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Abril: Jack Unterweger

Te escribo desde Viena:

Desde mi cuarto veo una larga avenida poblada de embajadas y, más allá, los jardines geométricos del palacio Belvedere, que me recuerdan a la película de Alain Resnais que vimos los cuatro en el cineclub. Una fina llovizna humedece las calles. Tras comprobar la distancia sobre un plano que se rompe en las dobleces, alzo el cuello de mi anorak y apresuro el paso hacia el Prater.

Es la primera vez que estoy en Viena, ¿te lo puedes creer? Al margen de la belleza de la ciudad, aunque fuera solo como símbolo de nuestras vidas, debería haberla visitado antes. A la entrada del parque de atracciones del Prater me recibe la noria de El tercer hombre. Me subo a uno de sus vagones rojos como Orson Welles y Joseph Cotten en la película, pero, a diferencia de ellos, yo estoy solo, sin siquiera un amigo al que el tiempo haya puesto contra mí.

La noria comienza su giro. Aunque no coge mucha altura, es suficiente para imaginar que los puntos que se mueven a mis pies son hormiguitas; cuento cuántas sería capaz de detener desde arriba con un solo dedo. Hago un esfuerzo para eliminarlas, pero continúan en marcha. El mundo marcha. Como un reloj de sol entre las ruinas de un templo: dos mil años marcando la hora sin que nadie la consulte. Ahora el vagón restaurante de la noria se sitúa frente a mis ojos; la mesa está puesta para cinco comensales, pero allí no hay nadie. Con su mantel blanco, servilletas dobladas como origami, sillas tapizadas de flores, platos soperos y candelabros plateados, parece la mesa de unos fantasmas. La imagen me llena de melancolia. Antes de que me dé cuenta, la noria ya ha recorrido los trescientos sesenta grados.

Paseo por el parque; las atracciones de feria nunca han llamado mi atención, ni siquiera cuando era niño; en cambio siempre me ha gustado beber. La primera cerveza la tomé con doce años, mucho antes de subirme a una noria. Veo la barra de un bar con cientos de jarras de cervezas boca abajo. Un camarero se afana en lavarlas a toda velocidad, tarda apenas cinco segundos en enjuagar cada una. De la cocina salen platos de codillo a un ritmo vertiginoso. Las hormigas que fui incapaz de detener están dando cuenta de todos los cerdos del mundo. No me apetece comer, pero de buena gana me tomaría una de esas cervezas. Me siento en una mesa corrida y le hago un gesto de incomprensión con los hombros a un vienés medio borracho que quiere darle a la lengua. La primera cerveza es casi toda espuma en mi boca, la segunda no tanto, la tercera y la cuarta apenas duran un minuto llenas, el resto las he olvidado.

Mi siguiente recuerdo es que llego al hotel acompañado de una mujer alta que huele a vainilla. O eso creo, porque a la mañana siguiente ya no está allí, solo el olor a vainilla permanece. Va a ser la reseña más breve del Registro de Personas. Si ahora esa mujer apareciese muerta o nunca regresase a su domicilio, me encontraría en un grave apuro. Pienso por un momento que mi vida huele a vainilla; el pasado se desvanece, pero su olor no se despega de mí. Me desperezo y deshago la maleta, que lleva veinticuatro horas en una esquina de la habitación. Lo primero que saco es el traje blanco que compré antes del viaje. Lo cuelgo con esmero en una percha del armario porque no quiero tener que plancharlo. Luego rebusco hasta hallar un número antiguo de La Revista; tiene más de seis años, el papel está amarillo, una de las grapas se ha soltado, las páginas se doblan en las esquinas y desprenden el olor a viejo del papel gastado, con toques de vainilla como la mujer.

La abro por la página exacta y leo en voz alta las primeras líneas, como si quisiera disipar la resaca contándole un cuento: «La conocí en la noria de Harry Lime mientras contaba las hormigas que podría detener. Cenamos como dos fantasmas en el vagón restaurante. Como un fantasma desapareció esa noche de mi cama. Estaba tan borracho que ni yo mismo sé si la maté…». Tenías tirado aquel relato en una esquina de tu apartamento. Te pregunté si podía leerlo. Me dijiste: «puedes quedártelo, es pura mierda». Le puse mi nombre y lo envié a La Revista. De no ser por ti hoy no estaría en Viena; no te descubro nada. De no ser por ti no tendría que acudir con resaca a una fiesta de periodistas en el Hotel Sacher. De camino compraré en el Nachsmarkt una rosa roja para el ojal.

UN PSICÓPATA EDUCADO

1990. Jack viste un traje blanco de lino y se ha colocado una flor roja en el ojal como si no quisiera defraudar a sus admiradores. Aunque no es muy alto, a sus 39 años conserva una buena mata de pelo gris. En las últimas semanas es imposible acudir a una fiesta en Viena sin encontrarse con él. No hay debate cultural ni club de lectura a los que no asista. En los pasillos de los platos de televisión firma autógrafos; las mujeres entornan los ojos al verlo. Su mayor éxito literario, la novela Purgatorio, tiene ya ocho años, pero sigue siendo fácil de adquirir en las librerías austríacas. Ahí está hoy sonriendo, saludando con la mirada, hablando con todo el mundo, sobre todo con mujeres. Más que un escritor parece un miembro de Spandau Ballet. Algunas de esas mujeres llegarán a irse con él a una habitación del hotel o a su apartamento o lo invitarán a su casa. Si le quitan la camisa blanca se encontrarán de bruces con un pecho fieramente tatuado. Encontrarán los tatuajes del exconvicto.

