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Aftershave y carmín
MORITZ SCHLICK
Supón que tu compañero de trabajo es sospechoso de tres asesinatos. El compañero que viaja contigo por el mundo, el que se duerme a tu lado en los aviones, con quien compartes hotel. No la misma habitación, porque lo impide el convenio de la empresa. No es que en el convenio se mencione a los presuntos asesinos, es que él es un hombre y tú una mujer. Un hombre sospechoso de haber matado a tres mujeres: esa es la persona con la que convives más horas en tu vida.
Supón que tú te encuentras entre los treinta y los cuarenta, que no te consideras fea, que aún te gusta gustar, que esporádicamente te acuestas con alguien en los hoteles a los que viajas junto a él, que sabes que él duerme en la habitación contigua, tal vez el cabecero de su cama sea contiguo al tuyo, tal vez esté escuchando el repiqueteo rítmico de la madera. Estás segura de que de madrugada oirá salir al pasillo al hombre con el que acabas de pasar un rato agradable. Lo supones con sus ojos como platos, acechante, rapaz. Pero está todo en tu cabeza porque él nunca hace nada. Nunca dice nada. Es más, si no fuera porque su caso ha sido portada de periódicos locales, nunca pensarías que ese compañero tranquilo, callado y correcto ha matado a tres mujeres. Si es que las mató, porque eso tampoco lo sabes y no te atreves a preguntárselo.
Supón que a él no le falta atractivo, que aunque ya pasa largamente de los cuarenta, sigue conservando el porte que tenía cuando lo conociste de joven, cuando tú no eras más que una becaria, y él, un adulto alto y fornido, siempre bien vestido, los cuellos y puños de las camisas relucientes, planchados esplendorosamente. El único hombre en el mundo que aún utiliza las tablas de planchar que hay en algunos hoteles. Lleva el pelo muy corto, tiene la mirada profunda y huele a aftershave de marca. Es uno de esos hombres que invita a las mujeres en la barra del bar del hotel y apenas habla, deja que sean ellas quienes se confiesen, que se lo cuenten todo mientras él acaricia la copa con sus dedos firmes.
Supón que tú sigues el proceso con la mirada, no todas las noches, pero sí a menudo. Un par de veces al mes lo ves de perfil hablando con una mujer, la ves reír, los ves subir a la habitación. En ocasiones el cabecero de la cama es contiguo al tuyo y oyes el tableteo, eres capaz hasta de oír los suaves pasos de ella sobre el parqué, un grifo que se abre, una discreta carcajada. Cerca de las cuatro de la mañana escuchas también la cerradura que gira, tus ojos abiertos de par en par, el cenicero cargado de colillas manchadas del carmín que has olvidado borrar de tus labios. Ella se va caminando con pasos gráciles, o tropieza doblando el tacón y de su boca sale un exabrupto. Solo entonces respiras tranquila y te echas a dormir, aún con el carmín en los labios y el rímel en los ojos. A la mañana siguiente te avergüenza cómo has dejado la almohada, pero estás contenta porque la amante ha sobrevivido a tu compañero.
Supón que de vez en cuando, y no pocas veces, ya sea por la disponibilidad del hotel, ya por simple casualidad, ya porque los empleados consideran que no es agradable pasar la noche cabecero contra cabecero, su habitación se encuentra en el otro lado del pasillo o, peor, en una planta distinta. Esas noches, cuando avista a una mujer sola en la barra del bar, maduras ejecutivas, cuarentonas aburridas, jóvenes solitarias, te pide que le disculpes y te deja sorbiendo una copa de ron con Coca-Cola adornada con una diminuta sombrilla de papel azul. No puedes quitarte de la cabeza el horrible hilo musical y al separar tus labios del cristal vuelve a aparecer la marca de carmín que en la penumbra del bar no es difícil confundir con sangre.
Supón cómo te sientes esos días que eres incapaz de controlar sus movimientos. Cuando decidan subir a la habitación ya no tendrás nada que hacer: la pobre chica estará perdida. Quizá puedas aprovechar que le llaman por el móvil para acercarte a ella y susurrarle al oído que está a punto de acostarse con un asesino. O quizá puedas provocar un encontronazo en el baño de mujeres. O decírselo a través de la puerta de madera verde del retrete que no llega al suelo y deja ver su pantalón vaquero y sus bragas negras arrebujadas. Otra opción es entrometerte, decirle a tu compañero que han llamado los jefes, que hay un problema con la cinta, que tenéis que salir a grabar a primera hora de la mañana, o reuniros ahora mismo, aunque sea más de medianoche. O, qué sé yo, mil cosas que se te pasarán por la cabeza para salvarle la vida a esa pobre chica.
