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Hey
PlXIES

¿Quieres verlas?

El sol de mayo ardía como en agosto la tarde de sábado que Armando invitó a Marga a su casa. La oncóloga la había reprendido al enterarse de su episodio en la piscina con Caterina; había prohibido a Marga mantener cualquier tipo de contacto con los rayos solares. Su piel, blanquísima ya por naturaleza debido al efecto de algún gen recesivo de Richard Parker, era aquella primavera tan translúcida que podías dibujar sobre ella el atlas de sus venas.

La casa de Armando era vieja, casi decrépita. El techo alto estaba lleno de arañas y humedades y para alcanzarlo hacía falta una escoba o una escalera. Un pasillo largo dividía las estancias, ahora los dos se encontraban en el salón, el mayor de los espacios. Albergaba siempre un ligero tufo a marihuana aunque Armando jurase que no fumaba en casa. Si no tenías cuidado podías tropezarte con un guerrero negroide tallado en madera, un tótem indio o una máscara africana. En la librería polvorienta y semivacía descansaban muertos de aburrimiento la colección de la Guía Médica —los fascículos que componen los tomos Res-Tety Tic-Tum aún sin encuadernar—, un volumen ilustrado del hundimiento del Titanic, y la Historia General de las Drogas de Escohotado. En una esquina dos niños rubios sonreían en una fotografía. Dan, de doce años, pasaba el fin de semana con los scouts. Lara, de diez, había ido al dentista con su madre. Cuando a Marga se le ocurrió la pregunta estaban bebiendo de la botella una cerveza sin alcohol.

—¿Quieres verlas?

Fue lo primero que le vino a la cabeza mientras mordisqueaba el cuello de cristal. Armando era el único hombre importante en su vida que no le había visto las tetas y, ya que se las iban a quitar —o al menos ella contaba con que eso decidiera el Comité Genético—, se le ocurrió que era una lástima que se quedara sin verlas.

—¿Quieres?

Armando guardaba silencio observando su escote. Marga se hacía la tonta pero sabía que miraba sus tetas cuanto podía. A fin de cuentas, ahí radicaba el sentido de la proposición. Poseía algo que él deseaba con todas sus fuerzas y a ella le encantaba jugar con ventaja.

—No sé si ser el único hombre que no te las ha visto me convierte en un héroe o en un primo —dijo Armando sonriendo debajo de su nariz torcida.

Con un hábil movimiento, Marga se bajó la camiseta y las tiras del sujetador. En un abrir y cerrar de ojos liberó ambos pechos, el tumoroso y el sano, que, a pesar de la disparidad celular, reaccionaban a la ola de calor sudando por igual.

Armando los examinó como si no hubiese visto otros en su vida. Grababa en su memoria pulgada a pulgada aquellas dos colinas perfectas —perfectas por fuera— para llevar la imagen consigo en sus momentos de vejez, quizás en su lecho de muerte. A Marga le habría encantado poder conservar esa grabación cerebral como recuerdo de las tetas originales para, cuando se las extirpen y las sustituyan por otras de mentira —un fraude de silicona que nunca se moverá con la misma naturalidad—, poder enseñársela a las visitas en un televisor de plasma como quien pone el vídeo de la boda.

Armando permanecía con los ojos clavados en los senos; Marga se sentía cómoda siendo observada. Solo un reloj de pared que marcaba los segundos con un lento tictac y un mosquito que desdeñaba su desnudez volando distraído demostraban que el tiempo no se había detenido. Rascándose el lóbulo del que colgaba el arete dorado, Armando se atrevió a preguntarle si podía tocarlas.

Ella dijo: «Están sudadas, con este jodido calor y esta jodida menopausia…».

Él dijo: «No importa».

Al menos tuvo el detalle de tocarle el pecho sano. Como le faltaba el índice utilizó el meñique, del mismo modo que hacía con las regletas en la emisora. Comenzó pasando el dedo por los lunares salteados en el inicio de la turgente ascensión. Fue siguiendo la suave ruta que marcaba una venita azul hasta llegar a las areolas. Allí sintió la rugosidad de los gránulos que flanqueaban el pezón, que se puso tieso y duro de inmediato.

La cerradura era de las que llaman de llave de pezón.

¿Es posible un nombre más apropiado?

