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Septiembre: Mehmet Ali Agca

Te escribo desde Estambul:

Desde la piscina del hotel puedo ver los muros de la Fortaleza de Europa allá en lo alto. Erigida por Mehmet el Conquistador pocos meses antes de entrar en Constantinopla, unos trece kilómetros la separan de la península histórica. Bastión en su día para el asalto de Bizancio, hoy la ciudad se ha tomado la revancha y ha acabado engulléndola. Solo un puñado de turistas recorren sus almenas; la mayoría prefiere otras atracciones y se limita a fotografiarla en alguno de los bulliciosos cruceros por el Bósforo. Desde mi posición veo pasar los barcos por el Estrecho y a los pasajeros saludarnos con la mano. Sacan fotos del majestuoso palacete convertido en hotel que adorna la orilla asiática. Los huéspedes que ocupan la piscina los ignoran desdeñosos, salvo la chica griega que se tuesta al sol al lado de mi tumbona y los despide con emoción. «¡Kalimera! ¡Gia sas!».

Ayer estuve paseando con ella por los pueblos que flanquean la margen europea del Bosforo: Arnavutköy, el pueblo de los albaneses; Ortaköy, con su pequeña y encantadora mezquita; Besiktas, junto al Palacio Dolmabahçe…

Otro ferry destartalado pasa ahora por delante del hotel. Una guía corpulenta señala a los turistas el antiguo yali. «¡Kalimera! ¡Gia sas!». Me pregunto cuántos años tendrá mi amiga griega, apenas sé nada de ella. No es guapa, de ninguna manera; tiene esos rasgos intrincados de las griegas, laberínticos, ariádnicos. Es delgada y morena, de cejas pobladas, fibrosa como si practicara deporte profesional. Lo que más me gusta de ella es que no habla una palabra de inglés. Yo de griego solo conozco los primeros versos de la Ilíada. «Canta, oh diosa, la cólera del Pélida Aquiles». Ella se ríe. Nuestra comunicación es todo lo rudimentaria que se pueda imaginar. Eso le da un encanto especial: tendemos a envolver en palabras lo que puede decirse con un movimiento de ojos. Sus ojos sí son hermosos: brillantes, expresivos, achinados. Al parecer piensa que soy un escritor conocido en nuestro país. O un guitarrista de éxito. O un millonario. O todo a la vez. Ignoro a qué se dedica ella. Solo sé que es extraordinariamente risueña y efusiva. También ordinaria. Hace un momento ha estornudado y como no tenía donde sonarse ha utilizado una página del periódico que yo estaba leyendo; luego ha hecho una bola y la ha arrojado a la papelera después de recolocarse con dos dedos la braga del bikini. Me ha sonreído como un niño que hace una travesura. Le he devuelto la sonrisa. Me he quedado sin leer el reportaje sobre Ali Agca que había apartado para el final.

¿QUIÉN ES MEHMET ALI AGCA?

¿Quién es Mehmet Ali Agca? La pregunta, así formulada, parece absurda. Quien supere los treinta años y viva en un país católico lo sabe de sobra. Su rostro adusto y anguloso se convirtió en uno de los iconos de los ochenta cuando disparó en cuatro ocasiones sobre el papa Juan Pablo, agazapado entre la multitud de San Pedro. Aunque quizá su imagen más popular sea algo posterior, coincidiendo con la visita que Wojtyla le hizo en prisión. La fotografía es perfecta, distante, deja que los dos hombres ajusten cuentas sin que los espectadores nos entrometamos. El papa, con solideo y sotana blanca, se sienta en una esquina, muy cerca del joven que apretó ciegamente el gatillo contra él. En alguna instantánea sus frentes llegan a rozarse, solo la mundana presencia de un radiador enturbia el encuentro. Cuando disparó al papa polaco, Ali Agca acababa de cumplir 23 años. No era más que un chiquillo, pero en sus ojos se reflejaba la maldad, la locura, la irracionalidad. Aquel chico parecía cargar en sus hombros el peso del mundo entero. Solo dos años antes había asesinado al periodista Abdi Ipekçi en el barrio estambulita de Nishantashi. ¿Y cómo es posible que, habiendo sido condenado a cadena perpetua en Turquía, escapase de la cárcel, se plantase en el Vaticano y disparase a sangre fría al papamóvil? Cada vez que se lo preguntes, Agca te dará una respuesta distinta. Tal vez te hable de su etapa en los Lobos Grises, el grupo fascista en que militaba cuando asesinó a Ipekçi. Puede que te diga que fue reclutado, adiestrado y armado en Bulgaria por un gobierno comunista. Quizás intente convencerte de que trabajaba para el Irán de Jomeini. Es posible que oigas de él que formó parte de la Operación Gladio de la CIA. En el peor de los casos, dirá que es el Mesías y el fin del mundo está próximo. Puede que Ali Agca sea todas esas cosas a la vez, puede que no sea ninguna. Puede que lo único que alcancemos a saber de su persona se reduzca al odio en su mirada.

