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Don't Blame Your Daughter
THE CARDIGANS
Lo primero que Marga desearía decir al respecto es que adora a su madre.
Aunque ahora mismo su madre la mataría si la viera con el segundo gin-tonic en la mano. Se lo dice a diario. Que tienes cáncer, Margarita —su madre nunca ha renunciado al nombre polisílabo que le dio a su hija—. Como si ella pudiese olvidarlo. Como si fuese la cita de la depilación. ¡Hostia, la cita de la depilación! ¡Hostia, que tengo cáncer! —Una cosa buena del cáncer es que ya no tiene que ir a la depilación—. ¿Pero qué esperan de ella? ¿Que se quede en casa balanceándose en el sillón, repitiendo cáncer-cáncer-cáncer como algún tipo de mantra?
Sabe que su madre lo hace por ella, porque está muy preocupada. Y ella no se lo tiene en cuenta porque la adora.
Adorar no es una palabra exagerada. Le parece el ser más adorable del mundo. Nunca va a encontrar una pareja a la que quiera tanto, y tampoco la inquieta. Le alivia pensar que esa traición al cariño materno-filial no se va a producir. Amantes y novios son pasajeros, la aburren pronto. En cambio, es incapaz de imaginar un elemento más permanente en su vida que su madre.
Nunca, ni en los años de rebelión hormonal de la adolescencia —ni en la segunda revolución hormonal que le provoca la menopausia inducida— ha tenido esa sensación de vergüenza e incomodidad que experimentaban sus amigas si las veía de paseo con sus madres. Nunca se ha creído menos adulta, menos interesante, por pasear con su madre. Porque de verdad la adora y eso quiere que quede claro.
Lo segundo que Marga tiene que decir al respecto es que lo último que querría en la vida es ser como su madre.
Lo último que querría es ser un ama de casa que espera a que su marido regrese de la marea, ocho meses en alta mar. Ver crecer a sus hijos hasta que se van del hogar. Declinar, menguar, desaparecer. Hasta que la huella que quede de ti sea el recuerdo de la hija que te adora. Y luego nada.
No quiere pasarse la vida esperando a convertirse en nada.
No quiere renunciar a disfrutar de beber de vez en cuando. Cogerse una borrachera por el mero hecho de hacerlo. Una resaca que te haga sentir que estás viva, que eres tú quien toma las decisiones, que no son los demás quienes las toman por ti. Ni eso hace su madre. Solo una copita de vermú cuando cocina un guiso de pollo o un caldo de verduras los domingos y le notas la risita de los que nunca beben. Pero esa risa tonta en vez de animarla le marca la frontera. Hasta aquí, no vayas a disfrutar demasiado, que eso no debe ser bueno para la salud.
¿Y sentirá su madre pulsiones eróticas? Ya no con su padre, con el que supone que lo hará de vez en cuando, sino con otros. Es tan mojigata que la llena de ternura. Le gustaría que encontrase un hombre de verdad, un amante más joven que ella que la cogiese y la partiese por la mitad. ¿Se va a morir sin esa sensación?
Marga, en cambio, es militante convencida de la desinhibición. Óscar dice que la culpa es de la tercera ley de Newton: «Con toda acción ocurre siempre una reacción igual y contraría». En realidad, es como cualquiera de sus amigas, con la única salvedad de que ella habla de sexo con naturalidad. Lo contrario es tan ridículo como Óscar, que no quiere hablar de cagar. Solo dice voy al baño y luego tarda un siglo. Y ella le pregunta si ha cagado bien. Y él se pone colorado y cambia de tema. ¿Cuál es el problema? ¿Se cree que ella no caga?
¿Acaso su madre no ha follado? Es una guerra perdida. Ni siquiera es de las que te dicen «hija, ten cuidado, hazlo con protección» o «ese chico no me gusta para ti». No dice nada. Si están follando en la tele cambia de canal disimuladamente. Como si su hija tuviera siete años y no veintisiete. O carraspea, ejem ejem. Que no sabe si no quiere que escuche la televisión o es que se está poniendo cachonda y le cuesta tragar saliva.
Esa mujer a la que tanto quiere, la persona a la que más quiere en el mundo, es el espejo de lo que no quiere ser.
