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Undécima y última parte
del testimonio de un asesor
Termino ya mi testimonio y lo hago reconociendo todas las acusaciones que pesan en mi contra y lamentando mi comportamiento, que considero del todo inexcusable. Lamento haber cogido la maceta con la orquídea y haberla lanzado al suelo con rabia, porque eso es lo que hice, lanzarla al suelo. Que nadie intente convenceros de lo contrario. De ninguna manera se la arrojé a ningún compañero: ni al Poeta, ni a Lúpulo, ni al Prestidigitador, ni a la Consejera, ni a nadie. La reventé contra las baldosas que separaban nuestro cubículo del despacho de prensa mientras profería una obscenidad que no me apetece repetir, con la que, en esencia, invitaba al conjunto de mis compañeros a que me practicasen sexo oral. Quién iba a pensar que la maceta era de cristal; yo siempre creí que era de plástico. Lo siento especialmente por la orquídea, porque yo quería mucho a esa planta que me señalaba el camino de la libertad que se abría detrás del ventanal. Que me señalaba que la vida seguía fuera, y ahora no me refiero solo a fuera del gabinete sino fuera de mi propia existencia. Que me señalaba el agujero por el que me podía escabullir como un cartel luminoso de salida de emergencia. Luminoso porque refulgía con fuerza en las horas centrales del día: quince flores de pétalos tan brillantes que más que blancos parecían plateados; los pistilos rosas abiertos de par en par, incitantes como una vulva; las varas verdes y oscuras surgidas de la nada, imperceptibles, cuando se secaban las viejas. Esa era la característica más querida para mí de la orquídea, su capacidad de regenerarse y volver a crecer una y otra vez, de ganarle la partida a la muerte y brotar siempre con más fuerza y orgullo, y no pedir nada a cambio. Los cuidados que le dedicamos fueron los mínimos; apenas las sobras de un botellín de agua mineral de vez en cuando. Pero allí resistía nuestra orquídea temporada tras temporada, los asesores iban y venían, la planta permanecía. A veces se usa la expresión voluntad de hierro y, teniendo en cuenta que el hierro carece de voluntad, me parecería más acertado popularizar la expresión voluntad de orquídea. Por eso mi pesadumbre fue total cuando esperaba sentado a que llegaran los de Seguridad para acompañarme hasta la calle, y la señora de la limpieza, de mala gana, empujó con una escoba los restos de la orquídea, sus largas raíces en forma de espárragos trigueros que siempre rebosaban de la maceta, la tierra oscura como si saliera del centro del planeta, las flores que se resistían a ponerse mustias incluso heridas de muerte. Toda aquella mezcolanza viajaba a escobazos hasta el recogedor de la malhumorada limpiadora y, de ahí, directamente al cubo de la basura. Siento profundamente haber acabado así con ella: haberla asesinado. Porque ahí me di cuenta de que aquella monocotiledónea era el ser vivo que más quería no solo de aquel gabinete, sino del mundo entero. Lamento también, pero menos, haberle causado al Poeta una herida en el bíceps. Insisto: quién iba a imaginar que la maceta era de cristal, y quién que el cristal saltaría tan alto y uno de sus pedazos astillados se clavaría en el brazo hipermusculado que sostiene la estilográfica con la que escribe versos. Y aún diría más: quién iba imaginar que aquel hombretón gimotearía como una niña pequeña por recibir unos puntos en el brazo. ¿Que está desfigurado, dice? ¿Por una pequeña cicatriz? Qué insulto para los verdaderos desfigurados, para la gente que ha tenido un accidente y se ha estallado la cara contra el parabrisas, o le falta un globo ocular porque se ha atravesado el ojo con una barra de metal en una fundición, o ha perdido la mandíbula por el cáncer, o le han cortado la nariz y las orejas en Afganistán. Desfigurar es afear el semblante o las facciones, no un brazo, por