Ariadna ha regresado a Atenas. Se ha despedido de mí entre lágrimas y frases en griego empujando con las piernas su maleta rosa antes de cruzar el control de equipajes y abandonar mi vida para siempre. En el aeropuerto me ha pedido que le mande uno de mis libros a Grecia, o eso he creído entender. Estoy tentado de quitarle las solapas a alguno de los tuyos y enviárselo. Quién sabe, igual consigo abrirte un nuevo mercado.

Un taxista me ha conducido de vuelta al hotel a toda velocidad con las ventanillas abiertas y un antiguo radiocasete atronando música tradicional turca; ha estado a punto de atropellar a un peatón en cada paso de cebra, luego les ha lanzado improperios; tampoco en ese caso he necesitado conocer el idioma para comprender el sentido de la conversación. Al llegar me ha cobrado una cantidad inconcebible de liras que he pagado sin rechistar. He subido a la habitación algo aturdido por la conducción y la guerra greco-turca de sonidos guturales que se libraba en mi cabeza. Me he tirado en la cama y he cogido un cuaderno para escribir sobre Ariadna.

Desde hace años llevo un registro puntual y escrupuloso de mis amantes. Apunto cómo eran, cómo las conocí, cuál fue mi primer pensamiento acerca de ellas. Lo apunto antes de que su imagen se borre de mi mente, algo que ocurre cada vez más deprisa. No es un registro de índole sexual, propiamente dicho, ni tampoco tiene nada que ver con el fetichismo como en la película de Rutger Hauer que vimos los cuatro en el cineclub, esa en que guardaba un mechón del vello púbico de las mujeres con las que se acostaba. El mío es un registro de personas. Los detalles sexuales son los menos y al final son también los menos interesantes. Acuéstate con cien mujeres y comprobarás que mutatis mutandis el coito no deja de ser eso, un coito. Me interesan más las pequeñas particularidades. Véase: saludo turistas, lágrimas despedida, mocos periódico. Las personas son más ese gesto inconsciente que un conjunto de pelos que crecen en el pubis. El apartado que relleno con mayor atención, no obstante, es el que llamo quién soy para ellas. Muchas piensan que no soy más que un gilipollas. El gilipollas que telefonea al taxi que viene a buscarlas cuando hemos terminado de hacerlo. Otras consideran que soy encantador. Las hay que se enamoran de mí aunque no hayamos estado juntos más que un par de noches. A otras las engaño, les hago creer que las volveré a llamar, les doy nombres falsos, teléfonos falsos, profesiones falsas. Les digo que soy escritor, les digo que he publicado tus libros. Últimamente, cada vez que cojo mi registro de mujeres me fijo más en ese apartado y menos en las partes en que anoto cosas sobre ellas. En mi egocentrismo he llegado a pensar que en esos párrafos está la mejor descripción de mí mismo. ¿Acaso somos algo más que lo que les enseñamos a los demás? A veces leyendo el Registro de Personas, por un instante, consigo ver una imagen nítida de quién soy. La mayor parte del tiempo solo veo fragmentos inconexos. La mayor parte del tiempo solo soy fragmentos inconexos.

Rudolph.