51
Epitaph for my heart
MAGNETIC FIELDS
Un ruido atronador sale del interior de su casa.
Golpea rítmicamente las paredes y la puerta. Bum, bum, bum, bum, bum. El muy cabrón está escuchando música a todo volumen. Marga reconoce la canción a pesar de que el sonido es tan fuerte que reverbera y se distorsiona. Su vivienda exhala el cántico admonitorio acerca de los peligros de la electricidad con el que comienza el Epitaph for my heart de los Magnetic Fields.
Lo primero que se le ocurre es que va a tener follón en la urbanización. Allí nadie hace ruido, ni a las cinco de la tarde, qué decir de la 1:07 de la mañana, la hora que marca su Casio negro. ¡Pero si ella tiene la teoría de que no folian, no vaya a ser que les dé por jadear o a los muelles por chirriar y eso moleste a los vecinos!
Y el otro gilipollas con la música a tope. Este me va a oír. Ahora mismo Marga está sobre el felpudo con la llave en la mano, lo que pasa en esta casa se queda en esta casa. Todo menos la música de los putos Magnetic Fields, que a esas alturas deben de estar escuchando en el otro extremo de la ciudad.
Eso es lo primero que se le ocurre. Pero lo primero pronto deja su sitio a una segunda impresión. Que dice que algo va mal. Es una simple punzada. Es volver a encontrarse ante una cerradura. Allí se mantiene paralizada, tres o cuatro minutos, hasta que la punzada se convierte en realidad cuando la canción termina e, inmediatamente, vuelve a empezar. Ni siquiera lo ha notado, pero se ha puesto a temblar.
Las llaves de las cerraduras de seguridad no parecen nada seguras a simple vista. Se han hecho frecuentes en cualquier llavero. Parecen una T mayúscula, con la cabeza más gruesa que el cuerpo. En lugar de dientes tienen mordiscos redondos en el metal, como si estuvieran picadas de viruela o acné. Marga no niega que sean más seguras, pero a ella no le ofrecen ninguna tranquilidad. Su fobia es a que entren personas que ya tienen la llave. Que entren mientras ella hace algo que no quiere que vean. Cosas impúdicas. Cualquier acción relacionada con su sexo. Cosas tan bobas como hurgarse en la nariz. Sacarse cera de los oídos. Rascarse los sobacos. Cosas que todos hacemos con placer en el santuario del hogar. Pero como ha dejado de estar segura, ha dejado de obtener placer y por tanto también de hacer esas cosas.
Apodysofobia.
Al final Óscar, el loco del carrito de supermercado, tenía razón. Cuando le das un nombre a una cosa le estás dando permiso para que te devore.
Ahora es todo tan absurdo que está suspendida en el aire con la llave en la mano y los Magnetic Fields atronando, devorada por el pavor a descubrir a alguien haciendo algo que no debería estar haciendo. ¿Ya se ha extendido su miedo al otro lado de la cerradura?
Más te vale que solo estés escuchando música, gilipollas, le grita a la puerta.
Y acordándose de los vecinos añade en un susurro: «Que tengo apodysofobia, joder».
La única respuesta que recibe es el cedé dando otra vuelta sobre sí mismo.
Marga traga saliva, envuelve un rizo invisible entre los dedos, toma aire y mete la llave con viruela en la cerradura. La gira con tanta fuerza que la puerta se abre ante ella sin necesidad de empujarla. Devuelve solo oscuridad y una canción inacabable.
A tientas, guiada por el instinto que nos indica dónde se ocultan los interruptores del hogar, acciona el botón de encendido. Pero la luz no se enciende.
¿Dónde coño estás?
Sigue sin haber respuesta. Su corazón palpita acelerado.
Da dos pasos a la derecha y entra en la cocina. Aprieta un nuevo interruptor. Tampoco se enciende. No hay luz. Abre la nevera, indolente, ociosa, no muge con el pequeño mugido de los frigoríficos. Ese brrruuum, ese sonido que no es molesto, sino acogedor, porque indica que todo funciona en casa. Cuando el ruido desaparece es porque algo va mal. Abre el congelador. Saca un pequeño recipiente de plástico azul con agujeros triangulares donde se forman cubitos de hielo. Pirámides de hielo, para ser exactos. El agua fresca se derrama sobre su camisa. La enfurece el contacto con lo que fueron orgullosos poliedros y ahora no es más que agua. Le señala que la luz no se acaba de ir.
Y, sin embargo, la música sigue sonando.