Supón que no haces nada de eso porque estás paralizada, porque no sabes qué es lo correcto, porque no es sencillo comportarse con un hombre que pudo haber matado a tres mujeres pero que también pudo no haber matado a ninguna, y quién eres tú para decidir que ese hombre no puede acostarse con más mujeres, quién eres tú para impartir justicia. Dejas el ron con Coca-Cola a medio terminar y te vas a la habitación antes que ellos porque prefieres no verlos salir juntos. Pero el tiempo en que te engañas a ti misma no dura siquiera el trayecto desde el lobby a la cuarta planta en un ascensor parsimonioso. Te sientas sobre la cama sin descalzarte y pasas media noche en vela pensando por qué no has avisado a la pobre chica, que a ti te gustaría que lo hubiesen hecho contigo, que si quisieras acostarte con él de todas maneras ya sería elección tuya, pero al menos sabrías a qué atenerte. El despertador digital va consumiendo las horas e incluso haces ademán de salir al pasillo, pero no pretenderás ponerte a escuchar a través de la puerta de su habitación. No puedes. Solo puedes comerte las uñas hasta que sangran, y al final te quedas dormida.
Supón que sueñas el sueño más terrible que hayas soñado, que distingues a la pobre chica con su cara exacta, su sonrisa boba, sus ojos brillantes, los tres lunares sobre el puente de la nariz, y ves cómo él, tu compañero de viaje, la abre en canal, introduciéndole un cuchillo por el recto y girándolo hacia la vagina y el ombligo, y ella chilla lo indecible y tú también, tú te despiertas chillando y sudando. Al día siguiente vas a buscarlo a la habitación más temprano de lo acordado, como si no quisieras darle tiempo a borrar las huellas del crimen, pero allí no hay huella de nada. No parece que allí haya dormido ninguna chica. Ni siquiera parece que él haya dormido allí. Todo huele a aftershave y al vapor de la plancha. Y eso te resulta extremadamente sospechoso, y su cara de tranquilidad es más sospechosa aún, y deambulas por la habitación levantando absurdamente las cortinas, entras en el baño a lavarte la cara y él te pregunta si te pasa algo y tú le contestas que a ti nada, ¿y a él?
Supón que los días siguientes no paras de buscar por Internet si han encontrado un cadáver, si alguien ha desaparecido, si ha habido alguna denuncia a la policía. Intentas buscar el perfil de Facebook o Instagram de la pobre chica para ver si lo ha actualizado, pero no sabes ni por dónde empezar, y pasan los días y no encuentras nada y te vas tranquilizando. Pero cuando ya te has calmado por completo coincidís en otro hotel con las habitaciones separadas, él conoce a otra mujer, vuelves a soñar con el cuchillo y el chillido, vuelves a gritar, vuelves a buscar en Internet. Supón que esto sucede continuamente durante los últimos dos años.
Supón que tomas una determinación, que no puedes seguir viviendo así, que no puedes hablar con tus jefes porque te gusta tu puesto de trabajo, está bien pagado y te ha costado mucho conseguirlo, que no puedes pedir que lo aparten a él de su empleo hasta que un juez lo acuse de algo, hasta que haya alguna prueba real. No te queda alternativa para evitar que cada quince o veinte días se acueste con una chica diferente a la que tú no vas a poder salvar. No te queda más alternativa que ser tú quien cada noche, en cada hotel, se acueste con él. Ya no sueñas con un cuchillo en el recto, aunque cuando te despiertas a su lado y lo encuentras planchando los puños de la camisa en una de las tablas de planchar que hay en algunos hoteles, te tocas para demostrarte a ti misma que todo sigue en su sitio.
Supón que suspiras aliviada, que huele a aftershave, que la almohada está manchada de carmín, que podrías acostumbrarte a esto, que sienta bien sacrificarse por esas chicas ingenuas, por esas cuarentonas aburridas, por esas pobres maduras busconas.