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El matrimonio Arnolfini
De entre las muchas cosas que Karl le agradece a Amara, una no poco importante es que, con el simple hecho de su concepción, borrase de golpe el miedo a enfrentarse a sus padres. No diría de ellos que fueran personas horribles, sencillamente no los soportaba. Era superior a ella: no aguantaba su beatería, su obsesión por el qué dirán, su desidia para adaptarse a los nuevos tiempos, su incapacidad para comprender que el siglo veintiuno no son los años setenta. Lo que calificaría como una infancia feliz y despreocupada se convirtió en tensión y discrepancia cuando llegó a la adolescencia y menstruo y se acercó al sexo, el gran tabú familiar. Quizá si hubiesen tenido hijos varones, sus padres hubieran vivido menos amargados, pero les tocaron en suerte dos gemelas de cara dulce y silueta voluptuosa. Desde que sus hijas cumplieron los catorce se encerraron en el temor de que perdieran la virginidad antes del matrimonio, que se ganaran en el pueblo fama de ligeras de cascos, o (cruces, cruces, Dios no lo quiera) que volviesen a casa embarazadas. Después de todo, Karl no puede ocultar una sonrisa cuando piensa que, si esas tres eran sus preocupaciones, ella fue cumpliéndolas una a una. Llegar embarazada a casa era el peor de los castigos terrenales que sus padres podían imaginar. Eran dos meapilas de misa del gallo y eso la sacaba de quicio. Si Karl hubiese estudiado Psicología se pasaría cada Nochebuena por la misa del gallo y repartiría su tarjeta entre las hijas de los meapilas. Se forraría quitándoles traumas de la cabeza y convenciéndolas de que las pollas no son el instrumento de Satán para captar jovencitas como creían sus padres.
Moritz los llamaba los Arnolfini y lo cierto es que tenían sus semejanzas con los protagonistas del cuadro de Van Eyck. La madre de Karl solía vestir colores vivos, llevaba la melena rubia recogida y a su cara, muy pálida, nunca la tocaba el sol. Siempre estaba disgustada: era una de esas madres que advierten de todos los males del mundo y disfrutan cuando se cumplen sus continuas premoniciones; la clásica madre del «¿ves?, ya te lo decía yo». Su padre, con traje oscuro de cuando llegó la democracia («de cuando llegó la democracia a Atenas», puntualizaba Moritz), tenía el rostro ceñudo, alargado y autoritario, y solo abría la boca para protestar por lo fácil que lo tenía la juventud, obviando que él regentaba la empresa de suministros navales que antes había regentado su padre y antes de él su abuelo. Para rematar el cuadro, su madre, cerca de los cincuenta, se compró un perro, un insoportable grifón de Bruselas que olía a rayos y al que llamó Moisés. De niña, a Karl no le molesta reconocerlo, le parecían los padres perfectos y los quería más que a nada en el mundo, pero el transcurso de los años hizo imparable su distanciamiento. Llegó un momento en que realmente tuvo la impresión de estar ante un matrimonio de comerciantes del siglo XV que hablaba flamenco; de ellos la separaban la caída de Constantinopla, el descubrimiento de América, la Ilustración, la Revolución francesa, las dos Guerras Mundiales y la liberación de la mujer.
Curiosamente, a Hans le tenían verdadero aprecio, lo cual, si uno se detiene a pensarlo, no resulta tan sorprendente porque Hans se movía como pez en el agua entre los libros de Historia y era capaz de introducirse en su anacrónica onda arnolfiniana. A veces él mismo parecía un hombre de otro siglo, cuando no el protagonista de un cuento de Melville o simplemente un marciano. Hans agarraba a la madre de Karl del brazo cuando los acompañaba a misa los domingos en la iglesia de San Bieito de Cambados, comentaba con ella episodios del Antiguo Testamento y la conquistaba con su silenciosa y educada aquiescencia. Con Moritz sucedía lo contrario: su ironía, su bocaza, las ocurrencias ligeramente obscenas que a Karl le hacían tanta gracia, a sus padres les repugnaban. Nunca lo decían con claridad, pero sobraban las palabras. El ceño fruncido de su padre con cada visita de Moritz decía más que cualquier sonido; cada vez que Moritz cruzaba la puerta de su casa se añadía una nueva arruga al rostro de su madre.
De modo que el golpe resultó tremendo.
Cenaban en el oscuro comedor que casi nunca utilizaban, tan atestado de figuras de santos que parecía una pequeña capilla. Karl se sentaba bajo una efigie de Juan XXIII y un crucifijo apolillado. Los acompañaban a la mesa su hermana Gloria y su marido. Su sobrino Rubén, que no contaba diez meses, dormía en su sillita con Moisés enroscado a sus pies. Karl recuerda lo duro que estaba el bistec porque en aquel momento pensó en la posibilidad de que su confesión provocara un atragantamiento mortal. La situación era bastante fácil de explicar: «Lo he dejado con Hans. Ahora estoy con Moritz, que me ha preñado». Tres sencillas ideas y apenas trece palabras —por algún motivo que tenía que ver con la televisión se había acostumbrado a contar las palabras—; solo trece palabras pero en su cabeza sonaban a arameo.
