19
You Hold The Key To My Love In Your Hands
THE STRANGLERS
Los mejores años del cantante de los Stranglers han quedado atrás.
Le escasea el cabello, aunque trate de ocultarlo despeinándose. Una cicatriz seca, una línea de Nazca, cruza su pómulo. Mira a Marga mientras pellizca las cuerdas de la guitarra con los dedos largos, deformes de tocar siempre sin púa, retorcidos como una hilera de procesionarias del pino.
Marga no está segura de si le gusta. Lo cual debe significar que un poco sí le gusta, porque lo que no le gusta lo detecta al instante. Al instante detecta, por ejemplo, el olor a comida de casas ajenas. No soporta que la inviten a cenar. Es capaz de encontrar el grumo que nadie ve entre los dientes del tenedor. Al acercarse un vaso a la nariz estira sus prominentes aletas y percibe el aroma de las dos bebidas que ha contenido anteriormente. Puede que sea culpa del lavavajillas, un invento que odia con todas sus fuerzas. Aunque también detesta el jabón líquido para fregar los cubiertos. La aleación de jabón verde y acero le produce arcadas. En general, aborrece los cubiertos. En eso es igual que Óscar. Prefiere los refrescos y la comida basura en cajas de cartón. Aunque su oncóloga se la desaconseje. También le desaconseja el alcohol y ya tiene otro gin-tonic en la mano.
No entiende a quien disfruta viendo comer a otros. A ella le ocurre lo contrario. Sobre todo, con los hombres que mastican con la boca abierta y emiten ese sonido insufrible de vagina mojada. Hace unos días estalló y le dijo a uno de los compañeros en la Consejería que ya no aguantaba sus ruidos al comer. Le dijo que comiera como las personas o se muriera de hambre. Que le daba igual, que preferiría verlo cagando que comiendo. El otro se rio, no se lo tomó a mal, se remangó su americana más grande de lo normal y siguió masticando ruidosamente.
Luego hay desagrados más impopulares como el que le provocan los animales domésticos, peludos síndromes de Estocolmo. Solo una vez en su vida se hizo cargo de un animal. La culpable fue media botella de whisky de malta que le indujo a decirle a una amiga que quería un canario. Lo que no imaginaba —¿quién hace caso a un borracho?— es que, el día de su cumpleaños, su amiga se presentaría en su casa con una jaula. Dentro había un pajarillo asustadizo de un amarillo desvaído, con un flequillo negro en la cabeza que le valió su nombre: Gorrilla. Durante varias semanas lo único que hizo Gorrilla fue desplumarse, generar excrementos y dejar mal olor en la cocina. Tanto que a Marga le pareció estar en casa ajena, dejó de cocinar y se acostumbró a cenar en el bar de abajo. Eso era todo lo que hacía el pájaro: ni un canto, ni un trino, ni pío. Marga le dijo a su amiga: «Me has regalado un fraude de canario, un canario mudo, un canario subnormal. ¿Qué quieres que haga con él? ¿Que pida una subvención en la Consejería?». Pero un día Gorrilla se acostumbró a su espacio como rey de la cocina y, de repente, empezó a cantar… y ya no paró. Entonces deseó con todas sus fuerzas que hubiese sido mudo. Le amargaba la siesta. Le impedía conciliar el sueño por las noches. Leer un libro era un suplicio con la cantinela. Tenía que salir a la escalera a hablar por teléfono. Cuando llevaba a alguien a casa y acababan en la cama solo se oía al pájaro cantar; Marga jadeaba a gritos para competir con el canario. Decidió tapar la jaula con un trapo y Gorrilla entró en la etapa Guantánamo. Un mes en la más absoluta oscuridad. No cantaba ni hacía nada. Solo oler a perro húmedo y soltar plumas. Finalmente acabó regalándoselo a la amiga que se lo había comprado. Ella no pareció ofendida con la devolución. Eso la llevó a pensar en un plan orquestado desde el inicio.
Los canarios, las aves en general, subieron muchos enteros en su escala de aversión. Pero algo los supera y siempre los superará. Hay algo que detesta aún más que a los animales: odia a los niños y los niños la odian a ella.
Y ahora a todas sus amigas les ha dado por ser madres, la una detrás de la otra.