Dios. Las palabras son importantes, ¿por qué la gente se niega a escucharlas? Desfigurar. Una cicatriz en el brazo es como un tatuaje. Yo tenía un amigo con una cicatriz más grande en la cara y las mujeres se morían por acariciársela, pero esa es una historia que no viene a cuento. Y si él está desfigurado, ¿entonces qué decir de mí? Miradme a mí, este cuerpo raquítico, estos dientes que se están pudriendo. ¡Por Dios, desfigurado! En cuanto a los insultos, lamento haberlos proferido en el contexto en el que lo hice, completamente inadecuado, fuera de mí, sin raciocinio. Los más soeces los retiraré las veces que hagan falta. Ahora bien, que conste en acta que mantengo el ignorante, hortera, botulínica, que llamé a la Consejera, porque me he comprometido al principio de este alegato a decir la verdad. De igual forma que mantengo los inútil, falso y borracho a Lúpulo; y al Prestidigitador, pelota, patético y bocazas. El resto los retiro todos, incluidos los del Poeta que, aunque sean ciertos, ya tiene bastante con su rasguñito. Me enorgullece, y me gustaría que constara, que ni una sola de las injurias fuese pronunciada contra ella, nuestra chica del cáncer; entonces aún concentraba mi ira, ahora no le guardo rencor. Por último, por lo que se refiere a la condena, Dios me libre de atribuirme la labor de juez, pero desearía que se tuviera en cuenta que ya he perdido el trabajo al que me he dedicado los últimos quince años. No es que disfrutara haciéndolo precisamente, pero es una puerta que se ha cerrado para mí, igual que muchas otras. A partir de ahora mi vida va a ser una sucesión de portazos y ese es, a mi entender, suficiente castigo para una ofensa no tan grande como podría parecer. Si se me permite, diré que el año de cárcel que pide la acusación me parece excesivo, aunque no digo que sea injusto, pero, a fin de cuentas, el castigo lo que persigue es una reinserción y yo ya estoy reinsertado. La persona que ahora habla es un nuevo yo. Y sería injusto que este nuevo yo cargase con la condena y los antecedentes del antiguo. Fijaos si soy un nuevo yo que mañana mismo voy a ir al médico para mirarme el problemilla que arrastro en el aparato digestivo, porque hace un momento he vuelto a defecar sangre y estos mareos y la falta de fuerzas no pueden ser normales. No creáis que es mi intención dar pena porque no pienso morirme. Me he dado cuenta de que tengo toda la vida por delante, una verdaderamente nueva. Quizá debí lanzar la maceta contra el ventanal y escapar corriendo como en esa vieja película del manicomio, pero el resultado sería el mismo, o peor, la orquídea seguiría muerta en el cubo de la basura y el cristal de la ventana podría haber caído sobre Americanas, causándole una verdadera desfiguración y, para más inri, ese hombre a mí no me ha hecho nada. Asumo como probable que la mía será una nueva vida con una colostomía y que a partir de ahora cagaré en una bolsa, pero ni eso me asusta porque cagar a gusto, lo que se dice cagar realmente a gusto, lo he hecho pocas veces en los últimos años, en su urbanización y pocos lugares más. De hecho, el otro día tuve un sueño en el que me quitaban el intestino grueso casi en su totalidad y en su sitio me ponían la bolsa del centro comercial que he llevado durante años al trabajo con un libro para leer a la hora de la comida. Una bolsa de plástico que fue verde en su día pero que ya ha perdido el dibujo por completo a causa del desgaste. Y el sueño no me disgustó del todo, la verdad. Le tengo más cariño a esa bolsa que a mi propio recto. Le tengo más cariño a una bolsa de plástico y a una planta que a los seres humanos. Una orquídea. Una orquídea blanca encerrada en mi apartamento, eso quiero ser, escribiendo solo para mí, sin más compañía que el recuerdo amargo del Círculo de personas que me vapulearon como una limpiadora a una planta muerta con una escoba y un recogedor.