todavía a sí misma como persona?
—Se acabó. Cuanto antes lo aceptes, mejor.
Aprieta los puños.
La larga calle le llama. La meta se erige como un destino.
Entonces cierra los ojos, se relaja y da media vuelta con el fin de marcharse de allí, rumbo a ninguna parte porque ahora ya no tiene ninguna meta a la que llegar.
Los últimos días le han marcado. Nunca olvidará cada uno de los minutos que han pasado. Lo peor es la suma de todas sus sensaciones y frustraciones, el agobio, la impotencia, la furia tan ahogada dentro de sí misma como si fuera un cáncer que a la larga le fuera a matar.
Se siente machacada.
Todos esperan algo de ella.
Algo que no puede darles porque no lo tiene, ni sabe dónde buscar.
Sale del recinto de sus esperanzas y se sumerge en la ciudad de su desencanto. Camina como una autómata, buscando referencias que se le escapan. Hay días en los que parece que la enfermedad avanza más rápida, y ése es uno de ellos. Como si no pudiera ver ya nada situado a ambos lados de su cuerpo, o por encima, o por abajo. Allá donde mira sólo encuentra un punto.
Se asusta.
Y no hace nada por evitar el ataque de pánico.
Quizás la locura sea mucho más llevadera.
Edurne echa a correr, con un nudo en la garganta y con la mente más y más en rojo. No hay más escape que hacia la nada en la que desea sumergirse. Elude los transeúntes, algunos de los cuales la miran con malestar por lo cerca que pasa de ellos.
Elude los coches en su invasión de la calzada. Lo elude todo menos el camión con el que se encuentra casi encima sin esperarlo.
No hay choque, no la toca, pero el impacto anímico es tan o más fuerte que si lo hubiera hecho.
Suena un grito en la calle y Edurne cae al suelo.
Se estremece y cruza el umbral.
Todo está oscuro.