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Enero: Christer Petterson

Te escribo desde Estocolmo:

Los mástiles del museo Vasa se entrevén desde mi habitación; también se distingue la isla de Skeppsholmen, el islote de casas-barco por el que decido pasear a mediodía. Compro un par de libros en la tienda del Moderna Museet, donde Niki de Saint Phalle exhibió una enorme instalación con forma de voluptuoso cuerpo de mujer al que se entraba por la vagina. Luego me detengo a probar langosta negra del mar del Norte en un restaurante que ocupa el espacio de una antigua caballeriza de la Guardia Real. Las langostas, sus pinzas, antenas y anténulas, me recuerdan inevitablemente a algo. Tú sabes a qué, Moritz, ¿verdad? Me recuerdan a ti, siempre a ti, al Círculo, al día que ganaste el premio de relatos de la Universidad e invertiste el montante íntegro en invitarnos a comer. Hans dijo que el marisco no era lo suyo y le pediste al camarero que le preparasen una hamburguesa. Cuando nos sirvieron dos crustáceos abiertos en canal, Hans apartó su silla para evitar que Karl le salpicase al quebrar las tenazas y dijo con su estilo enciclopédico que las langostas eran hace un siglo el alimento de los pobres, que los campesinos se las daban de comer a los gatos, que encontrar conchas de langosta en una casa indicaba estrechez, que la disminución de su población provocó el aumento de precio, que las langostas son como la felicidad, las valoramos porque escasean. Yo dije entonces que hay dos tipos de personas: las que fingen ser felices y las que no se molestan en fingir. Tú dijiste riendo: «¡Varo, devuélveme mis legiones!». Clavaste el tenedor en el corazón de la carne blanca y te llevaste un buen pedazo a la boca. Nos reímos nosotros también; todos menos Hans, que calló y no volvió a emitir sonido. A ti sus silencios nunca te incomodaron como al resto, ya hablabas tú por los demás. Aquel día nos describiste cómo sería tu carrera literaria, dijiste que Moritz Schlick comería a diario ostras y langosta, exigiste que celebrásemos tus ocurrencias, dijiste: «Es mi día, tenéis que reírme las gracias». Como si no lo hiciésemos el resto de las ocasiones.

En la antigua caballeriza se ha agotado la langosta, así que almuerzo con desgana unas albóndigas con nata y al salir me encuentro con que ha empezado a nevar. El invierno es desagradable en Estocolmo, el frío es un pequeño zorro ártico asustado que te mordisquea disimuladamente hasta perforar un agujero del tamaño de un puño. La isla de los barcos parece desierta y no cuesta imaginar la mancha de sangre que dos disparos por la espalda dibujarían sobre la nieve. Después de varios resbalones decido pedir un taxi y acuerdo con el conductor que me recoja media hora antes de la ceremonia. El auditorio dista un kilómetro del hotel, pero no quiero correr el riesgo de caerme y recibir el premio con aspecto de vagabundo que ha dormido a la intemperie con un traje robado a punta de bayoneta en un centro comercial.

De camino, el taxi rodea la Konzerthaus, el lugar donde se entregan los Premios con mayúsculas. Es irónico que yo vaya a recoger uno al otro lado de la calle, en un feo edificio de los años sesenta, un bloque de cemento que se yergue sobre la calle Tunnelgatan, delante de la placa colocada en el suelo en recuerdo de Olof Palme. Sus ventanas de aluminio oxidado se abren hacia fuera y a ellas llega el intenso azul cerúleo de la Konzerthaus. Parece como si algún bromista me hubiera escuchado el día que nos invitaste a langosta y más tarde a una piedra de hachís y jugamos a ver quién aguantaba más el humo. El que aguantase más tiempo tenía derecho a un deseo y yo dije: «Ganar ese premio que entregan en Estocolmo».

QUÉ PAÍS TAN MARAVILLOSO ES SUECIA

OLOF PALME. La noche del 28 de febrero de 1986 el primer ministro sueco Olof Palme acude al cine acompañado de su esposa Lisbet. Al finalizar la película, cerca de la medianoche, se cruza con un colega sindicalista que le dice: «Qué país tan maravilloso es Suecia que el Primer Ministro puede caminar de madrugada sin escolta». Palme responde con una sonrisa. Nieva, los termómetros señalan temperaturas bajo cero. Cerca de la boca del metro de Hötorget, un hombre de complexión fuerte y una parka azul de esquiador agarra del hombro a Palme y le encaja dos balas a quemarropa por la espalda. Después sale corriendo por Tunnelgatan, un estrecho callejón rematado en unas escaleras. El asesino asciende los peldaños y se pierde en la oscuridad.

