16
Cuarta parte del testimonio
de un asesor
Conocí a Lengua Rugosa hace siete años en un chat de Internet. Me dijo que lo primero en que se fijaba de un hombre era en su calzado, si algo no podía soportar era un hombre con zapatos sucios. Yo le confesé que soy bajito, que no paso de 1,70. Ella me respondió que le parecía una buena estatura. Yo admití también que me estaba quedando calvo, entonces tenía más pelo que ahora. Ella replicó: los zapatos, Oskar, me encantan los zapatos limpios. Los zapatos, aunque pueda parecer lo contrario, son relevantes como lo eran la secretaria Kegel y la mancha de té. Cuando hace siete años aquella extraña mujer insistió en la pulcritud de mi calzado, yo acababa de dejarlo con mi novia, eso que suele llamarse novia de toda la vida. No es que nuestra relación se hubiese caracterizado por la felicidad, ni tampoco por la fidelidad, al menos por su parte. A ella la fidelidad no le convencía. En un momento dado sostuvo que, al igual que el matrimonio o el adulterio, la fidelidad es una convención extendida por el judeocristianismo con el objeto de asegurar la herencia en la familia y no repartirla con los hijos que las mujeres concibieran con otros hombres y, por lo tanto, tres mil años después, ha perdido su sentido. Hoy existen métodos anticonceptivos próximos al cien por cien de efectividad, se practican técnicas abortivas no dañinas para la salud de la mujer, se conocen marcadores genéticos moleculares basados en el ADN que demuestran la paternidad, y eso yo lo sé mejor que nadie, aunque no venga a cuento. En realidad, todo esto ella lo sostenía porque dos amigos que teníamos le habían sorbido el seso, pero eso tampoco viene a cuento. No es que su postura fuera un mero ejercicio teórico, digamos que quiso aplicar el método ensayo-error, obviando el pequeño detalle de que yo era la cobaya y, aunque igual no lo pareciera, sufría con cada descarga. A ella la fidelidad le provocaba escepticismo, a mí la infidelidad me generaba pereza. La pereza de la mentira, la coartada, la culpa, el borrado de huellas, olores y manchas, el vaciado de registros en el historial de los dispositivos electrónicos… Uno de mis amigos de la universidad decía que la pareja se inventó para acabar con la infidelidad; por eso, finalizada la relación, quise recuperar el tiempo perdido, e Internet, aunque no me enorgullezca, era la vía más rápida para conseguirlo. Resultaba sencillo, si se prestaba atención, diferenciar a las adolescentes juguetonas de las mujeres adultas que realmente querían sexo. O, mejor dicho, querían una pareja y lo poco que tenían para ofrecer a cambio era sexo. Por lo que a mí respectaba, en ese momento no tenía ni ganas ni ánimo de iniciar lo que yo llamo el cortejo de los feos, una técnica reservada a los hombres por los que una mujer nunca se va a morir de deseo, cuya simple visión nunca va a provocar la inflamación de unos labios menores. El cortejo de los feos es un proceso largo y cansino en el que debes mostrarte tan encantador como seas capaz de fingir, debes hacerles regalos, tener detalles con ellas y ser lo que se dice un caballero; debes escucharlas y manifestar comprensión con sus problemas; debes asentir con cara de interés, desconectar pero atrapar frases al vuelo, aprovechar para hacer preguntas que confirmen que las escuchas, eso solo reforzará el soliloquio, pero será efectivo y conducirá a la fase en la que te dirán que tú no eres como los otros hombres con los que han estado. Claro que no, tú eres mucho más feo. Lo que al cortejo de los feos le lleva meses, a los otros, a los guapos, les lleva diez minutos. Si yo hubiese nacido guapo, probablemente habría tenido tiempo de hacer algo en mi vida y no habría acabado escribiendo discursos para una ignorante. Apuntad eso, por favor: si yo hubiese nacido guapo, no estaría ahora realizando este alegato. Cuando aquella mujer de Internet me dijo que lo que le importaba en un hombre eran los zapatos, pasé media noche sacándoles lustre con gamuza y abrillantador, y no quedé satisfecho hasta que vi mi cara reflejada en la superficie de cuero bruñido. Eso pensaba siete años más tarde a la salida del trabajo cuando, al manchurrón de té en el pantalón vaquero que Kegel no había sido capaz de eliminar, se añadieron las botas enfangadas hasta el tobillo. La calle estaba levantada y, aunque una ruta en zigzag sorteaba las partes más recientes de la