Rudolph le dijo que no le apetecía ir al concierto. Que esperaría en casa por ella. Es posible que se haya largado. Que no vuelva más. De acuerdo. No sería ningún drama. Es posible que después de eso se fuera la luz. No sería la coincidencia más extraña del mundo. Pero ¿y la puta música? ¿Por qué sigue sonando? ¿Por qué habría dejado puesta en bucle esa canción? Epitaph for my heart. Un epitafio para mi corazón. ¿El corazón de quién? Y lo más importante: si no hay luz, ¿de dónde mierda sale la música?
A pesar de lo rápido que le bombea la sangre —o quizá por ese motivo—, Marga razona con lucidez. Revuelve en su bolso, caen la cartera y el neceser. Unos sobres de Espidifén se esparcen por el suelo. Ruedan dos botes de maquillaje. Se precipita el tampón solitario que guarda como amuleto. Los distingue todos al pisarlos a ciegas.
Alcanza el móvil y avanza con torpeza, iluminada por el exiguo destello de la pantalla. El pasillo de su casa, a la luz del iPhone, le parece un lugar de lo más exótico. Las figuritas que su abuelo le trajo de sus viajes la asustan como si estuviesen animadas.
Sobre el aparador encuentra el origen de la canción. El pequeño reproductor de cedés que utiliza para escuchar música en la bañera. Está en función repeat en el corte número 19 del disco, la rueda del volumen girada hasta el tope. En vez de apagarlo, lo que hace es devolver la rueda a un volumen razonable.
Luego grita con rabia: «Pedazo de cabrón, si estás ahí, dintelo ya».
Esta vez Marga ya no espera respuesta. Está enfrascada en sus propios pensamientos. Al bajar la música por fin los oye con claridad. Sus pensamientos le preguntan cómo coño puede sonar el reproductor si no hay electricidad. Vuelve sobre sus pasos y mira en la caja de circuitos que se esconde discretamente tras la puerta de entrada. Con dos dedos cambia de posición la pequeña clavija del automático. No hay manera. Se han fundido los fusibles.
Palpando por encima del aparador encuentra una pista importante junto al reproductor de música. Un paquete de ocho pilas al que le faltan cuatro. Es el segundo peor descubrimiento de la noche. Revela que el escenario ha sido preparado. Sádicamente preparado. Casualidades y coincidencias no tienen cabida después de encontrar las pilas. Tiene la impresión de haber empezado a sangrar por la nariz. Se pasa la mano por ella hasta irritársela, pero no hay rastro de sangre.
A partir de entonces, la escena se acelera. Corre por la casa tropezando con todo.
De un manotazo cercena de su lugar en la cómoda la cabeza de poliestireno, que rueda por el suelo como en una decapitación.
Entra en el salón, tira al suelo una silla y la biografía de Jim Morrison que Rudolph estaba leyendo.
Entra en la habitación pequeña, que utiliza como despacho y vestidor, le da una patada involuntaria a unos zapatos de tacón que se estampan contra la persiana. Se da cuenta de que las persianas —todas eléctricas— están bajadas hasta el suelo. La oscuridad es tan negra como Richard Parker.
Entra en su habitación, tantea con la mano la cama medio deshecha, como si Rudolph fuera a estar escondido entre las sábanas como se escondía ella de pequeña cuando su madre iba a levantarla.
Pero sabe que no está allí. Lo sabe. Rompe a llorar. Ya está segura de dónde está. Ya no hay duda.
En el fondo, lo ha sabido desde el principio.
Por eso ha dejado el baño para el final.
Su cuarto de baño tiene un tragaluz, la única ventana de la casa sin persiana, un foco del zaguán del edificio proyecta en él un rayo de claridad. Abre la puerta con lágrimas en los ojos. Finalmente, la nariz ha empezado a sangrar.
Todo en ella es líquido como las pirámides de hielo. Él es carne. Carne pálida. Creía que lo encontraría achicharrado, echando humo, pero solo está pálido, absurdamente blanco.
Su cicatriz, antes oscura, está rosada como si fuera fresca, como si se hubiese cortado en la bañera. Sus ojos la miran fijamente, pero no la miran a ella, sino a través de ella. Su polla, que solo había visto enarbolada parece ahora un pececillo envuelto en pellejos. Sus huevos son dos bolas arrugadas.
Sobre el pecho descansa la Rickenbacker color madera, cuyo mástil sí está renegrido como una tajada de carne que se cae en la parrilla.
De su ombligo sale el cable, un macabro cordón umbilical enchufado a un aparatoso amplificador, y este, a su vez, al único enchufe del baño, un enchufe torcido y mal atornillado que Rudolph se había ofrecido a cambiar.
Marga se aovilla en la esquina entre el retrete y el bidé, se limpia la sangre de la nariz con la mano y cierra los ojos.
Sobre la cómoda el reproductor de cedés sigue sonando:
«Que este sea el epitafio para mi corazón…».