15
Luz
«¿Es este mes cuando prescribe?». La obsesión de Amara con los crímenes es la mejor prueba de que es la hija del Círculo. De Karl, desde luego, no lo ha heredado. Cuando tenía más o menos la edad de su hija vio en el cine El silencio de los corderos y se pasó tres noches sin dormir: aún hoy ve las escenas sangrientas haciéndose pantalla con la mano.
Camino del colegio, la niña arrastra los pies y se detiene cada vez que abre la boca. Dice: «¡Es increíble, se va a salir con la suya!». Quien, según Amara, va a salirse con la suya es un cámara que trabaja con Karl en televisión y es sospechoso desde hace veinticinco años del asesinato de su pareja, una chica corpulenta llamada Luz. Karl ha visto un par de fotos antiguas de ella: en todas se la ve sonriente, luce una de esas caras de cordialidad y paz que hacen impensable que vaya a ocurrirles nunca nada malo.
Encontraron el coche de Luz aparcado junto a un acantilado en Punta Herbeira, un sinfín de sierras capaces de despedazar una oveja antes de llegar al mar. Si cayó al agua (o la arrojaron), no es extraño que el cuerpo no haya aparecido. Hace un par de meses una ola arrastró a un pescador en la misma zona y un niño descubrió su cadáver flotando en una playa de Francia una semana más tarde. ¿Dónde puede haber llevado los restos de aquella chica un cuarto de siglo de golpes de mar? Probablemente alguien se los haya comido en forma de merluza, de jurel, de rapante, de sargo o lamprea; en una sopa, una caldereta, en croquetas, migas o fritos de bacalao; se habrá convertido en hidratos de carbono y calorías quemados en una clase de Pilates, una carrera popular, un polvo furtivo en el baño del aeropuerto.
Buscaron a Luz por todas partes, zódiacs, equipos de buzo, helicópteros, vecinos con perros de caza, la voz de la familia y los amigos desgañitándose («¡Luz! ¡Luz! ¡Luz!») como en el tercer versículo del Génesis. El compañero de Karl ayudó en la búsqueda como el que más; al pasar a su lado le daban golpecitos en la espalda o lo abrazaban y el cámara agradecía el cariño educadamente, apretando los labios y asintiendo con ese rostro que parece esculpido en roca del acantilado. Lo que era un caso evidente de suicidio se descompuso de repente: en un giro propio de los programas de crímenes sin resolver que le gustan a Amara, un amigo recordó que Luz quería cortar con el cámara. A este testimonio le siguió un hallazgo que conduciría a veinticinco años de investigación infructuosa. Fue más bien un no-hallazgo: en el coche no había huellas, ninguna huella, ni siquiera las que debían estar, las de Luz; alguien se había esmerado en limpiarlas. De pronto la reconstrucción del suicidio que parecía tan natural se convertía en un escenario preparado, las coartadas perfectas se tambaleaban, los buenos modales se transformaban en la máscara del monstruo.
Años más tarde, cuando Karl empezaba su carrera televisiva en Santiago, mucho antes de tener a Amara, un comisario de policía le dijo que se anduviera con cuidado porque uno de sus compañeros era un asesino y no iban a poder demostrarlo. No será porque no lo intentaron: registraron su finca una y otra vez, moviendo tierras y arruinando sus cosechas; utilizaron las técnicas más modernas, cada nuevo avance tecnológico significaba un nuevo levantamiento de terrenos; lo detuvieron media docena de veces, lo interrogaron y lo mantuvieron en el calabozo tanto tiempo como les permitió el juez. Pero ni se vino abajo ni hallaron cadáver alguno que pudiera inculparlo. Luego surgieron otros rumores más o menos fundados: el hermano de una expareja que había desaparecido, la vecina anciana que encontraron muerta.
«¿Te das cuenta, mamá, de que, si los tres asesinatos son ciertos, trabajas cada día con un asesino en serie?». «Gracias, Amara, yo también te quiero».
No lo dice preocupada por su madre, lo dice excitada por formar parte de una historia macabra de asesinos que se salen con la suya. Karl intenta hacerle ver a la niña la parte del drama que a nadie parece importar: ¿Y si es inocente? ¿Y si ha tenido que soportar injustamente durante veinticinco años las miradas, los cuchicheos, el rechazo; impasible, con esa actitud neutra, casi despreocupada, que ha convencido a más gente de su culpabilidad que cualquier prueba contra él, esperando que llegue otro registro, otra visita al calabozo, otro interrogatorio, sin amigos que quieran cenar con él o tomar una copa, teniendo que recurrir al sexo de pago, él que siempre ha tenido éxito con las mujeres? ¿Y si Luz simplemente un buen día decidió marcharse?
