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Mayo: Rudolph Carnap

Te escribo desde Santiago, la ciudad en la que os conocí:

Desde la ventana de un bajo con jardín veo la calzada mal asfaltada de una carretera secundaria y detrás de ella un aparcamiento de tierra donde se agolpan los coches, de tal forma que el último no deja salir al anterior y este tampoco al primero, y a cada rato montan un estruendo de cláxones y motores en marcha. Más atrás hay una finca en la que crecen las malas hierbas por la que corretea en círculos un podenco canario como si persiguiera a una presa invisible. Al fondo hay tejados de uralita, paredes con la pintura resquebrajada, garajes mal construidos, la parte trasera de una calle principal que nadie se ha preocupado de adecentar. Estoy en la casa de la última persona de mi Registro de Personas. La mujer que he elegido para cerrar el Registro. Es una chica de ojos profundos, alegres-pero-tristes, negros como su pelo, solo que no es su pelo, sino una peluca: ha perdido su cabello natural por efecto de la quimioterapia, pero pronto le volverá a crecer. No tienes que preocuparte por ella, sobrevivirá. En esta historia me presta el escenario. La conocí en un concierto del grupo; esa noche me trajo a esta casa: el lugar me gustó tanto como ella; fumando un cigarrillo, vestido con su albornoz blanco, me pareció el escenario ideal para un reportaje de la serie, salvo que entonces aún faltaba un cadáver. Es una casa insípida, con muebles de Ikea, libros canónicos en las estanterías —Auster, Irving, Salinger, Franzen…—, láminas compradas en museos que valen menos que el marco que las rodea, una ventana con vistas a un aparcamiento de tierra… Es una casa real. Nada de lo que he escrito es tan real como esta casa. El último de mis reportajes, un reportaje real, no se merece un escenario distinto. Este será el texto por el que me recordaréis: de él no podrá decirse que no es el original.

Durante once meses me he dedicado a recorrer ciudades, a beber y buscar mujeres, a malgastar el dinero de mi familia, pero eso se ha acabado. Hacienda está investigando a mi padre y los fondos no llegan a mi cuenta con la misma facilidad. Es probable que el viejo, después de todo, termine en la cárcel. Marga, mi amiga de melena postiza, me ha dejado solo esta noche y se ha marchado a un concierto. Puede que acabe en la cama con el cantante del otro grupo, no creas que se lo echaré en cara. Se ve que la pobre no ha tenido suerte con sus elecciones. Si te dijera quién ha sido su anterior pareja, no me creerías. Al principio cuando me señaló a Hans en un centro comercial me quedé atónito, luego incluso me ha parecido irónico, hasta cómico. Al final las piezas del puzle encajan. Es un puzle siniestro, lo admito, pero no he sido el único que lo ha construido, ni siquiera me considero el responsable; todos lo somos.

Me gusta imaginar que finalmente yo consiga volver a reunirnos, juntar las piezas. Espero que físicamente estemos todos allí, ya sabes a qué me refiero. El Círculo al completo. El Círculo, que nos impide estar juntos y a la vez nos obliga; nos atormenta y a la vez nos alivia; nos aprisiona por lejos que vayamos; el Círculo que nos contiene. Solo hay un modo de romper su arco, de flanquear su circunferencia. Moritz, tú lo sabes como yo: solo hay un modo.

UN EPITAFIO PARA MI CORAZÓN

Rudolph Carnap detiene la vista en el reloj despertador de la mesilla y ve el dígito cambiar cada vez más lento. Antes le parecía que el tiempo se escurría como en un reloj de arena, que los granos asignados no le bastarían para tanto como tenía por hacer. Eso fue en otra vida, cuando los amigos le rodeaban. Él creyó que sería así siempre. Pensó que pensar exclusivamente en uno era lo natural. Se convenció de que había nacido para caminar solo sobre la superficie. Se acostumbró a avanzar sobre una fina capa de hielo sin importarle los cadáveres que quedaban atrás. Y cuando se dio cuenta de su error, estaba tan inmerso en el charco de sangre que retroceder era tan difícil como seguir avanzando. Ahora que el suelo se resquebraja bajo sus pies, ¿qué le queda a Rudolph Carnap? Le quedan los días, las horas, los minutos, los interminables segundos, las gotas eternas de la clepsidra. Le queda el recuerdo de sus amantes en un Registro de Personas. Le queda la página triste con su nombre en el libro de Amara, en el de Karl, en el de Hans, una reseña desvaída con aroma a vainilla. Le queda el amigo escritor tan preocupado por sí mismo que no se ha detenido un momento a pensar que a Rudolph ya no le queda nada. Le quedan una casa anodina, cuatro pilas, un reproductor de cedés, una canción en bucle, una salida teatral, un epitafio para su corazón.

Y ahora, si no te importa, te tengo que dejar. La bañera está a punto de rebosar.

Rudolph.