7
Diciembre: Jim Gordon

Te escribo desde Boston.

Un gran ventanal con vistas al río Charles se abre frente a mí; en la margen opuesta al hotel despunta la cúpula del MIT. El em-ai-ti. Tres letras son suficientes para acelerar las sinapsis de mis neuronas, las multiplican, evocan recuerdos más vividos que la propia imagen que tengo ante mis ojos.

En mi cerebro las vistas son idénticas a las de hace veinte años. El hotel, el Sheraton, es el mismo, eso seguro, no lo he olvidado ni por un momento, aunque esté tan remozado por dentro que cueste reconocerlo. Los recuerdos se agolpan unos encima de otros, sin guardar un orden razonable o al menos un orden que yo sea capaz de establecer. Una imagen del pasado ocupa mi pensamiento durante una fracción de segundo y, antes de que pueda retenerla, se ha esfumado y ha sido sustituida por otra. A veces ni siquiera son imágenes: un olor, el perfume caro que mi madre compró en el aeropuerto; un sonido, el ronroneo que hace mi padre cuando se siente satisfecho —algo como hmm, el zumbido con el que Glenn Gould empujaba las notas de su piano—. La invasión de la memoria es tan abrumadora que llega a marearme. Mientras, el río Charles sigue fluyendo, y lo curioso es que me sorprenda esa obviedad, como si esperase que allí ya no hubiera un río, que ya no estuviese la cúpula del em-ai-ti. ¿Qué esperaba encontrar? Simplemente, algo distinto a mis recuerdos. Aunque solo fuera ligeramente distinto, distorsionado, el reflejo en un espejo convexo, más grande, más lejano, no exactamente igual. ¿Será posible que la habitación sea exactamente la misma en la que me alojé con mis padres la primera vez que crucé el Atlántico? Parece demasiada casualidad. En todo caso, resulta imposible de determinar. Pero es imposible también determinar lo contrario, así que he decidido que al regresar contaré que es el mismo cuarto. ¿Quién va a contradecirme? ¿Quién albergaría el más mínimo interés en contradecirme? Las pequeñas mentiras son el cemento que construye cualquier biografía.

Entonces tenía 16 años o tal vez hubiese cumplido ya los 17, ese detalle en concreto lo he olvidado. Mi padre acababa de hacer el negocio que cambiaría nuestras vidas para siempre. Unos años atrás había adquirido unos terrenos yermos en un empinado pedregal del pueblo de mi abuela; pagó una miseria por aquellas hectáreas que no valían nada; sus dueños estaban deseando quitárselas de encima. Aparentemente, desde lo más alto de la loma, en el extremo de los nuevos terrenos de mi padre, se podía ver el mar. De no ser porque siempre estaba nublado. La primera vez que me llevó hasta allí me dijo: «Chaval, ¿ves cómo baten las olas contra los acantilados?». Yo, que entonces tenía una vista excepcional, a pesar del accidente que acababa de sufrir, que a punto estuvo de costarme un ojo y me dejó de recuerdo la cicatriz de la mejilla, utilicé la mano como visera y oteé el horizonte. Nada me habría gustado más que ver lo que decía mi padre, pero lo cierto es que no lo vi. No vi nada. «Mira bien, chaval, si casi se puede oler el mar». Le di la razón por no disgustarlo. Nunca me ha gustado contrariar a mi padre. Es un buen tipo, no diría de él que es el hombre más honrado, pero tampoco es mala gente.

Aquel día le pregunté por qué había comprado esos terrenos, por qué diablos había gastado nuestros ahorros en un maldito montículo lleno de pedruscos y ratones. Me agarró muy fuerte del hombro clavándome los dedos como hacía siempre que estaba de buen humor. Aunque me hiciera daño, yo nunca me quejaba porque no quería que pensase que era un blandengue. «Me lo ha dicho tu abuela», me susurró al oído. Luego sonrió y ronroneó como habría hecho Glenn Gould.

Tres años más tarde los ingenieros del Ministerio decidieron que una de las salidas de la autopista debía atravesar la base de la loma que había adquirido mi padre. El valor del terreno se multiplicó por cien y mi familia se hizo rica. Para celebrarlo viajamos a la Costa Este y cuando estuvimos en el Sheraton, miramos juntos por esta misma ventana con la mano ahuecada haciendo de visera. «Chaval», me dijo, «¿ves aquel edificio de allí? Aquello es Harvard y allí estudiarás tú, si eso es lo que quieres. Ahora somos ricos». Yo miré más allá del río Charles pero solo vi la cúpula del MIT. «Papá, ¿aquello no es el em-ai-ti?». Ronroneó un momento y luego, apretándome el hombro, me dijo: «Tú llámalo como quieras, pero eso es Harvard». No quise preguntarle si aquello también se lo había dicho la abuela. Le habría dolido, nunca ha superado que su madre muriese al alumbrarlo.

