28
Half A World Away
R.E.M.
Marga está atrapada en la cola del baño.
Una versión de R.E.M. llega distorsionada a sus oídos. Es el mismo baño para hombres y mujeres, y concentra a lo peor de cada sexo.
Entran primero tres tipos más jóvenes que ella. Ropa de marca. Hilfiger, Gant, Fred Perry. Empujones. Risas exageradas. Chicle mascado ruidosamente. Entran juntos porque van a esnifar. Tardan tanto como si estuviesen metiéndose la droga por el culo. Al abrir la puerta salen disparados demostrándole a toda la fila que están colocados. Por si alguien no se había dado cuenta.
Luego van dos chicas que se pintan los labios en el espejo rajado. Sostienen el bolso de noche bajo la axila como el yorkshire terrier de una vieja. Custodian el bolso como si contuviera algo importante, pero no es así. Tal vez el móvil, un par de tampones, la barra de labios, el rímel, un condón, una pastilla para la regla, un sobre para la resaca. Quién sabe si un vibrador. No paran de hablar un segundo, ni mientras se perfilan los labios. La posición de la boca les hace pronunciar palabras ininteligibles. «Beluusea. Perucioosea». Les da igual. Es obvio que la una no está escuchando a la otra. Emiten dos monólogos alternos, vacuos, inútiles. Entran juntas y también tardan lo suyo. Primero tiene que mear una mientras la otra sigue hablando de «blusas preciosas». No es que las oiga, pero descarta que hayan esperado a orinar para refutar a Heidegger.
A Marga esa ceremonia femenina le recuerda demasiado a sus amigas. En realidad, a ellas las soporta solo porque son las mismas desde el colegio. Le sucede igual que a sus padres con las figuritas de porcelana abigarradas y pasadas de moda que tienen en casa. Les da pena tirarlas porque son parte de su vida. Nunca entenderá el sentido de la micción en compañía. No soporta el sonido del chorro humeante al salpicar el urinario. El aroma a urea y amoniaco. El gesto grotesco y escatológico de ahuecar las piernas para limpiarse con un pedazo enrollado de papel higiénico.
Frente a ella está lo que llaman un moderno, con pajarita y mocasines. Se distingue de los antiguos por los tatuajes y el tamaño de la barba, gris y viscosa como una telaraña. Alguien que se hace llamar su amigo le ha dicho que le queda bien. Menudo hijo de puta. También es moderno por desinhibido. Ha intentado besar a todas las chicas que hacen cola agarrándolas de la cintura. Y si hay algo que Marga no tolera es que un desconocido le ponga la mano encima. Se plantea cuál es la reacción adecuada: quitarse la peluca, gritar violación, patearle los cojones, rociarle los ojos con gas pimienta hasta dejarlo ciego.
Cuando el moderno sale del baño le dice al oído: Te he dejado un regalito ahí dentro. «Gas pimienta», piensa, «¡gas pimienta!». Pero al entrar, la primera sorpresa es el no-olor a mierda. Por lo menos el no-olor a tanta mierda como esperaba. La segunda es el reguero de semen que el tipo ha dejado sobre la tapa del váter. Ni siquiera se ha molestado en levantarla. «Ántrax», piensa, «¡ántrax en forma de supositorio de diez centímetros de grosor!».
El esperma generado por los túbulos seminíferos de los testículos de un desconocido la lleva a desear, por primera vez en toda la noche, estar sobria, en la cama con Óscar. Hasta entonces, como en la canción, ha estado a medio mundo de distancia.
Admite que no es el hombre de su vida. Ni siquiera sabe si le gusta. Hasta que lo compara con el resto de los hombres que la rodean. El ejemplo está claro. Cierto que también él se masturbó en su baño la noche que comenzaron su relación. Pero al menos levantó la tapa.
Marga sabía de sobra lo que había hecho. Quizás él no se diera cuenta porque a los hombres el olor a semen les parece natural, pero una mujer lo percibe en seguida. No le dijo nada, tampoco le molestó. ¿Por qué iba a molestarle? Sus amigas siempre acusan a sus novios de monos pajilleros, pero a ella le agrada que se masturben pensando en ella. No hay mayor elogio sexual que puedan hacerle. Un hombre solo en su habitación, manipulando el insólito pedazo de carne palpitante que cuelga entre sus piernas. Todas las mujeres del mundo a su disposición. Todas sin excepción. Y, aun así, decide escogerla a ella. ¿A quién puede molestarle eso?