obra, llovía en abundancia y todo se había vuelto un lodazal; aún me quedaba una buena caminata hasta casa bajo el chaparrón. Mis parejas siempre han insistido en que me saque el carné de conducir. Como si mereciera la pena soportar cláxones, semáforos que no cambian a verde, rotondas que coges por el carril equivocado, estallidos de violencia reprimida, viejos cruzando por donde les viene en gana, aparcamientos en cuesta, arañazos inesperados, un borracho que te resquebraja el parabrisas, un retrovisor colgando, multas por velocidad, alcoholímetros, cagadas de paloma en la carrocería. Conducir no es algo que haya echado de menos. Salvo aquella noche de hace siete años. Ahí hubiese dado cualquier cosa por tener coche. La mujer aparcó junto a la estación de autobuses un Ford Fiesta rojo, los amortiguadores chirriaban como un viejo colchón de muelles. Dijo: «Hola, eres Oskar79, ¿verdad?». Estaba oscuro y no era capaz de distinguir su cara, lo único que relucía eran mis zapatos. Ella había elegido el lugar donde pasaríamos la noche. A la luz de los faros de los otros coches pude comprobar que no era lo que se suele convenir en llamar agraciada: tenía la cabeza muy estrecha, rizos indecisos mal teñidos de rubio y ojos negros de gorrión, diminutos, rodeados de pliegues de piel que indicaban el uso continuado de gafas. Hablaba mucho, pero eso no era un problema, al contrario, me permitía permanecer en silencio. Mi breve —pero intensa— experiencia con las mujeres de Internet me decía que las tímidas eran las peores: todo el rato se preguntaban qué estaban haciendo contigo. A medida que íbamos adentrándonos en la autopista, diez, veinte, treinta kilómetros, me convencía de que esa noche, quisiera o no, tendría que acostarme con ella, a esas alturas no había vuelta atrás. Una hora de conducción por carreteras secundarias nos llevó a un pequeño puerto en el que yo nunca había estado. Ella tiró del freno de mano y dijo: «Es aquí». La habitación del hotel era limpia pero pequeña, nada que justificase el trayecto en coche hasta allí. Asomado a la ventana pude ver bajo las farolas un dique larguísimo cubierto entero de grafitis y modestas barcas de pesca acunadas por la marea. Deseé con todas mis fuerzas estar en casa durmiendo; únicamente quien ha quedado para follar por Internet entiende por completo la tristeza precoito. Ella me acompañó en la ventana y me sonrió, fue entonces cuando la vi bien, era solo razonablemente fea. Como quien se come un bocado que no tiene buena pinta, pensé que lo mejor era tragármela de golpe, así que la besé, pero algo empezó a ir mal. Sentí como si me hubiese metido papel de lija en la boca, como si pasase la lengua por la calzada recién asfaltada. Volver a besarla sirvió únicamente para confirmar la primera impresión: sus papilas gustativas estaban hiperdesarrolladas, eran estalagmitas ásperas y secas. Me dije que lo mejor era prescindir de besos. Tenía por costumbre lanzarme de buenas a primeras a practicar el cunnilingus a las mujeres: un problema en el frenillo que no viene a cuento me hace preferir la estimulación oral, pero aquella vez, al quitarle las bragas, un espeso y abundante líquido blancuzco que desbordaba la vagina me retrajo. Me dije que lo mejor era prescindir del sexo oral. Entonces la penetré. Lo recuerdo bien, porque fue la única vez que estuve dentro de una mujer en siete largos años. Tres minutos encerrados entre la tristeza precoito y la depresión postcoito. No eran ni las doce de la noche cuando me corrí con un ligero dolor de frenillo; un segundo después de hacerlo me sentí James Caan en Misery. Ahora lo veo exagerado, pero no paraba de preguntarme cuál era el sentido de haberme llevado hasta allí. Aún hoy lo desconozco, pero si hubiese sabido conducir le habría dado un puntapié a Lengua Rugosa, robado las llaves del Ford Fiesta y bien sabe Dios que no habría quitado el pie del acelerador hasta quedarme sin gasolina. En vez de eso, inventé algo, no recuerdo bien qué, le dije que me encontraba mal, que me dolía la cabeza, que tenía náuseas, que tenía sueño, que tenía remordimientos, que echaba de menos a mis dos hijos discapacitados, o algo así, y le di la espalda tratando de adormecerme con un ojo abierto por si me acuchillaba o, peor aún, por si quería volver a follar. Miraba hacia la ventana y lo único que veía era el reflejo de la farola del puerto en el lustre de mis zapatos.