LAYLA

El 24 de febrero de 1993 Eric Clapton sube en solitario los peldaños que lo separan del escenario; acaba de ganar el Grammy a la mejor canción rock del año. Clapton lee un escueto discurso en el que olvida citar a la persona con la que compuso la canción en los setenta. Esa persona olvidada también ha ganado el Grammy. No ha tenido nada que ver con la nueva versión, pero parte de la esencia de Layla es suya. Es una de las pocas cosas que aún le pertenecen. En el correccional de San Luis Obispo, California, unos reclusos siguen la gala en directo por televisión. No se puede decir que sea entusiasmo lo que sienten, sino curiosidad, cierto regusto por la ironía. Uno de ellos canturrea y repiquetea con dos dedos en la mesa. Otro le dice que se calle de una jodida vez. Al oír el nombre de Clapton sueltan unas risitas. El hombre que canta pregunta: «¿No deberíamos decírselo?». El que le ha mandado callar pega un grito hacia el pasillo. Tras la puerta entornada un hombre alto pasea distraído. «Jim, ¡has ganado!». Jim tenía 26 años cuando compuso Layla junto a Clapton. Los dos formaban parte de Derek and the Dominos. En 1993 tiene 47 años y lleva ya diez en prisión. Layla es la sintonía de otra vida. La vida en la que era uno de los baterías más valorados del mundo y tocaba con George Harrison, John Lennon, Frank Zappa, los Beach Boys o Eric Clapton. La vida antes de las voces. O quizá las voces siempre estuvieron ahí, quizá solo se amplificaron. La voz aguda de su madre, que no lo dejaba descansar, que le decía que no comiera, que le obligaba a pasar días enteros sin probar bocado. La voz que le impedía tocar la batería, la voz que lo estaba destruyendo. La voz bisbiseante que Jim intentó acallar aplastándole la cabeza a su madre con un martillo, trinchándola con un cuchillo como a un pavo. Los acordes de Layla continúan sonando en el correccional. Hoy es la voz de Eric Clapton la que se cuela por el pasillo de la prisión.

Me cito en Copley con el abogado de Jim Gordon y, como se retrasa, me siento a esperarlo fumando un cigarro en uno de los bancos de la plaza. Hace tanto frío que las volutas de humo se mezclan con las ráfagas de aliento y se alejan decididas hacia Boylston Street, la calle en la que los hermanos Tsarnaev detonaron tres bombas y mataron a otras tantas personas; apenas unos metros más adelante estaba la meta de la maratón de Boston. Lo que más recuerdo de aquel atentado es la fotografía de un hombre sin piernas al que un hueso macabro y solitario le cuelga del muñón. ¿Dónde irían a parar aquellas piernas? ¿Es posible que se volatilizaran?

Mi vida se ha reducido a tres actividades: perseguir a asesinos del pasado, acostarme con mujeres y tocar la guitarra; ninguna de ellas ha contribuido a mejorar mi cordura. Cada día me junto con gente más rara. Estuve saliendo con una chelista narcoléptica que se dormía mientras manteníamos relaciones. Una chica morena con corte de tazón como el que se hizo Karl antes del viaje a Berlín. Aquel día, cuando Karl salió de la peluquería y se reunió con nosotros en el Viena, le dijiste: «¿No sabes que el pelo largo denota salud en la hembra, predispone al macho a la coyunda y favorece la fecundación?». Ella respondió sorbiendo el café como solía: «No soy una yegua a la que cubrir y, en cuanto a la fecundación, no tengo el menor interés en ella». Al margen del peinado, creo que la violonchelista te gustaría tanto como odiarías a su círculo de amigos. Uno es un ruso que toca el theremín, si es que es correcto utilizar el verbo tocar para hablar de ese instrumento. Entiendo que sabes a qué me refiero: esa extraña caja con dos antenas que emiten sonidos electrónicos al acercar o alejar la mano de ellas. El ruso, cuando se emborracha —y créeme que ocurre a menudo—, se dedica a extraer los sonidos del theremín con su pene erecto. ¿Conoces la anécdota de Errol Flynn y el piano? Pues algo semejante, solo que más procaz y desagradable. En apariencia soy el único al que molesta la visión del falo, porque el resto aplaude y celebra su destreza. Debo reconocer que el tipo consigue arrancar una cierta melodía de la absurda caja, pero por alguna especie de sinestesia yo solo puedo oír las gruesas venas de su miembro hinchándose y deshinchándose como si mi tímpano nadase en su torrente sanguíneo. Discutí con la chelista a cuenta del thereminista. Le dije que no soportaba al ruso, le dije que sus malabares fálicos me sobraban, le dije lo que tú dijiste una vez sobre alguien a quien he olvidado: «Me sobra, es tejido sobrante en el mundo, vale lo mismo que el pellejo que cuelga de algunas vulvas, un excedente de piel con forma de orejón de albaricoque». Corté con la violonchelista, me siento más cómodo tocando la guitarra con mi grupo. Aunque sean una pandilla de cocainómanos y las personas menos de fiar del mundo, con ellos sé a qué atenerme. Enamórate de un guitarrista y acabará electrocutándose en tu bañera con una Rickenbacker, pero al menos no hará gilipolleces con la polla.

Rudolph.