3
Los golpes en la puerta son quedos.
No contesta.
Se repiten, un poco más fuertes, acompañados de una voz que conoce de sobras.
—¿Edu?
Vuelve a callar mientras suelta aire enquistado en sus pulmones.
—Edu, soy yo.
—Vete, June.
—No —se resiste—. Déjame entrar.
—¿Para qué?
Esta vez no hay respuesta. La puerta se entreabre y por el quicio aparece el rostro liviano y anguloso de su hermana pequeña. Ojos parecidos a los suyos, nariz afilada, lo mismo que la barbilla, cabello largo, labios sumamente rosas. Edurne es como su padre. June, como su madre. La mayor, Naroa, es una suma de los dos. Todas tan distintas. Tres noches de un mismo día.
—¿Qué quieres?
—Estar contigo.
¿Le arroja una almohada, como en algunas de sus más famosas peleas de hermanas que se adoran? ¿Le dice que no, que está de funeral y que la muerta es ella? ¿Qué se le dice a una niña de doce años, con la sensibilidad a flor de piel, y que encima la venera porque es su heroína?
Su mayor fan.
—Cuando seas famosa, como no podrás quedarte con todos los chicos, me dejas los que te sobren, ¿vale? —le dijo cuando ganó su última carrera.
Ésa es June.
Quiere ser periodista y escribe todo lo que le sucede a ella, para publicar un día su biografía.
Sí, ésa es June.
—Déjame, ¿quieres?
Como si le hubiera dicho «pasa y siéntate a mi lado». June acaba de entrar, cierra la puerta y llega hasta su cama. Su única vacilación consiste en eso, en decidir si lo hace o no. Finalmente, se arrodilla en el suelo y pone sus dos brazos encima de la sábana y la cabeza en medio. Su hermana mayor está tumbada, vuelta de su lado, así que las dos se miran desde muy cerca.
Ninguna se atreve a quebrar el silencio.
Hasta que lo hace la recién llegada.
—¿Cómo estás?
—He pedido un puesto de vigía —bromea sin ganas.
—Si te has de poner irónica o a la defensiva, me voy.
Es inteligente. Lee mucho y se le nota.
—Vete.
No se va. Sigue arrodillada, con sus ojos fijos en los de su hermana. Parece querer penetrar en ellos, llegar al otro lado.
Naroa estudia en Barcelona y les separa un abismo. Pero ellas dos son amigas.
—Va, dime, ¿cómo estás?
—¿Cómo quieres que esté?
—No la pagues conmigo.
—Entonces déjame sola, en serio.
—Ayer, papá y mamá no me dejaron hablar contigo —se enfurruña la niña—. Que si está cansada, que si déjala tranquila, que si es mejor darle tiempo… Jope, ¿no éramos una familia?
¿De pronto ya no lo somos, tú estás enferma y yo soy una cría que no tiene voz ni voto?
Es firme y reivindicativa. Va a todas las manifestaciones en defensa de los derechos humanos, de la ecología o de aquello que se ciña a sus convicciones.
Sí, son una familia, y ella es tan importante como la que más.
—¿A qué viene esto? —pregunta Edurne.
—Nadie me hace caso —suspira.
—Sabes que sí. A ti más que a nadie.
Se da cuenta que June tiene los ojos vidriosos y, parece que está a punto de romper a llorar. Y eso es raro. La última vez que lo hizo fue cuando se separaron los miembros de su grupo favorito. Aquel día perdió la inocencia. Separados y encima peleados, soltando pestes los unos de los otros. Una dura lección que resumió con una frase lapidaria:
—No puedes confiar en nadie salvo en los de casa, y ni siquiera la familia es eterna.
Edurne teme la vuelta de Naroa para el fin de semana. El momento de enfrentarse las dos, doña Perfecta y la campeona.
Ahora teme lo que June vaya a decirle. Y quizás mucho más, porque June aún es vulnerable a pesar de su pátina de dureza, después de afrontar lo del grupo.
—Tengo miedo —le confiesa su hermana pequeña.
—¿Tú?
June se deshace igual que una fina arenilla. Entierra su rostro en la sábana y el quebranto la lleva a vaciarse a través de una emoción irrefrenable. El gemido queda ahogado por la cama, pero ésta es como un nervio al desnudo que le transmite a Edurne toda la descarga emocional que la invade.
—¡Eh, eh, que la que está enferma soy yo!, ¿vale?
June trepa a la cama y la abraza.
Tan fuerte que le ahoga.
Y es casi como si gritara, porque de pronto lo entiende.
—No es contagiosa, ni hay antecedentes familiares. La tengo yo y punto.
El abrazo no mengua, ni el llanto.
Ser fuerte para una misma es un trabajo enorme, una tarea de titanes que no tiene asumida, pero serlo por y para los demás…
¿Qué puede hacer?
Ahora el médico es ella.
—Todo irá bien —le susurra a su hermana.
—¿Seguirás… corriendo?
Lo ha meditado. Lo ha asumido. A contracorazón, pero lo ha hecho, sin remisión, sin termino medio.
—No creo que pueda.
—¡No!
—Vamos, June.
La niña se aparta un poco. Lo justo. Hunde en ella esos ojos tan parecidos a los suyos y se estremece.
—¿No pueden operarte y ponerte una córnea de otro que se haya muerto?
—Es distinto.
Si ella no lo entiende, ¿cómo hacérselo entender a su hermana?
—¿Cómo es no ver por los lados, ni por arriba ni por abajo?
—Igual que mirar por el ojo de una cerradura.
—¿Qué dice Antonio?
—Aún no hemos hablado.
—¿No? —Alucina.
Y se lo repite, pero también suena a frontera infranqueable.
—No.
June se detiene en esa frontera. No la cruza. Las dos hermanas se quedan flotando en un silencio que pone fin a todo atisbo de nueva conversación. La última mirada, la última caricia, el último contacto se trenza sobre las bases de la mutua comprensión. La pequeña se separa, pero no se levanta. Se tumba en la cama, a su lado, con los ojos perdidos en el techo. Cuando escuchan música juntas lo hacen así, en la cama de una o de la otra.
Ahora no hay música.
Pero Edurne la acepta, la imita, y también mira al techo, buscando robarle a la vida todas y cada una de las imágenes que, tal vez, en un futuro dejará de ver y tendrá que imaginar.