CHRISTER PETTERSON. Dieciséis años antes de la muerte de Palme, un hombre con aspecto de vagabundo llamado Christer Petterson está comprando regalos de Navidad en un centro comercial próximo a Tunnelgatan cuando nota un empujón en la fila que espera para pagar. Termina las compras y localiza en un callejón a los dos hombres que le han empujado. Desoyendo sus súplicas, le clava a uno de ellos la bayoneta que lleva en el bolsillo y la retuerce hasta que su víctima se desploma. Christer pasa seis meses recluido en un centro psiquiátrico. En los años siguientes intenta aplastarle la cabeza a alguien con una barra de hierro, apuñala a tres hampones, ataca con un hacha a un camarero, y casi mata a un traficante de un navajazo.

LISBET PALME. Lisbet es la principal testigo del asesinato de su marido. Cuando se entera de que han arrestado a Christer Petterson y conoce sus antecedentes se convence a sí misma de que han encontrado al hombre de la parka azul. En la rueda de reconocimiento señala sin dudar al número cuatro. «El que tiene aspecto de alcohólico y drogadicto». Una declaración cargada de prejuicios que es suficiente para que el juez de apelación invalide el testimonio de la viuda. Christer es absuelto. Treinta años después, el asesinato de Palme sigue sin resolverse. Qué país tan maravilloso es Suecia.

La azafata me ha recibido sonriente y me ha felicitado por el premio agitando sus pestañas largas como anténulas. Me ha estrechado blandamente la mano y me ha dado dos besos con olor a maquillaje. Le he devuelto una sonrisa que significaba «me gustaría introducirme entero en tu vagina como si fueras una instalación de Niki de Saint Phalle», pero se ha alejado de mí con la misma languidez con la que había llegado. Algún sensor en sus pestañas, como los bigotes de uno de esos gatos devoradores de langosta, ha debido captar mi vacilación, mi sentimiento de embaucador al recoger el premio de la Asociación Olof Palme por un reportaje que no dice nada nuevo, que está inspirado en mil y una noticias antiguas, que no aporta nada a nadie.

He deseado hacer algo original por una vez. He lamentado haber llegado en taxi. Me sentiría mejor si me hubiese caído sobre la nieve, si hubiese aparecido con el traje manchado y arrugado. O si me hubiese presentado borracho y drogado como habría hecho Christer Petterson. Si hubiese extraído de mi bolsillo una bayoneta y la hubiese puesto sobre el atril, si hubiese sacado una hucha y hubiese recolectado dinero para el Estado Islámico, si hubiese blandido la pistola que mató a Palme y hubiese comenzado a disparar gritando «sic semper tyrannis», si después hubiese echado a correr…

Pero no he hecho nada de eso. Les he mentido como hago siempre, como hacemos todos siempre. Les he dicho que estaba orgulloso y que La Revista estaba más orgullosa aún, he elogiado a Palme y a La Revista que me paga por mis mentiras. Mientras leía en voz alta un discurso anodino sobre la función del periodismo de investigación mi vista se perdía en el otro edificio, el azul cerúleo, el edificio de verdad, el del Premio de verdad.

Recuerdo que el día que nos invitaste a langosta asistimos a clase de Periodismo Especializado. Aunque habitualmente por las tardes nos saltábamos las clases, cuando estábamos drogados hacíamos una excepción, nos excitaba que los demás se dieran cuenta. Jugábamos a escribir discursos de aceptación del Nobel, los cuatro en la última fila, el hachís en las pupilas, la risita ruidosa de quien intenta no hacer ruido. Ese día el profesor estuvo a punto de descubrirnos, Karl se guardó tu discurso en el escote entre las dos copas del sujetador, yo introduje la mano para recuperarlo, ella se ruborizó, Hans se ruborizó aún más, y tú me dijiste que yo no tenía derecho a hacerlo, que era una operación que te correspondía, que era tu día, que nos habías invitado a langosta. Recuerdo cómo comenzaba el discurso que extraje de entre las tetas de Karl y leí en voz alta al desenmarañar el papel: «Gracias a la Academia Sueca por concederme el Nobel por algo que no he hecho».

Rudolph.