Define a un tipo antiquísimo de cerraduras que accionan llaves con mástil de hierro macizo del tamaño del índice del que carece Armando. El mástil recorre el camino desde la base hasta el diente, tan grueso que parece muela y no diente. El ojo de la cerradura tiene la forma que el cerebro asocia con la palabra llave, aunque en realidad se corresponda solo con llaves en desuso. Como la de la casa de Armando, que hace tanto ruido al abrir como el calabozo de una prisión medieval.

Apodysofobia.

Si antes el tiempo se había detenido, ahora parecía avanzar hacia atrás. No se oía el tic del reloj de pared, tampoco el tac.

El mosquito colgaba suspendido en el aire. Todo se reducía a una llave accionando una cerradura antediluviana.

A Marga la apodysofobia le genera parálisis, pero ¿y él? ¿Por qué coño no reacciona? ¿Por qué sigue sobando su pezón marrón oscuro con el meñique mientras Lotte se guarda la oxidada llave de pezón en el bolso y recorre de la mano de Lara el infinito pasillo hasta el salón?

Lo primero que ve son las trenzas rubias de la niña. Lara los mira con los ojos abiertos como dos canicas a punto de caer. El mosquito reanuda entonces el vuelo. En lo que tarda en cruzar el salón los presentes tratan de recomponer el rompecabezas. Algunos cuentan con más pistas que otros. La pobre Lara es quien está más perdida. Su madre le complica la operación cubriéndole los ojos con la mano, haciendo pantalla con los dedos para que no entrevea ni un atisbo de pecho. Marga suda más de lo normal, le cuesta respirar, tiembla, el corazón se le acelera. Por los síntomas, define su dolencia como ataque agudo de apodysofobia. Y acierta básicamente porque es la única víctima de esa enfermedad. Y los síntomas vienen a ser los que a ella le da la gana.

Empieza a estar más que harta de esa banda de ninjas entrenados en el movimiento de llaves que se plantan ante ella cuando está ligera de ropa. Y eso en el mejor de los casos. Están consiguiendo que se le quiten las ganas de cualquier tipo de práctica sexual. Qué jodida maldición. Y, qué demonios, tampoco estaba haciendo nada malo. Simplemente estaba sacando a pasear unas tetas moribundas, despidiéndolas del mundo.

Morituri te salutant.

Nada más que eso.

Con acento marcado que no pierde con los años, Lotte demuestra templanza danesa y explica, antes de nada, el motivo de su prematura llegada que les ha sorprendido haciendo lo que quiera que sea que estaban haciendo.

«Le han cambiado la hoga a la niña en el dentista, pogque han tenido una complicasión con una muela del huisio».

Armando asiente dando el plácet oficial a su explicación. Lotte aprieta los ojos de la niña. Lara corre el riesgo de acabar como Edipo para no tener que seguir viviendo con lo que ha visto hacer a su padre.

¿Y qué ha visto, eh? ¿Qué ha visto? ¡Nada! ¡Nada! ¡El adiós a dos condenadas a muerte!

Lotte dice: «¿Y vosotgos…?».

Armando dice: «No es lo que parece».

La frase de los culpables.

Pero antes de que añada otra cosa, Marga se levanta del sillón y echa a correr. Necesita aire, oxígeno, respiración asistida. Con las últimas fuerzas que le quedan les dice algo. Algo como «que tengo apodysofobia, joder».

Cuando vuelve a reencontrarse consigo misma está en la calle. Ha recorrido a la carrera —supone— las escaleras desde el tercer piso deslizando la mano por el pasamanos y saltando por los descansillos. Ha agarrado con fuerza —imagina— el viejo portón de madera con un llamador en forma de puño de bronce hasta salir a la brisa fresca, aunque no corra una puta brizna de aire.

Ahora —eso sí lo sabe fehacientemente— está ahí fuera. Los hombres de la calle observan fijamente sus pechos desnudos que no ha tenido tiempo de guardar. Las mujeres la miran con cara de susto. Se santiguan y dicen «habrase visto. Qué juventud, Dios mío, qué juventud».

Marga replica «morituri te salutant» agarrándose las tetas de un modo ciertamente ordinario.

La cantante de las Fat Bottomed Girls entona una famosa canción de los Pixies añadiendo puertas y putas al batiburrillo que Marga carga sobre los hombros. Añade también michelines, los de la cantante y los de Frank Black. El vocalista de los Pixies lucía su sobrepeso en un concierto reciente que vio en la MTV antes de que retirasen el canal de la parrilla. Le duele reconocer que sintió una pizca de envidia porque Frank Black tiene tantas tetas como ella y encima a él no se las van a extirpar.