Al final el sospechoso habitual había aceptado poner tierra de por medio y trasladarse a Madrid. Como nadie quería trabajar con él y se conocían desde que Karl era becaria en Santiago, se lo asignaron como cámara. Parecía una broma de mal gusto: el presunto asesino en serie había acabado cubriendo la información de los viajes del presidente por el mundo.
No es que Karl tenga ningún problema con él. Siempre les acompaña un productor y las habitaciones son individuales; los planos que graba son de una calidad excelente y, al contrario que el resto de los compañeros, apenas protesta por el trabajo.
Se llevan tan bien que hay quien insinúa que se acuestan juntos. Y lo cierto es que a ella le sigue pareciendo un hombre atractivo a los cincuenta años, aunque sus ojos… Le recuerdan mucho a los de Moritz, le recuerdan a los ojos del Estrangulador.
Así fue como lo rebautizó Asun el día que ella la arrastró al cineclub a ver El estrangulador de Boston. A la hora de comenzar la proyección, cuando por fin aparece Tony Curtís en pantalla siguiendo el funeral de Kennedy por televisión, Asun dijo a voz en cuello: «Mira, el gilipollas número dos». Karl, avergonzada, le dio un puñetazo en el hombro con todas sus fuerzas y casi las echan de la sala. «Reconocerás que se parecen», le dijo luego Asun: «Tu amigo tiene cara de psicópata».
Para ser sincera, se daban un aire: esos ojos algo torvos que Moritz frunce al mirar de lejos por culpa de la miopía, la ceja enarcada, el ceño lleno de arrugas; puede que la modulación monótona y seca de su voz que a veces rompe con una carcajada a destiempo le den ese aspecto de malo de película; tampoco le ayudan sus accesos violentos, acompañados siempre de una sarta de blasfemias; vivir instalado en su personaje de cínico juega en su contra; contar parte de sus vidas en los relatos hiere sentimientos; su querencia por lo absurdo lo hace sospechoso, como cuando al recuperarse de una baja por gastroenteritis decidió no volver al periódico en que trabajaba ni siquiera a despedirse y recoger sus pertenencias. Pero Moritz es completamente inofensivo. Es otra cosa lo que hace imposible vivir con él: el perfecto desorden de su existencia, su instalación permanente en el caos. Rudolph es el minimalismo, no tiene apego a nada, no conserva nada, ni parejas ni amigos, al acabar de leer un libro se deshace de él, si lo necesita ya lo volverá a comprar; Hans es el genio, el saber enciclopédico, pero también el silencio, la rigidez, la obsesión; si le pides un libro te lo prestará, pero escrutará hasta el desperfecto más invisible y, aunque no te lo eche en cara, lo podrás leer en su mirada. Con Moritz lo imposible será encontrar el libro, te dirá «tiene que estar por aquí» y rebuscará entre un montón de papeles pintarrajeados, una montaña de ropa sucia, paquetes de galletas abiertas, envases de yogur medio llenos, rollos de papel higiénico desperdigados, polvo acumulado de no barrer, cargadores de móviles que ya no se fabrican, cedés con el plástico estallado y un disco que no corresponde en el interior…
Ese es el Estrangulador de Asun, la última persona de la que sospecharía en un asesinato. ¡Sería el peor asesino del mundo! A Karl le da la risa hasta pensarlo. El mismo Moritz que dejó sus huellas marcadas con chocolate en la pared de la casa de sus padres el día que lo invitó a conocerlos. Moritz, el generador de detritus. Moritz lo único que sería capaz de esconder durante veinticinco años es un cadáver bajo la ropa sucia. Reprime una carcajada con la mano y empuja a Amara que bosteza distraída y parece no querer llegar nunca al colegio.
Karl se contagia del bostezo de la niña. Aunque la esperan en la peluquería, no le vendría mal un café. La semana pasada estuvo tomando café con el cámara antes de una rueda de prensa y se dio cuenta de que se había olvidado la cartera. «No te preocupes», le dijo él, «ya te invito yo. Ya me lo pagarás». Y la miró con el ceño fruncido, con sus ojos torvos, de Moritz, de Tony Curtis, de Albert Desalvo, de Estrangulador.
Amara se detiene otra vez. «Mamá, ¿tú de verdad crees que él no lo hizo?».