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Rape Me
NIRVANA
Es una cerradura magnética.
De esas que encienden una lucecita verde al acercarles una tarjeta. De esas que no ayudan en absoluto si tu mayor terror reside en el allanamiento. Marga tiene que pasar la tarjeta siete veces por el dispositivo. Tal vez por efecto de algún tipo de magnetismo en sus venas, siempre se enciende la luz roja. ¿Cuál es la principal característica de la cerradura? Es silenciosa. Malo. Malo para la apodysofobia, la enfermedad que Marga se ha autodiagnosticado y cuyos síntomas vienen a ser los opuestos del exhibicionismo.
Fue Rudolph quien propuso pasar, un fin de semana en un hotel del norte de Portugal durante una prematura ola de calor. Doscientos kilómetros sudando a chorros en un Toyota negro de alquiler sin aire acondicionado. Llevaban un mes viéndose con asiduidad. Y aquí viéndose es un eufemismo sustituible por un amplio léxico de índole sexual. Marga observaba el brillo de sus pechos en el parabrisas, sentía las gotas escurrirse por su espalda y solidificarse. En cuestión de segundos, sus secreciones se volvían grumos pegajosos como los que quedan al arrancar el precio de un libro.
Cuando pensaba que estaban perdidos, que morirían deshidratados en mitad de la nada, surgió una escalinata de piedra, y al final del último escalón, apareció un edificio como el palacio veraniego de una zarina. Apareció también un mozo para hacerse con la llave del Toyota y conducirlo al aparcamiento mientras otro se plantaba junto al maletero para subir el equipaje. Marga salió del coche y agarró con fuerza su maleta cuando el botones alargó la mano.
«Com licença, senhora. ¡Por favor!».
Marga no estaba dispuesta a permitir que nadie llevara su carga. Se había habituado a valerse por sí misma. Con seis años, cuando la dejaban a cargo de su hermano —que entonces tenía cuatro— vaciaban en un contenedor la cena que había preparado su madre, cogían las monedas de cien pesetas que ella tenía ahorradas y devoraban helados de vainilla y bollería industrial mirando al mar. Con ocho la mandaban a hacer la compra al ultramarinos y regresaba transportando dos bolsas más grandes que ella mientras pellizcaba la barra de pan. Camino abajo, parecía hecha de plástico azul y rizos negros. Si había acarreado aquellas bolsas cuando ni soñaba con usar sujetador, por qué, ahora que va a tener silicona en las tetas, no habría de cargar con su maleta, en la que solo transportaba una muda, dos bikinis, un neceser, un cargador de móvil y un ejemplar gastado de Alta Fidelidad.
La verdadera razón, lo reconoce, era que no quería dejar propina. No por tacañería, sino porque ignoraba la cantidad apropiada. No quería pasarse ni quedarse corta. Por encima de todo, no quería dejar ver su incomodidad en aquel ambiente de pijos.
Si ansiaba pasar desapercibida arrastrando la maleta por la escalinata, no podía estar más equivocada. Los mozos la perseguían tratando de arrebatársela, repetían «com licença senhora, por favor», y brincaban a su alrededor como monos en un templo hindú. Los huéspedes que tomaban un refresco en el pórtico del hotel se asomaban a la barandilla. Los que estaban en recepción salían a la puerta a contemplar el espectáculo. Las cortinas de las ventanas se descorrían para verla saltar de dos en dos los peldaños escapando de los botones. Rudolph la miraba divertido con las manos en los bolsillos mientras un tercer mozo cargaba su equipaje.
Se veía a la legua que todo lo que hacía era para impresionarla: menuda pérdida de tiempo. Era poco impresionable, la verdad. Lo único que necesitaba era seguir humedeciéndola. Ese era el motivo por el que Marga había aceptado recorrer la autopista de la exudación y la carretera de la sudoración.
Rudolph no parecía percibir su indiferencia mientras caminaban por el sendero terroso que atravesaba los hoyos del campo de golf y presumía del dinero de su padre. De vez en cuando tenían que saltar a un lado si se cruzaban con los carritos, que circulaban a toda velocidad. Los caddies conducían con temeridad levantando una nube de polvo. Señales en varios idiomas anunciaban el peligro de ser golpeado por una pelota de golf y recomendaban una ruta de paseo alternativa.