Cuando las pronunció, sintió que estaba emitiendo el conjuro que la liberaría para siempre del miedo a sus padres o directamente la consumiría entre las llamas del infierno. Karl pasó los ojos por el auditorio para calibrar el efecto: su cuñado lucía media sonrisa sardónica; Gloria, ausente, se atusaba el pelo; su padre agarraba la copa de vino con las venas de la mano tan encrespadas que parecía que iba a partir el cristal, cortarse y desangrarse; su madre tenía la boca abierta y cara de bobalicona, como no tragaba saliva, un aluvión se juntaba cerca de la comisura y amenazaba con precipitarse; Rubén, el pobre, plácidamente dormido, no sabía que con su mera existencia aniquilaba el único atenuante que podría tener la noticia, la emoción del primer nieto que escondiera el drama de la hija descarriada. «¿Entonces estás embarazada?». «Sí, mamá». «¿Y quién dices que es el padre?». Tres ideas y trece putas palabras y ni así era capaz de comunicarse con aquel matrimonio de cartón piedra.
Y cuando por fin su madre lo entendió, llegó la previsible llorera que despertó a Rubén, que se puso a berrear en compañía de su abuela; Moisés también lloraba creando una absurda sinfonía de llantos. Luego vino la letanía: «Pero qué hemos hecho mal contigo, si te lo dimos todo, no podías salir como tu hermana, con un marido decente…». La hermana de Karl, la insigne dermatóloga que después de ser abandonada por su novio se casó con un gay, algo que veían todos menos sus padres; la cobarde Gloria, que le daba la espalda acunando a Rubén, cuyos sollozos se iban apagando; su gemela, la desconocida, que le había descubierto el significado de la muerte, pero poca ayuda le había prestado en la vida.
Karl estaba convencida de que el disgusto sería pasajero, calculaba que en unas semanas, unos meses a lo sumo, la situación se normalizaría. No contaba con la intervención de su cuñado, el ser más odioso sobre la faz de la tierra. Los Arnolfini, que consideraban llegar preñada una afrenta insuperable, celebraban por todo lo alto la boda de su otra hija con aquel marica con voz de ocarina que usaba una ridícula cantinela para entonar cada frase. El día que Karl le anunció que iba a ser tía, Moritz había dado un respingo en la cama (por aquel entonces ya era su amante regular). «Eso es imposible», había dicho, «como no le goteara cuando se la sacó del culo…». «¡Eh! No te olvides de que estás hablando del culo de mi hermana». «¡Ya! ¡Qué desperdicio!». El homosexual que se las había arreglado para engendrar a Rubén se encargó también de complicarles la vida. Moritz pasó aquella Navidad en casa de los Arnolfini, con Karl embarazada de cuatro meses, en un intento de limar asperezas, pero resultó una pésima decisión: deberían haber tenido en cuenta que Moritz no sabía estar callado. El cuñado, decorador en una cadena de cosméticos, había preparado los adornos navideños. De la pared del salón colgaba la cabeza de un reno hecha de tela y relleno de cojín, con la nariz colorada como Rudolph (el reno, no el miembro del Círculo) y una bufanda roja al cuello. A Moritz le dio un ataque de risa nada más verla, pero contuvo su ofensiva hasta que el vino le soltó la lengua esa noche. «Me pregunto», dijo entonces, «por qué razón tendrá aquí nuestro amigo Rudolph esa nariz tan colorada. ¿Nunca lo habéis pensado?». Karl manoseó nerviosa el envoltorio de papel de un polvorón. «Dime, cuñado», insistió Moritz recalcando el inexistente parentesco, «¿tú sabes qué habrá hecho Rudolph con la nariz? ¿Dónde la habrá metido?». Nadie abría la boca; Karl agarró a Moritz del brazo, pero ya era demasiado tarde. «Oye, cuñado», dijo, «¿no te lo habrás encontrado en un bar de ambiente?». Estuvieron a punto de llegar a las manos. Los Arnolfini se pusieron de parte del legítimo padre de su nieto. «Deberíais ser más humildes después de lo que le habéis hecho a la familia», dijo la madre de Karl. «Tal vez sea mejor que os vayáis y volváis en otro momento», dijo su padre.
A las once de la noche del día de Nochebuena, poco antes de la misa del gallo, se quedaron en la calle. Puede que los Arnolfini calculasen mal lo obstinada que se había vuelto su hija. Es probable que no imaginasen que la estaban perdiendo para siempre, y a su nieta con ella. Aún hoy Karl no ha vuelto a ver a sus padres (con Gloria mantiene un contacto esporádico cuando coinciden en Madrid). Los Arnolfini no conocen a Amara, ni siquiera en fotografía porque le ha prohibido a su hermana que la retrate. La condena es firme y a perpetuidad: no va a revisarla bajo ningún concepto. Se ha enterado de que su madre tiene cáncer y ni siquiera eso le ha ablandado el corazón. Amara se lo pone fácil, nunca pregunta por sus abuelos. Está acostumbrada a que su vida sean ellas dos solas.
El día que visitaron juntas la National Gallery y se pararon frente al diminuto lienzo del Matrimonio Arnolfini, Karl agarró a Amara de sus hombros huesudos y le dijo: «Mira, ahí tienes a tus abuelos». La niña la miró poniendo los ojos en blanco como si le dijera a ver si te crees que soy tonta.