4.15 A. M.
Se la guarda en los pantalones, al lado del nabo. Joder, qué asqueroso, pensó Marjie. Oyó el chasquido suave que hizo la hoja del cuchillo al desplegarse y vio el destello del acero. Se acercó a la jaula sin dejar de mirarlas y de sonreírles de forma estúpida. «Lo sabía». Solo había que ver la forma en que se había quedado mirando a la pareja que follaba en el suelo. Ya habían acabado. Se quedaron sentados juntos al lado de la jaula y se dedicaron a buscarse mutuamente los piojos para luego aplastarlos con los dedos.
El joven estaba tumbado a su izquierda, con las rodillas pegadas al pecho. El largo cabello oscuro le tapaba la cara. Marjie ni siquiera sabía si estaba despierto. Laura vio que el hombre se dirigía a la jaula y se acercó un poco más a ella. Marjie le puso un brazo alrededor de la cintura, y se sintió de nuevo un poco sorprendida por la firmeza de su cuerpo, por lo tensa que tenía la piel sobre las costillas. Un tipo nórdico, de huesos grandes. «Eso no te va a venir nada bien».
Observó como el hombre delgado desataba la cuerda del gran remache de metal clavado en la pared y empezaba a bajar la jaula poco a poco con ambas manos mientras sostenía la navaja entre los dientes, al estilo pirata. A Marjie le chocó tanto la incongruencia del arma que tuvo que contener una risotada, que en realidad sabía que se debía a la histeria. Era un cuchillo de escultista. Pero debería ser un arma de pedernal, de piedra, no de acero pulido. El hombre tenía unos dedos largos y delgados. Apestaba como un borracho de taberna. Sintió que el estómago se le revolvía de asco.
Terminó de bajar la jaula y fue entonces cuando Marjie se dio cuenta de lo fuerte que era aquel cuerpo delgado y fibroso. Se fijó en los tendones de los brazos y el cuello. Laura ya estaba temblando. La jaula acabó de posarse en el suelo y el muchacho se agitó un poco. Marjie jamás había visto un caso de catatonia, pero se imaginó que, si aquello no lo era, estaba cerca. El joven había alcanzado un estado en el que parecía incapaz de reaccionar ante nada. En cierto modo, tenía suerte. Lo envidiaría en cuanto estuviera segura de que no le quedaba ninguna clase de esperanza. Si llegaba a eso. Todavía no estaba convencida. No del todo.
El hombre los dejó allí un momento y se acercó al fuego. Marjie vio que los demás, la mayoría de los cuales se habían tumbado y desde arriba le habían parecido dormidos, estaban en realidad completamente despiertos y lo observaban con atención. ¿Es que nunca dormían? Ya casi había amanecido, joder. Solo el hombre grande, tumbado al lado del fuego, tenía los ojos cerrados. No tendría ninguna posibilidad de huir y salir de la cueva, si todos los demás estaban despiertos. Sabía que no tardaría en abrir la jaula. Era bastante obvio lo que buscaba.
Regresó de la fogata con una tea ardiendo en la mano. Se detuvo un momento y se las quedó mirando con la boca abierta, la mandíbula caída y una mirada vacía. Luego lanzó la antorcha al interior de la jaula y se puso a reír con una risita infantil cuando ellas se apartaron de inmediato. Se pasó el dorso de la mano con la que empuñaba la navaja por los labios y paseó los ojos una y otra vez de Marjie a Laura y a la inversa. Ni siquiera miró al chico. «Tenía razón. Está escogiendo una puta para esta noche. Una puta o una víctima. O las dos cosas».
Marjie fijó la mirada en él con un tremendo esfuerzo de voluntad y no dejó de hacerlo para intentar obligarlo a apartar la suya. «Seguro que estoy muy convincente». La verdad era que sentía un desprecio increíble. Pensó que en más de treinta años de vida jamás había conocido a nadie merecedor de tanto desprecio. Aquellos ojos pequeños y porcinos, los labios húmedos y entreabiertos que parecía no cerrar nunca, la barbilla huidiza, la espesa costra de mugre y el hedor que desprendía… Era una rata. Una cucaracha.