No entiende nada. No llegan a los treinta y ninguna tiene empleo estable. La del canario, que está de cinco meses, lleva diez días de prácticas en una empresa de publicidad. El jefe les ha dicho que el próximo lunes vayan a trabajar en chándal porque tienen que limpiar el garaje. Quién la verá. La becaria del bombo, con chándal y un tijeretazo en el elástico para no asfixiar al bebé. Y la verdad es que le está bien empleado, porque quién le manda quedarse preñada a su edad. Alguien ha programado el reloj biológico de sus amigas para que la alarma suene a la vez y antes de tiempo. Van a pasar de adolescentes bobas a madres bobas. Un avance de la hostia. Madres bobas con la vagina dada de sí y los pezones rezumando leche.
A Marga en eso no la pillan. Bueno, ahora menos que nunca, por los diez años sin regla, hasta los 37. Que se pregunta para qué quiere la regla a los 37, con la segunda menopausia en ciernes. Desde luego, a su oncóloga no la contrataría como programadora de eventos.
Pero no es solo que no pueda tener hijos, es que no quiere. No piensa renunciar a su independencia. Al insuperable placer de la soledad voluntaria. A sumergirse dos horas en la bañera entre espuma. Salir desnuda y tirarse en el sofá sin secarse ni dar conversación a nadie.
Lo único positivo que le ha dado su trabajo es la capacidad económica suficiente para alquilar un apartamento en una urbanización con jardín.
Marga creció en un edificio macizo de cuatro pisos en el que vivían sus padres, tíos, primos, abuelos. Una cárcel de puertas abiertas en la que los rellanos son salas improvisadas y un pestillo, alta traición —¿qué estará haciendo la niña con la puerta cerrada?—. Y al salir de allí, la residencia de monjas, los polvos en el sofá del portero automático averiado. Y luego, el último año antes de volver a Galicia, un piso compartido en el que tenía que hacer cola para ducharse. O se levantaba a hacer pis en mitad de la noche y se encontraba al amigo de alguien en el sillón del salón, sucio, lleno de quemaduras. Y el amigo de alguien quería meterse con ella en el baño. Solo para verla mear, nada más que verla, le encantaba ver a las mujeres mear.
Tercera Ley de Newton: «Con toda acción ocurre siempre una reacción igual y contraria: es decir, que Marga nunca va a renunciar a vivir sola, salvo visitas esporádicas y programadas de sus parejas o amantes».
Aunque primero tiene que vencer un temor absurdo. Un miedo que en vez de superar va a peor y ya hasta le provoca pesadillas. Tiene un miedo paralizante al allanamiento. Estuvo a punto de renunciar al sueño del apartamento con jardín por ser un bajo a ras de acera.
Ese miedo deriva de una experiencia traumática reciente. Cuando, de un día para otro, dejó la universidad para trabajar en Santiago y alquiló a una vieja loca un ático que se caía a pedazos y olía peor que Gorrilla. No duró mucho allí, pero sí lo suficiente para que una tarde, mientras estaba encaramada al repartidor de Amazon, la vieja utilizara su llave para abrir la puerta. Desde ese día odia las cerraduras.
Ahora que hay tantas aficionadas a los libros de bondage y sadomaso, les aconsejaría que probasen la sensación de que tu casera septuagenaria irrumpa cuando casi estas llegando al orgasmo. Sentir cómo el corazón te atraviesa el esófago, cómo se atasca al llegar a la boca, cómo eres incapaz siquiera de escupirlo para morir con tranquilidad.
Así que sí, le encanta estar sola, pero a la vez le da miedo. Y sí, ahora tiene pareja para que le haga compañía. Y sí, es pura incoherencia, pero, qué coño, tiene veintisiete años y un carcinoma de mama, no cree que nadie tenga derecho a pedirle que sea coherente.
La banda interpreta una versión de los Stranglers. Yom hold the key to my lave in your hands. A Marga le reconforta reconocer un tema tan infrecuente en un repertorio de versiones. Le reconforta la vanidad, esa sensación tan humana, demasiado humana.
La posición de los músicos ha cambiado. El batería está al teclado, el guitarrista ha agarrado las baquetas, el cantante canta mirándola a los ojos. Ella desvía la vista, la devuelve al bombo, vuelve a leer The Stranglers.
Lo primero que le viene a la cabeza es un juego tonto de palabras.
Lo segundo que le viene a la cabeza son cerraduras violadas. Llaves entrometidas. Estranguladores silenciosos. Manos que aprietan su esófago. ¿La conoce de algo el cantante? ¿Puede leerle la mente con la mirada?
Óscar dice que todos nos reconocemos en las canciones. Que las adaptamos a nuestras vidas.
Se pregunta en qué canción pensaría él si entrase esa noche por la puerta y la encontrase a punto de llegar al orgasmo encaramada al cantante.