Tranquila, dijo Rudolph, aquí no juegan más que viejos que no son capaces de levantar las pelotas del suelo.
La ambigüedad de la afirmación le provocó a Marga un ataque de risa. Él respondió con un gesto con la mano que bien podía significar un reproche por su puerilidad o que estaba espantando un mosquito.
Los mismos mosquitos que los comen esa tarde en la piscina. A él sentado en el borde con las piernas en remojo. A ella dormitando en una tumbona cubierta por una sombrilla.
Hasta que la despiertan los gritos de una niña.
«Oliiiiiiiiii, Oliiiiiiiiiiii. ¡Que no haces pieeeee!».
Con su voz chillona turba la maravillosa sinfonía de los nadadores que se sumergen en el agua y hacen música a cada brazada.
Chooof. Chooof. Chooof.
«Oliiiiiiii. Ofiiiiiiiii».
Oli es una niña rubita con pañal, de unos dos años, que chapotea junto a su madre. Su prima, más feúcha, la dobla en edad y es quien está fastidiando la siesta a todo el complejo hotelero. Al parecer, tiene miedo de que Olivia se ahogue aun cuando su tía la está agarrando.
En las tumbonas se oye protestar y la palabra maleducada en varios idiomas, pero Rudolph permanece inmóvil. Está absorto en una chica portuguesa que se llama Caterina o Catarina. Tiene poco más de veinte años y su cuerpo es armonioso como solo puede serlo a los veinte. No es que sea guapa —lo mejor que se puede decir de ella es que su cara no desluce al cuerpo—, pero parece simpática. Caterina o Catarina habla con su madre caminando a pasitos en el centro geométrico de la piscina. El agua la cubre hasta el pecho. Un efecto involuntario que realza sus magníficas tetas-no-tumorosas. Rudolph persigue el paseo dominical madre-hija con el disimulo del depredador. Luego se vuelve hacia Marga y le sonríe disculpándose. «Mira lo que quieras, amigo, no pienso casarme contigo».
Una hora más tarde estarán en la habitación y lo tendrá dentro de ella. Ahí le importará poco Caterina o Catarina. Ni siquiera se enfadará lo más mínimo si él se confunde y la llama Caterina. O Catarina. No le van los celos, ni la posesión, ni ser poseída, salvo en la cama. Ahora que vuelve a sentir esa sensación tan agradable de un miembro deslizándose —no arrastrándose— en su interior, no hay sitio en su cabeza para Caterina. Ni Catarina…
Pero es una cerradura magnética.
La primera camarera, por suerte, llama a la puerta, toe toe, antes de utilizar su tarjeta para abrirla. Marga se cubre con la sábana, Rudolph se ata un albornoz a la cintura. La mujer, ataviada con una cofia, les entrega el parte meteorológico de los próximos días.
La siguiente camarera no tiene tanto tacto. Se planta delante de ellos cuando está a punto de correrse. Esta vez no ha llamado, simplemente ha abierto con la tarjeta. Silenciosa. Malo. Malísimo. Al menos Marga no ha oído los golpes en la puerta, aunque es difícil con la cabeza enterrada en la almohada. Sea como sea, cuando ve a la vieja con su ridículo uniforme y su cofia, pega un grito que se oye en el hoyo dieciocho.
La camarera deja caer un par de bolsitas de plástico con tres galletas cada una y sale disparada de la habitación corriendo por el pasillo.
Que tengo apodysofobia, joder.
La mueca de disgusto de Rudolph es menos natural que la que se dibujó en su cara cuando en mitad de la piscina un portugués besó en la boca a Caterina. O Catarina.
La cantante de las Fat Bottomed Girls intenta una versión de Nirvana y chilla pidiendo que la violen.
«Rape meeeee, rape meeeeeeee».
Su grito, demasiado agudo, no recuerda a Kurt Cobain sino a la niña feúcha de la piscina cuando Marga se quitó la peluca y se dio un chapuzón al lado de Oli con la cabeza monda y lironda.
«¡Oliiiiiiiii, no llores! Que es solo una chica sin pelo».
«No es la única», dice la cantante, «no es la única».