Sabía que se había exaltado todo lo que había podido para tener un aspecto duro y desagradable. De hecho, contaba con ello. Una vez, mucho tiempo atrás, la misma expresión que sabía que mostraba su rostro en ese momento la había sobresaltado al mirarse en un espejo. Fue la noche que se decidió a echar de casa a Gordon. ¿Esa soy yo?, pensó en aquel momento. Parezco una vieja bruja amargada. Parece que odio al mundo. Y así era. En ese momento tenía ese mismo aspecto, y por una razón mucho mejor. Pensó en Carla y sintió una oleada de rabia. Utilizó esa rabia, pero manteniéndola bajo control, y la mostró por toda la cara y el cuerpo. Si la expresión de los ojos del hombre solo eran ganas de matar, intentar amedrentarlo de ese modo sería un error de cálculo letal. Pero ella no creía que fueran ganas de matar. Estaba convencida de que eran ganas de coño. «Bueno, pues que le jodan. Lo siento, Laura, pero estamos en las mismas otra vez. Si se trata de elegir entre tú y yo, no pienso ser yo la que caiga».
El hombre dejó la antorcha en el suelo y se metió una mano en el bolsillo. Se oyó el repiqueteo de algo metálico y un momento después sacó las llaves, que manejó como si fuera un adolescente nervioso. Miró a las dos mujeres de nuevo y Marjie sintió un escalofrío repentino al saber que ya había escogido. Sus ojos lo delataban por completo. Aunque sabía que había elegido como ella esperaba, no sintió alivio alguno. En vez de eso, se sintió llena de horror y de remordimiento. «Dios, Laura, va a por ti. Va a por ti». La llave giró en la cerradura y Marjie se descubrió a sí misma deseando un perdón que sabía que jamás encontraría. Pensó que el temor a la muerte hacía que uno se comportara de un modo muy injusto.
El hombre abrió la puerta y metió el brazo. Soltó una risita cuando cerró los dedos alrededor de la muñeca de Laura. Tiró de la chica hacia él hasta sacarla de la jaula y luego la agarró con los dos brazos. De repente, ella pareció volver a la vida. Sus ojos se volvieron feroces y se clavaron en la hoja afilada que él sostenía entre los dientes. Laura echó la cabeza hacia atrás y empezó a chillar. «¡Cállate!», le espetó él con los dientes apretados, y le soltó un bofetón. El guantazo fue muy efectivo y ella dejó de gritar de inmediato. Durante unos segundos, simplemente se quedaron mirándose a los ojos. El hombre le sonrió mientras la mantenía agarrada con firmeza, con las dos manos enlazadas detrás de su cintura. Los ojos de Laura se fueron abriendo cada vez más y más, centrados exclusivamente en el cuchillo y en aquella boca de sonrisa malvada.
Tengo que mirar, se dijo Marjie a sí misma. Esta noche, mañana, me podría tocar a mí y necesito saber qué le va a hacer, y quizá eso impida que me haga lo mismo, que me mate. Se dio cuenta de que llevaba varios segundos sin atreverse ni a respirar. Tanto él como Laura estaban inmóviles, como congelados en el tiempo, y, de algún modo, ella se les unió en una extraña y profunda empatía, más profunda que cualquier otra cosa que hubiera conocido en su vida. Al igual que Laura, apenas se movió. Casi sintió los brazos del hombre alrededor de su propia cintura, sus manos contra su pecho, casi olió la podredumbre de su aliento. Luego, aquella sensación desapareció con la misma rapidez con la que había llegado y se sintió liberada. Algo le había advertido que se distanciase. Algo le había dicho que ya podía dar a Laura por muerta.
A Laura, aquellos breves instantes le devolvieron una parte de la consciencia que había perdido desde que contempló el sombrío combate en las escaleras del desván. Fue su roce lo que la sacudió, la fuerza del contacto, y en ese momento supo que era su enemigo. No la cruel presencia fantasmal que la atemorizaba con fuego, sino un hombre de carne y hueso que había asesinado a Jim, a Dan y a Carla. En tan solo unos pocos segundos, todo lo que había visto a lo largo de aquella noche, pero que se había negado a aceptar, la arrolló por completo, con todo su horror incomprensible.
Vio el cuerpo de Carla ennegrecido por el fuego, a los niños que atacaban a Nick (¿seguiría Nick vivo?) y los dientes de la mujer en el cuello de Dan mientras caía hacia atrás derribado por un disparo. Oyó disparos de nuevo y vio caer una mano al suelo, y luego otro objeto, una cabeza, la cabeza de un niño, que había tenido en su regazo y…
Lo que se apoderó de ella ya no era un miedo ciego y sin nombre, sino el miedo a su propia muerte, tan cerca ya que podía olerlo y saborearlo. Fue la repentina claridad de ese miedo lo que la paralizó. Se quedó mirando el cuchillo y vio los dientes amarillentos del hombre. Supo que eran los heraldos de su propia aniquilación. Sintió como su pene se endurecía contra su cadera, su poderoso abrazo, su cuerpo pegajoso por el sudor.