Aquella noche la excitó el olor que por lo general le resulta desagradable. Pero prefirió dejarlo correr. La situación ya había sido suficientemente incómoda. Es posible que se equivocara al recibirlo sin peluca. No sabe muy bien por qué lo hizo. Un poco porque en casa prefiere estar sin ella, pero también para impresionarlo, para llamar la atención. Porque le gusta tener el control y que parezca lo contrario. Con él, en todo caso, el concepto control es difuso, porque es un tipo raro. Pero a la vez es dulce con ella. Y no perdió la dulzura ni cuando fueron demasiado lejos y dejó que la tocara.
No rozarla, tocarla.
Deseaba sentir una mano sobre su cuerpo. Nada más. Llevaba sin estar con nadie desde antes de que le diagnosticaran el cáncer: el cansancio es un gran inhibidor. Compartía con sus amigas una broma adolescente. Si transcurren seis meses sin relaciones sexuales te vuelve a crecer el himen. Marga nunca pensó alcanzar el medio año, pero, a esas alturas, no le habría extrañado haber desarrollado de nuevo la estúpida e inútil membrana. En su vida, en su trabajo, ha constatado la capacidad para reproducirse que tienen las cosas estúpidas e inútiles.
La mayoría de los hombres con los que ha estado se habrían enfadado en esas circunstancias. Nunca podría haberlos dejado llegar tan lejos. Con él era distinto. Él se resignó y su gran acto de rebeldía fue hacerse una paja en el baño. Después se acostó y pensando que dormía le dio un beso en la cabeza. En mitad de la calva que apenas se había atrevido a mirar.
Al día siguiente, cuando Marga se despertó, él ya estaba levantado; había exprimido zumo de naranja y untado unas tostadas con mantequilla. Ella le preguntó si quería hablar. «No, la verdad», respondió. Ella se llevó a la boca una tostada aún caliente. Fue un desayuno silencioso. Los rayos del sol se empeñaban en atravesar con fuerza la ventana y hacían que el diluvio de la noche anterior pareciera irreal. Un acto programado para que durmieran juntos.
A partir de ese momento los recuerdos se vuelven confusos. Sabe que le dice: «Con respecto a lo de ayer…». Y que él le responde: «Olvídalo».
Sabe que coge otra tostada. Que piensa que entre la mantequilla y la retención de líquidos va a tener dificultades para introducirse en los vaqueros.
Sabe que le dice que realmente no le hubiese importado hacerlo con él. Que se levanta y se pone la peluca. Que es la primera vez que lleva peluca y pijama. Que le pregunta si le sigue apeteciendo follar con ella.
Sabe que esa pregunta solo admite una respuesta. Que al besarlo le repugna un poco su halitosis, rozar con la lengua sus dientes torcidos, pero se lo guarda para sí.
Sabe que él primero se lo hace con la boca. Luego la penetra. Una, dos, tres, cuatro veces, sábado, domingo, rotura del nuevo himen, pequeño sangrado, prospección petrolífera, escozor, aburrimiento.
No se lo dice, no le dice nada, que él decida cuándo parar.
Sabe que reencontrarse en el trabajo el lunes es raro. Pero él es tan agradable como siempre con ella e igual de desagradable con los demás.
Sabe que piensa que es mejor dejarlo pasar. Que todo quede en una anécdota. Anécdota agotadora. Anécdota penetrante. Anécdota exfoliante. Que si él no saca el tema, ella tampoco debería hacerlo.
Sabe que no sabe estar callada y que, cuando se quedan solos, le dice riéndose: «Me duele horrores el coño».
Sabe que con esa frase tan apropiada es como empiezan a salir.
Cuando regresa a la sala, el concierto ha terminado. Los Stranglers ya están recogiendo. El batería carga al hombro los amplificadores, el bajista enfunda con una mano los instrumentos y sostiene una cerveza en la otra.
Marga busca al cantante con la mirada, pero no hay rastro de él.
Escucha su voz grave detrás de ella.
—Me llamo Rudolph, ¿y tú?
—¿Rudolph? ¿Qué mierda de nombre es ese?
—¿Te ha gustado el concierto?
—¿A ti te gustan las mujeres calvas?