Por eso la engañó. Le dijo que no había pasado el corte para entrar en la Universidad de Santiago, a cincuenta kilómetros de casa, y decidió irse a Madrid a no ser su madre. Curiosamente, ha terminado trabajando en Santiago, como si el destino disfrutase apresándola en el lugar del que quiso huir.
A su madre le brillaban los ojos como nunca cuando la visitó en Madrid y durmieron las dos juntas en la cama de la residencia de monjas en la que apenas cabía ella sola. Le brillaban como si estuviera viviendo a través de su hija lo que ella no había podido tener para sí.
Marga le enseñó la escuela en la que se había apuntado a clases de arte dramático, que era lo que más le gustaba.
La llevó a la Facultad de Periodismo, que casi nunca pisaba, saludando a lo lejos con la mano a gente a la que no conocía para disimular.
Visitaron juntas el auditorio en el que a veces hacía de azafata de eventos para ganarse un dinero, embutida en un traje de chaqueta rojo y con el pelo recogido en un moño abultado como un penacho. Servía zumo de naranja a viejos que le rozaban el culo y le pedían más zumo solo para que se agachase y colar la vista por su escote como si quisieran llegar al punto exacto que ahora le van a trepanar.
No le dijo nada, en cambio, del bar en que ponía copas los sábados. Allí los que la sobaban no eran viejos y a menudo no le importaba.
Ni le dijo nada del parque donde fumaba hierba con sus nuevas amigas, a las que se había guardado de coger cariño porque sabía que al licenciarse saldrían de su vida.
No le dijo nada del portal de al lado de la residencia que siempre estaba abierto porque no funcionaba el portero automático. Allí se colaba las noches que llegaba más tarde del toque de queda de las monjas. Descansaba en unos sofás hasta que abrían las puertas y entraba a hurtadillas con el rímel corrido. Como no podía llevar chicos a la residencia, alguna vez los había invitado a acompañarla al portal. No es que encima del sofá se pudiera hacer gran cosa, pero los días que llevaba falda era sencillo cabalgar si tenía cuidado.
Tampoco le habló a su madre de la sala de conciertos a la que iba dos o tres veces por semana. Un garaje oblongo de cemento, profundo y estrecho. Le recordaba a un almacén de aparejos de pesca como el que construyó su abuelo con la barca dentro. Luego nunca pudo sacar la barca porque había hecho la puerta demasiado pequeña. El aforo de aquel sótano era cincuenta veces superior al del bar en que está ahora, pero por lo general había la mitad de gente. Ocho, diez, quince personas. En ocasiones más artistas que auditorio. Esos eran los mejores días. Acababa de copas con los músicos y con alguno, por qué no decirlo, en el sofá al lado de la residencia.
No le habló, por supuesto, del chaval de arte dramático con el que había estado saliendo. Una de las personas más encantadoras que ha conocido. Pero tiene un problema, la tiene pequeña, extremadamente pequeña, debéis creerla. Cortó con él. Tal vez sea una persona miserable, pero en la época universitaria no podía prescindir de un sexo como Dios manda. Ser encantador era insuficiente.
Evitó hablarle de todo eso a su madre para que no tuviese que cambiar de canal con el mando a distancia, ni carraspear ejem ejem. Lo último que querría, aparte de ser un ama de casa como ella, es pensar que su madre se pusiera cachonda con las historias de su hija.
Al cantante de los Stranglers lo han dejado solo con la guitarra. Está tocando una versión de los Cardigans. Marga no puede evitar pensar que la letra habla de ella. ¿De quién si no podría hablar? Dice el cantante que el padre de Marga no tiene la culpa de que ella saliese un poco defectuosa. Le dice que no culpe a su madre de las cosas que ella ha hecho mal.
Y Marga siente unas ganas inmensas de abrazar a su madre. Ahora que ya está declinando, que está menguando, se está convirtiendo en parte de su memoria. Y después en nada. Desde que empezó con la quimio a menudo se le llenan los ojos de lágrimas, pero esta vez salen disparadas y las nota deslizarse y caer.
Está llorando, y Marga nunca llora.