Su aislamiento de la realidad quizá la habría salvado. Podría haber sucumbido a él de forma pasiva, sin sentir nada, sin saber nada, gimiendo en voz baja atrapada por sus propios demonios. Pero su cordura la traicionó y se la entregó a él entera, consciente y fuerte. No pudo soportarlo más. Empezó a chillar.
—¡He dicho que te calles! —gruñó el hombre delgado, y la abofeteó de nuevo.
Pero ella ya no podía dejar de gritar. Por su memoria pasaban demasiadas cosas al mismo tiempo, demasiados terrores pasados y presentes. Parecía que su voz ya no era suya, sino de alguien que se había mantenido oculto en su interior, alguien que había perdido el control debido al pánico que sentía. Respiraba con jadeos entrecortados. Vio que detrás del hombre delgado se habían levantado unos cuantos de los otros, que estaban furiosos.
—¡Hazla callar! —exclamó la mujer gorda sin dientes.
El hombre que había perdido la mano se despertó y se incorporó de repente.
—¡Mátala! —le ordenó.
El hombre delgado se sintió confuso durante unos momentos. Siguió abofeteando a la mujer, pero no sirvió de nada. ¿Qué le pasaba? Su hermano estaba enfadado con él. Ella siguió gritando, y los gritos se hicieron cada vez más y más fuertes. Se llevó la mano de forma instintiva al cuchillo.
—Usa… —empezó a decir la muchacha embarazada, que se esforzó por encontrar la palabra que buscaba—. Usa… ¡cinta!
Cinta. La visualizó. Le dio un empujón a Laura, que cayó de rodillas. Echó a correr hacia el fondo de la cueva, pero tuvo que regresar de inmediato porque estaba a oscuras y no tenía nada para iluminar. Recogió la antorcha del suelo; la mujer seguía chillando.
—¡Cállate! —repitió, y luego le propinó un puñetazo en la cabeza.
Laura se mordió la lengua y se hizo sangre, pero siguió emitiendo aquellos ruidos desagradables, chillando y llorando. Él se fue en busca de la cinta.
—Laura, por favor —le susurró Marjie cuando el hombre delgado se fue—. ¡Por favor! ¡Tienes que callarte! ¡Tienes que controlarte!
Sin embargo, ella ni siquiera parecía oírla. El hombre regresó con un rollo de cinta adhesiva gris, como la que utilizan los electricistas. Laura seguía de rodillas y sollozando. El hombre puso cara de disgusto, arrancó un trozo de cinta y se la puso de una palmada sobre la boca. Luego se la alisó con el canto de la mano como si fuese un albañil pasando la paleta sobre el cemento. La erección había desaparecido. La miró a la cara, húmeda por las lágrimas y los mocos. Ya no le apetecía la mujer. Le disgustaban los ruidos que hacía, sus alaridos y sus lloriqueos. Además, como tenía que respirar por la nariz, no paraban de saltársele los mocos. El hombre decidió que ya no le gustaba tanto. Decidió matarla.
La idea le excitó. El cuerpo empezó a temblarle. Se quitó el cuchillo de entre los dientes y lo colocó en el suelo delante de él. Después sostuvo el rollo de cinta adhesiva entre los dientes. Le colocó una rodilla en la espalda y alargó una mano hacia delante para llevarle los dos brazos hacia atrás. Luego se los agarró con la otra mano antes de atarle las muñecas con la cinta que se sacó de la boca con la mano libre. Ella no se resistió en ningún momento. Todavía estaba sollozando débilmente. El hombre le ató los brazos con fuerza.
La agarró por el cabello corto deslizando los dedos entre el pelo y le tiró de la cabeza hacia atrás hasta que quedó con la espalda completamente arqueada y él tuvo el pene apoyado en su frente. Sintió que se le ponía duro otra vez. Le apretó la nariz con dos dedos para que no pudiera respirar y, cuando vio aparecer el miedo en sus ojos y comenzó a forcejear, la soltó. La oyó inspirar profundamente. Empezó a reírse y le tapó la nariz de nuevo. Esta vez, no la soltó.