1974. Cuando condenan a Jack a cadena perpetua por violación y asesinato, es un veinteañero casi analfabeto. Dedica los quince años siguientes a instruirse, a leer, a escribir. Comienza escribiendo poesía, pasa luego al teatro, los relatos cortos y por fin la novela, Purgatorio. Pronto atrae la atención de la Prensa y de la sociedad austríaca más progresista. En pocos meses, la campaña para su liberación se convierte en un clamor. ¡Queremos Ubre a Jack! Puede que matase y violase a una mujer, pero fue solo un error, fue hace mucho tiempo, queremos leer lo que escribe, queremos publicarlo, queremos admirarlo, queremos acostarnos con él… Hay voces disonantes, claro. Alguien dice: «Dale educación a un psicópata y tendrás a un psicópata educado».

1994. Hoy el semblante de Jack no es el de hace cuatro años. Está haciendo un nudo con los cordones y el cinturón. El salón de fiestas se ha convertido de nuevo en celda y él ha jurado que no regresaría a prisión. Han vuelto a condenarlo a cadena perpetua por el asesinato de nueve mujeres en los cuatro años transcurridos desde que safio de la cárcel. El nudo con el que se ahorca es idéntico al que utilizó para estrangular a sus víctimas.

El vuelo Viena-Barcelona despegará con más de tres horas de retraso. Nos vamos enterando con cuentagotas por las informaciones que nos ofrece una azafata con una verruga entre las pestañas que resopla por la comisura de los labios. Al parecer, la causa es una grave avería en Roma que está provocando un efecto dominó: los retrasos se acumulan por toda Europa. «La globalización», dice un gordo a mi lado; ocupa dos asientos en la sala de espera, aporrea con sus dedos rechonchos un Macintosh sobre las rodillas, del bolsillo de su camisa de flores asoma una bolsa de regalices que masca con la boca abierta, y yo solo pienso en lo mucho que me gustaría abofetearle los mofletes.

La mayoría de los pasajeros consume los minutos entre el tedio, resolviendo sudokus, sentados sobre maletas rígidas, agotando la batería del móvil. Otros continúan irritados y vuelven al mostrador cada cuarto de hora, maldicen en voz alta para compartir su malestar, comprueban una y otra vez los monitores como si eso fuera a disminuir el retraso. De todo el pasaje solo una chica parece triste; lleva un corte de tazón como Karl y un fular que oculta buena parte de su rostro; se frota los ojos como si quisiera contener las lágrimas y lanza largos suspiros. La tengo a mi espalda, escucho cada uno de sus suspiros y cuento el intervalo decreciente entre ellos. Me pregunto qué puede provocar tanta tristeza. Invento que viaja a ver a su padre moribundo y teme que el retraso vaya a impedir una última despedida. Quizá por culpa de la incompetencia de un técnico italiano del aeropuerto de Fiumicino que esa noche regresará tranquilo a casa a cepillarse a su mujer, el padre de esa chica pierda la oportunidad de decirle algo importante. El gordo del Macintosh me mira y bufa complacido como un jabalí.

Cuando embarcamos, deseo con todas mis fuerzas que me toque de compañera de asiento la chica del corte de tazón, pero mi éxito es tan escaso como al detener hormigas. Por suerte, tampoco tengo que soportar al gordo, sino a un japonés que me hace una reverencia cada vez que me golpea con el codo, cosa que sucede con demasiada frecuencia. Por fin estamos en el aire, sobrevolando Suiza. De una mochila saco la novela de un joven y prestigioso escritor norteamericano. Vuelo con una aerolínea de bajo coste, todo son luces, ruidos, apretujones y ofertas. Ofertas de snacks, bebidas alcohólicas, perfumes, relojes de marca, joyería, estilográficas y encendedores, cupones regalo, rasca y gana. Y codazos del japonés. Y reverencias. Es imposible concentrarse. Leo las mismas dos líneas una y otra vez. Llevo veinte minutos atascado en un solo párrafo, desde Ginebra hasta Niza.

Finalmente saco tu libro y paseo la vista por los relatos que ya casi me sé de memoria. Me incorporo en el asiento, me apoyo deliberadamente en el japonés, que en vez de quejarse me hace una reverencia, y busco entre el pasaje a la chica del corte de tazón. La encuentro cinco filas más atrás, con la cabeza apoyada en el cristal. Está llorando. Es posible que su padre no haya aguantado más. Es posible que se acabe de marchar sin decirle lo que quería decirle. Nunca sabré si es verdad. Ella llora y espera a que el avión llegue a su destino: ¿qué otra cosa puede hacer? ¿Qué le queda más que esperar? La vida es solo eso. La espera por algo que está por llegar. La sensación de haber dejado escapar algo infinito. Solemos ver los años vividos como un prólogo, convencidos de que la enjundia acabará revelándose, que aquello por lo que esperamos llegará. Pero yo ahora sé que no lo hará, que la vida es solo prólogo, que el primer capítulo nunca se va a presentar. Me hundo en el asiento y cierro los ojos. Creo que ya sé quién será el undécimo asesino de mi serie.

Rudolph.