5.40 A. M.
Ya casi amanecía. Marjie se quedó oyendo el sonido de la sirena. Le sonaba muy lejana, pero sabía que no era así, que estaba justo en el exterior de la ambulancia y que servía para ayudar, para ayudarla a ella. Han sido los disparos, pensó. Me han estropeado los oídos. Se preguntó si volvería a oír. No quería quedarse sorda. Ya solo sentía un poco de dolor. Los doctores se habían encargado de todo. ¿Eran doctores o enfermeros? Fueran quienes fuesen, habían sido muy amables con ella. Les había dado las gracias por eso, y por aliviarle el terrible dolor. Había pensado que toda la amabilidad había desaparecido del mundo (¿cuándo había sentido eso?, ¿antes o después de que dispararan contra Nick?), pero, evidentemente, no era así. Lo veía en sus rostros. Incluso en las caras de los policías que la habían llevado hasta allí. Ningún policía le había parecido amable hasta entonces. Era extraño. Habían matado a Nick sin decir palabra y sin motivo alguno, y, a pesar de ello, no era capaz de odiarlos. Ahora no, al menos. Se alegró de no poder ver la casa mientras se alejaban.
De repente, tuvo miedo de nuevo. Se aclaró la garganta con dificultad y se dirigió a uno de los médicos, o de los enfermeros, el joven, el que parecía más atento. Igual que le ocurría con la sirena, su propia voz le sonó lejana y débil.
—¿Voy a dormirme ya?
—Todavía no. Pronto. Le hemos puesto anestesia local. Le darán algo más potente en el hospital, después de que le hayan hecho una revisión a fondo.
—No quiero dormirme todavía. No me dejará dormir, ¿verdad?
El joven le sonrió.
—Se lo prometo.
Marjie le tocó la mano. No parecía ser muy fuerte.
Giró un poco la cabeza para mirar por la ventana. Desde donde estaba tumbada solo se veía el cielo, que poco a poco se aclaraba, y los cables telefónicos, que parecían deslizarse suavemente por encima de ella mientras avanzaban sobre el asfalto pulido. Los cables estaban tachonados de postes de madera, igual que oscuras heridas punzantes en la carne de la mañana.