Pasaron quince segundos. Vio que ella intentaba mantenerse tranquila, que suponía que apartaría la mano, tal y como había hecho momentos antes. Luego apareció la duda y, después, el terror. La cara se le enrojeció. La mujer empezó a moverse de un lado a otro con desesperación en un intento por derribarlo, a agitar con fuerza la cabeza para que la soltara de los cabellos. Él aguantó. Ella intentó lanzarse hacia delante, pero él se lo impidió. La oyó gritar y gemir por debajo de la cinta adhesiva. Sintió que se debilitaba. Después, tras unos instantes, dejó de forcejear y quedó colgando completamente fláccida de sus brazos. Le levantó los párpados y comprobó las pupilas. Todavía estaba viva.
La soltó un momento y arrancó otro largo trozo de cinta. Bajó la mirada hacia el suelo húmedo, donde ella había caído hecha un guiñapo, y vio que su pecho se movía. Se oyó un breve sonido de asfixia, luego una tos y empezó a respirar con regularidad de nuevo. El hombre sonrió y colocó la cinta tapándole las fosas nasales. La agarró otra vez por el cabello y la oyó intentar gritar. El grito resonó por la nariz, pero un momento después, sonó agudo y muy lejano cuando él le puso la mano sobre la cara y apretó la cinta. Luego la alisó con el pulgar y el índice a la altura del puente de la nariz y de las mejillas, lo que selló por completo la zona.
Esta vez, ella forcejeó como una loca, llena de la energía que proporciona el pánico ciego. Intentó ponerse en pie, pero él tiró de ella hacia atrás por el cabello y la empujó por los hombros hacia abajo con la otra mano. Laura se echó hacia delante mientras daba patadas empujando las piernas hacia atrás y arrastrándolas por el suelo. Marjie vio que las uñas se le partían. Laura intentó golpearle con los pies y darse la vuelta para ponerse de espaldas, pero él se mantuvo firme y la sujetó con las rodillas. Ella siguió con las piernas libres, por lo que continuó intentando pegarle con un frenesí salvaje. Marjie vio que el hombre fruncía el entrecejo antes de pegarle un tirón de los cabellos. Laura lo pilló desequilibrado y consiguió girarse un poco hasta quedar mirando hacia la jaula. En ese momento, Marjie vio el terrible miedo y la súplica que había en sus ojos. En el mismo instante, el hombre la soltó del cabello y empuñó la navaja.
Alzó el arma por encima de la cabeza y la bajó con firmeza para clavársela en mitad de la espalda. Marjie oyó el grito ahogado y vio que cerraba los ojos por el dolor. Pero había ocurrido algo. Algo había salido mal, y oyó al hombre murmurar palabras ininteligibles, enloquecido y rabioso mientras se esforzaba por sacar el cuchillo para luego alzarlo de nuevo. Laura forcejeó con más brío todavía. La navaja centelleó otra vez y Marjie oyó como la hoja arañaba el hueso con un sonido repulsivo. «No puede matarla. Le está dando en el omoplato. La hoja de la navaja no puede atravesarlo».
La apuñaló de nuevo y se oyó una vez más aquel horrible ruido. Vio que tenía que forcejear otra vez para sacar la navaja. El hombre había empezado a chillar en un barboteo salvaje e incomprensible, lleno de frustración. La apuñaló por cuarta vez y, en esta ocasión, la hoja se clavó profundamente en uno de sus costados. Marjie vio que por la camisa oscura de Laura empezaba a extenderse una humedad brillante. Laura se lanzó hacia atrás e intentó propinarle un rodillazo, sin dejar de gritar detrás de la cinta adhesiva. No le dio en la cabeza por centímetros y él la apuñaló en el estómago.
Laura rodó sobre sí misma en un intento por apartarse del cuchillo, pero él se lo clavó en la espalda y, esta vez, la herida fue limpia y profunda. Pero Laura seguía sin morir. Intentó impulsarse con las piernas, resbaló y cayó de lado. Se esforzó por defenderse a patadas para mantenerlo alejado, pero aquellas increíbles reservas de resistencia desesperada que la habían hecho aguantar hasta ese momento desaparecieron rápidamente. El hombre le propinó un tajo en la pantorrilla y ella apartó las piernas.
Aquello fue el fin. El hombre se lanzó de un salto sobre ella y la agarró de la barbilla con una mano para levantársela. Con la otra le rebanó la garganta justo por encima de la clavícula. Saltó un chorro de sangre y Marjie cerró los ojos.
Sin embargo, sorprendentemente, cuando los abrió de nuevo, vio que Laura todavía estaba viva. Sus ojos todavía se movían. Vio que respiraba con debilidad. El hombre se había marchado, pero le había quitado la cinta de la boca y de la nariz. Había entrado de nuevo en la gruta interior de la cueva. Cuando regresó, empuñaba un hacha de mano.